En su estudio sobre las relaciones entre el cristiano y
el anarquista, Nietzsche subraya cómo ambos coinciden en una paradójica
situación: su instinto tiende a la destrucción[1].
Esta busca de un lugar común al religioso y al ateo, coincide en una atracción
por el nihilismo que viene a ser la constatación de un hecho: la comunidad
pertenece a los otros. Porque tratar de dirigirse a espacios que siempre
estuvieron ligados a lo sacralizado y a lo profano como el arte, en tiempos
donde se ha pronosticado el carácter futuro religioso de sus productos, conduce
a la confusa situación donde ha triunfado la imposición aparente de lo
institucional. En ese sentido, encontrar en lugares apropiados al arte actual
como bienales, ferias y otros eventos, vinculados a un exhibicionismo
globalizado, a Orson San Pedro ataviado como un sacerdote podría interpretarse
como un sacrilegio. En realidad, se trata de lo contrario, es la constatación
de esa motivación de la institución que descansa en los pilares de la
apariencia: “la comunicación es el desobramiento de la obra social, económica,
técnica, institucional”[2].
Entonces, deviene la destrucción de las cosas y la
consumación, como afirma Nancy, en nada. Sin pretender ofrecer una identificación
simplista entre la comunión y la comunidad, conviene acercarse al arte
para saber, si como propone el paradigma institucionalista de Donald Kuspit,
esa comunidad puede ser el espacio de consagración de artistas, críticos y
otros agentes implicados en sus procesos.
Apropiación de papeles, documentos y secretos
Se trata, por tanto, de llegar a comprender cuál es el
verdadero espacio del arte del capital en un escenario donde no siempre es
fácil comprender lo que se ofrece. Es significativa esa adscripción a lo
hermético que se ha querido otorgar al arte, cuando se nos habla de sus
complicaciones, sin reparar en que el terreno de las artes nunca ha sido fácil,
ni siquiera para aquellos entendidos que han ido construyendo una narración
histórica con pretensiones de objetividad.
Kuspit ha subrayado el valor del espectador en ese campo minado
intermedio donde se miran el artista y el público ante una obra de arte. Si
precisamente el paradigma duchampiano practicaba una irónica acción conceptual,
mostrando objetos cotidianos cambiados de sentido, en las acciones de Orson San
Pedro se pueden concitar esos valores cotidianos del mundo del arte, pero
devueltos en su literalidad.
Así, en su labor ha tratado de ser crítico con aquellas
prácticas discursivas del mundo del arte, tratando de utilizar su permisividad,
en aras de una legalidad propiciada por su condición validadora. Por ejemplo,
con una acreditación de la revista Sublime
se ha introducido en ferias y bienales con el objeto de dar una valoración a su
propio discurso. Recopilando toda la documentación de estos lugares, ha
reconstruido los principios que sustentan este tipo de eventos. También ha sido
capaz de alquilar obra de otros artistas para poner en entredicho la idea de
autoría, se ha disfrazado de galerista en Lisboa y de agente de compras del
Vaticano en Nueva York.
Esta apropiación de Orson San Pedro también está
vinculada con la enseñanza y la educación, se trata de resolver
convincentemente la tarea de estudiar en otra
institución. En esa aprobación es donde se muestra el mundo de lo adecuado, no
siendo siempre lo más acertado lo que promulga. En esos documentos u obras que
muestra Orson San Pedro se puede observar esa distancia objetual con lo real, mostrando
el aparente secreto que se oculta en la institución del arte[3].
Metafísica uniforme del disfraz
Una teoría del uniforme nos conduciría al espacio del
disfraz. El mundo comprendido desde el escenario y la aparición es, en Orson
San Pedro, la irónica presencia de lo sagrado en el espacio de lo profano. Como
se decía, España es una nación de teólogos armados. Y si bien no es
precisamente por practicar una burla fácil, Orson San Pedro simplemente se
viste como tal. Uno puede acudir a
una tienda de uniformes, donde curiosamente se entrecruzan camareros y
mecánicos, pescadores y pescaderos, sacerdotes y azafatas, conseguir uno y
continuar con esas celebraciones de lo banal que se encubre en la pretenciosa
mercadería propia de un mundo superficial del arte. Lo importante no es tampoco
considerar el disfraz como un lugar donde esconderse, sino como una
disimulación. En este sentido, se trata de considerar cuál es el estatus del
artista que se sirve de los privilegios concedidos por el medio cultural para
ir construyendo su propio trabajo, ahí donde el hábito, la costumbre o lo
institucionalizado sí hacen al monje.
Una teatralización que supone la aceptación de las reglas
que configuran si algo debe ser considerado, no sólo como arte, sino si,
además, es buena o bella. En el caso de Orson San Pedro, se trata de hacerse
pasar también como artista, teólogo,
crítico o arquitecto (Orson San Pedro,
1972). Esa puesta en escena es realmente la inversión de unos valores que
se acreditan como válidos. Como ha declarado: “no me gusta el Arte”, subrayando
esa sobrevalorativa creencia en la genialidad o en la valoración excesiva de la
obra de arte. Orson San Pedro prefiere a los autores antes que a sus productos.
Lo que viene a precisar un poco el espacio heterónomo de su acción conceptual,
situándose en esa desmaterialización de la obra de arte, clausurada en sí misma
de modo objetivo, conducente a la negación y a la práctica conceptual derivada
del aserto mellvilleano ante cualquier juicio: “preferiría no hacerlo”.
Representaciones, iconoclasia
Gilles Deleuze señala cómo, en principio, esa negativa es
una elección vinculada a que el protagonista de Bartleby trabaja como copista[4].
Por tanto, se trata de vincular la trama de la representación con una acción
imposible porque esa preferencia por la negación a copiar algo es, en la acción
de Orson San Pedro, la ocasión para mostrar que no se trata de afirmar o negar,
sino de mostrar la inutilidad o la imposibilidad de la acción que propiamente
realiza. De ellas quedan imágenes como hace cualquiera que viaja a ese tipo de
eventos, en trenes y aviones, en taxis y metros, para dejar bien claro que se
estuvo allí. Quedan restos y documentos reales como carnés, catálogos, billetes
de transporte, pero la propia obra permanece en esa negación que el arte
concede al encerrarse, por ejemplo, en una vitrina que está en una exposición de
arte contemporáneo que está en un museo del ferrocarril que está en una
estación de tren (Barrio del Carmen,
2007)
Esta vinculación del uso de acreditaciones no conlleva
necesariamente una repetición fija, sino una diferencia que se articula en
torno al disfraz de turista espectador, como mozo corriendo delante del toro,
uniformado como un sacerdote católico o bien como judío errante por estos
espectáculos de bienales, documentas y otras ferias. Porque, de algún modo,
Orson San Pedro trata de pasar desapercibido y, precisamente por esto, puede
ser cualquier personaje que representa. Pero, ¿tiene algo que ver, por ejemplo,
con el travestismo de Duchamp convertido en Rrose Sélavy? ¿Es su retrato en
realidad una despersonalización de la obra de arte? Marcel Duchamp había
pensado en 1920 en la posibilidad de adoptar un nombre judío, pero optó por el
disfraz irónico que le llevara a aparecer como una mujer coqueta y misteriosa. En
realidad, las distintas representaciones de Orson San Pedro no se dirigen a
cambiar su sexo, ni ha tratado de confiar su indumentaria a la última moda (Orson San Pedro fly to NY (Pulse Fair) like
a priest and jewish, 2008). En su vestimenta nada se esconde, a pesar de
ser consciente de la inmediatez de su uniforme. Una representación destinada a
la conversación y al encuentro con los otros (Dialog with…, 2007) mediante la creación de una pequeña sala en el
espacio expositivo donde se puede conversar, discutir o beber algo.
Ese aprovechamiento del espacio, ligado a una
representación de lo que verdaderamente es el arte, en ese sentido de
conversación y conversión, es una aportación más de la aparente negación a hacer arte de Orson San Pedro. Porque
los iconoclastas están pendientes de las imágenes y de lo que en ellas se
representa. Es el caso de las pinturas aquiropitas, no hechas por mano humana y
que, además de constituir un icono del poder institucional, eran también
conocidas por su capacidad mágica de convertir en piedra a quien osara mirar el
rostro de Cristo. Más relevante es la consideración de Pisides cuando afirma
que se trata de una manera de escritura no escrita (André Grabar). La negación
no se entiende como una pura destrucción, sino como una elección vinculada a la
incapacidad aparente y a su postergar. Esa negatividad, correspondiente a un
trato iconoclasta del vacío, en realidad es una proliferación de acciones
vinculadas a un arte que ya ni cree ni en lo que se dice ni en cómo se muestra.
En este sentido, Orson San Pedro no es un autor preocupado por ofrecer obra con
materiales costosos ni determinados por su supuesto valor estético. Simplemente
se apropia del souvenir para retratar
aspectos de la institución artística, abogando por la negación de sí mismo.
Así, no hay una suplantación de otra persona, ni en realidad se disfraza
propiamente. En su trabajo, no hay obra
propiamente, sino una cancelación del happening.
Orson San Pedro no actúa.
The real mean in off
La concepción
duchampiana de la apropiación coincide con el cumplimiento literal del asalto
de los solteros a la reina. Orson San Pedro ha vinculado el significado de la
crítica de arte al disfrute de la eyaculación, subrayando su carácter marcadamente
mental, conceptual y material (The real
meaning of art critic, 2008) Partiendo de la apropiación de un video casero
realizado en un parque público de Ámsterdam a plena luz del día, nos muestra a
la crítica asediada por los machos. Posiblemente, esa consideración de la labor
verdadera de la crítica está en la insufrible proliferación seminal a la que
conduce la alegría de sus espectadores, los artistas. Pero lo que se acentúa en
esa concepción del arte desde la apropiación de la televisión hotelera es que
hay distintos sentidos relacionados con el arte, donde siempre aparecen, junto
a ilustraciones de Picasso o el pop art,
el cuerpo de mujeres desnudas (The real
meaning of art, 2008) ¿Qué hace que podamos acceder a otras formas de arte
apropiándonos simplemente de sus procedimientos discursivos? Porque lo que pone
de manifiesto dicha jaculatoria es la necesaria actualidad de la expresión
comunitaria, pero en un sentido especial. Como decir que en la busca del
sentido real del arte se encuentra la disposición hacia los medios que conducen
a lo negativo, donde lo único que se soporta es la carencia de un fundamento
válido. Esa clausura de la representación, la cancelación de lo preformativo y
la ausencia de un soporte porque lo que se dice es lo que hay, conducen a Orson
San Pedro a una negativa impersonalidad, ahí donde apenas aparece el retrato de
su autor.
Esa capacidad para
delegar en los otros hasta el propio nombre habla de este rechazo a comparecer
en esa escena orgiástica y realista donde comparece ese teatro de la crueldad
cercano a lo sagrado. En esa escena –afirma Derrida- “no hay ya espectador ni
espectáculo, hay una fiesta”[5].
Porque lo crítico es precisamente esa mancha o ese mal identificado con lo
clínico: “convertirse, dentro de su palabra y de su cuerpo, en una obra, objeto
entregado, puesto que tendido, a la furtiva diligencia del comentario. Pues lo
único que por definición no se presta al comentario es la vida del cuerpo, la
carne viva que el teatro mantiene en su integridad contra el mal y la muerte.
La enfermedad es la imposibilidad de estar de pie en el baile y en el teatro”[6].
La crítica, como fin de fiesta, se convierte en ese dominio en el cual
regocijarse, como los post-artistas en el festín del comentario: “Las artes
–señalaba en 1971 Allan Kaprow- se han convertido en comentarios y anuncian la
era posartística. Hacen comentarios sobre sus respectivos pasados, de modo que,
por ejemplo, el medio televisivo comenta el cine, un sonido en directo tocado
junto a su versión grabada hace comentarios sobre cuál de ellos es real, un artista hace comentarios sobre
los últimos avances de otro, algunos artistas hacen comentarios sobre su estado
de salud o sobre el mundo, otros comentan que no hay que comentar (mientras los
críticos hacen comentarios sobre todos los comentarios). Con esto debería
bastar”[7].
En esa comunidad de los
otros, Orson San Pedro viste con la indiferencia propiciada por su disfraz de
judío o sacerdote, mecánico o galerista, artista o turista, para tratar de
mantenerse en los límites de las artes. Esta disposición neutra para no querer
hacerse presente, la capacidad por no hacer visible su obra salvo a través del
disfraz, dan un sentido conceptual ampliado de la creación audiovisual, la
poesía de acción, mediante una manera de provocar la sorpresa mediante la
anulación de los soportes. Esa apropiación que cumple paradigmáticamente con la
idea del artista como testigo del arte de su tiempo.
[1] “Es
lícito establecer una ecuación perfecta entre el cristiano y el anarquista: su
finalidad, su instinto tienden sólo a la destrucción […] El cristiano y el
anarquista: ambos décadents, ambos
incapaces de producir otro efecto que el de disolver, envenenar, marchitar, chupar sangre, ambos el instinto del odio mortal a todo lo que está en pie, a
lo que se yergue con grandeza, a lo que tiene duración, a lo que promete un
futuro a la vida…”, NIETZSCHE, Friedrich, El
Anticristo, Alianza, trad. Andrés Sánchez Pascual, 1992, pp. 101-102.
[3] La
utilización de un secreto aparentemente importante, es en el caso de Alfred
Hitchcock, un recurso retórico que causa expectativa. En el caso de la
apropiación de Orson San Pedro, cabe identificarlo con esa consideración del
objeto artístico como Mac Guffin: “es
el nombre que se da a esta clase de acciones: robar…los papeles –robar…los
documentos-, robar…un secreto. En realidad esto no tiene importancia y los
lógicos se equivocan al buscar la verdad del Mac Guffin. En mi caso, siempre he creído que los papeles, o los documentos, o los secretos
de construcción de la fortaleza deben ser de una gran importancia para los
personajes de la película, pero nada importantes para mí, el narrador”,
TRUFFAUT, François, El cine según
Hitchcock, trad. Ramón G. Redondo, 2000, p. 127.
[4] “Se
observará que la fórmula, I prefer not to,
no es una afirmación o una negación. Bartleby “no rehúsa, pero tampoco acepta,
avanza y retrocede en este avance, se expone un poco en una leve retirada de
palabras”. El abogado se sentiría aliviado si Bartleby no quisiera, pero
Bartleby no se niega, sencillamente rechaza un no-preferido (la relectura, los
recados…) Y Bartleby tampoco acepta, no afirma un preferible que consistiría en
seguir copiando, se limita a plantear su imposibilidad”, DELEUZE, Gilles,
“Bartleby o la fórmula”, Crítica y
Clínica, Anagrama, trad. Thomas Kauf, 1996, p. 101.
[5] “Todos
los límites que surcaban la teatralidad clásica (representado/ representante,
significado/ significante, autor/ director/actores/espectadores, escena/sala,
texto/interpretación, etc.) eran prohibiciones ético-metafísicas, arrugas,
muecas, rictus, síntomas del miedo ante el peligro de la fiesta. En el espacio
festivo abierto por la trasgresión, no debería ya poder extenderse la distancia
de la representación”, DERRIDA, Jacques, “El teatro de la crueldad y la
clausura de la representación”, La
escritura y la diferencia, Anthropos, trad. Patricio Peñalver, 1989, p.
335.
[7] “Video
y arte digital. Realidades virtuales e inflexiones digitales: la apropiación de
los nuevos medios”, VAN PROYEN, Mark, Arte
digital y videoarte. Transgrediendo los límites de la representación, ed.
Donald Kuspit, Círculo de Bellas Artes, 2006, p. 94.
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