08 diciembre 2010

PEPE MEDINA Y LA PÉRDIDA DEL PARAÍSO




El paraíso es una representación ideal tanto del origen como del final del desarrollo de la actividad humana. Su nombre procede –como la propia palabra imperio- de un espacio acotado que trata de preservar de un peligro y de una pérdida. Es paraíso perdido porque nunca estuvimos en él. Si en un sentido geográfico ha estado inspirado en Mesopotamia y Persia o en la idea de un juicio final o a una salvación, lo cierto es que el paraíso admite lecturas diferentes, pero siempre bajo el auspicio de un peligro circundante, donde no sabemos si llegaremos de nuevo a volver a él. Un paraje mesopotámico y bélico que ahora se llama Irán, Irak o Afganistán. Como dicen en esos lugares, “hasta aquí el vergel, después el desierto de occidente”. También existen paraísos artificiales relacionados con el sueño imaginario del opio, pero en el caso de la serie de dibujos que ha realizado Pepe Medina corresponde a esa destrucción que bien pudiera referirse al estado autofágico y destructivo definitorio del capitalismo, sistema económico que bien pudiera estar en esa práctica legal que siempre bordea lo permitido y que, en consecuencia, tiene mecanismos que permiten que el dinero esté, como se dice, a buen recaudo, sin necesidad de explicar su proveniencia. El dinero oculto en el paraíso fiscal es un sueño propio del capitalismo. Es el lugar donde por la simple razón de no ser residente, podemos evitar el pago de impuestos. Y esto conlleva una extraña aporía: el paraíso está en el extranjero.

En el caso de Paraísos (2010), Pepe Medina proporciona una semiótica para interpretar y leer el estado de la realidad. En primer lugar, a través de una serie de acuarelas donde muestra importantes explosiones en un entorno tropical y veraniego. Un gran hongo quizás atómico que se eleva desde las plácidas playas, en una emergencia humeante que revela su propia destrucción, como una emblemática alegoría del presente. Por otra parte, los paraísos vienen anunciados en los medios de comunicación de masas. No en el sentido desastroso proveniente del tsunami, el terremoto o el incendio que tienen lugar en esos parajes turísticos, sino en un sistema oculto identificable con el flujo de capital y de lenguaje. Aparentemente los dibujos de Pepe Medina reciben su inspiración de la actualidad, pero en la unión de la hoja de periódico como noticia del presente y una suerte de suma emblemática representacional, comparece la actualidad como algo propio del pasado. Sabemos que, puestos en plan heideggeriano, el humo de las fábricas es lo natural y posiblemente, como empezó, el mundo está abocado a otro big-bang.

Pero estos dibujos llevan un anuncio abanderado de cierto corte escéptico, nihilista y destructor, carente de porvenir. En ese sentido, las acuarelas y dibujos de Pepe Medina mantienen una relación con su labor más periodística, pero desplegándose de una manera de algún modo tradicional en forma de dibujo. Se trata de conocer qué ha pasado, qué está ocurriendo y qué va a venir finalmente. Esa caducidad apropiada a lo que se encuentra en un crecimiento incesante es, en su caso, la descripción irónica del estado de la economía global. Una suma de explosiones controladas que probablemente sea una estrategia más para sumirnos en el accidente y en la observación de un desastre social relacionado con los intereses espurios del mercado. Son los ideogramas, casi jeroglíficos, presentados en estos dibujos irónicos a modo de lista elemental de aquello que caracteriza la carrera del armamento, el tiempo desquiciado por el acero y por el petróleo o el dominio bancario general. Una semiótica del paraíso que se transforma en un reconocimiento del periodo extraño en el que tratamos de convivir: una sintomatología. Fue Gilles Deleuze precisamente quien avisaba de la originalidad del capitalismo al no contar con ningún código, considerando la importancia de haber causado la ruina de todas las formaciones sociales: “La formación del capitalismo es el fenómeno más extraño de la historia mundial. Porque el capitalismo es, de cierta manera, la locura en estado puro y al mismo tiempo su contrario. Es la única formación social que supone, para aparecer, el derrumbamiento de todos los códigos precedentes” (Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia)

Pepe Medina muestra en Paraísos este utópico derrumbamiento explosivo del sistema. Porque a través de su código representacional habita, más que una intención provocadora o de carácter denunciante, una extraordinaria ironía entre la promesa de una vida feliz y la presencia de un desastre próximo. En esa codificación mediada por lo paradisíaco o, más incisivamente, por la exposición del derrumbamiento del ideal de perfección del mercado, aparecen los verdaderos lugares donde se esconde, resguarda y reparte el dinero, la plusvalía y el nuevo orden mundial. Un paraíso para los menos que lleva en sí una carga importante de peligro y destrucción que se enfrenta directamente a los propios intereses humanos. Un espacio legítimo para la evasión que también está condenado a una autodestrucción ficticia próxima.

03 diciembre 2010

World is Work




José María Durán

En El Banquete Platón ponía en boca de Diotima las siguientes palabras: “La poesía, como sabes, es algo complejo y múltiple. Toda creación o pasaje del no-ser al ser es poesía o hacer, y los procesos de todo arte son creativos, y los maestros de las artes son todos poetas o hacedores.” Se trata, pues, de la poesía, del significado clásico de la ‘poiesis’ griega, que tiene su origen en el verbo ‘poiein’ el cual hace referencia a la acción productiva del ser humano de la que la actividad artística, en palabras de Giorgio Agamben, sería sólo un ejemplo privilegiado. Si queremos ser justos con el significado original de los términos hablar de poesía en el sentido del ‘poiein’ y la ‘poiesis’ griega significa hablar de producir en general, es decir, ‘pro-ducir’ como Agamben disecciona de una manera muy heideggeriana el término moderno para referirse al griego ‘poiein’. Agamben lo señala de una forma ciertamente poética en la que cita, casi literalmente, el sentido expresado por Platón: ‘pro-ducir’ quiere decir hacer presente. Tanto para Platón como para Aristóteles la actividad ‘poietica’ caracterizaba al ser humano en cuanto ser genérico, donde el lado subjetivo de la actividad (el hacer) más que el objeto producido (‘poiema’) es lo caracterizado. Aunque esta dimensión constitutiva no debería ocultar que ya en la antigüedad clásica con el modo de la ‘poiesis’ se estaba hablando de la realidad del trabajo. Sin embargo, el Platón de la República parecía sentirse incómodo ante la figura de este ‘poeta-hacedor’, el artesano de la ‘polis’ ateniense, que al no formar parte de la estructura económica doméstica (del ‘oikos’) sustentada en el trabajo esclavo bajo el gobierno del ‘señor de la casa’, su actividad suponía una amenaza al orden aristocrático que Platón soñaba para la ‘República’. Aquí, Platón se esmera por lograr un orden social jerarquizado en el que el artesano ‘sólo debe hacer una cosa cada vez’, y ha de estar ocupado diligentemente en su ‘industria’ para abastecer las necesidades de la ‘polis’. Si el tiempo es escaso y las necesidades muchas no deberíamos, piensa Platón, dejar que los artesanos se la pasen filosofando, lo que en el contexto de la división social del trabajo evoca el “zapatero a tus zapatos” que le espetó el pintor Apeles a un zapatero que le había criticado su dibujo de un pie. Es sabido que Platón no tenía en mucha estima a los pintores, esos creadores de meras apariencias, ‘quién sabe con qué fin’, que poco servicio prestan cuando su ‘imitación’ está desprovista de todo conocimiento de la verdad. Platón no parece saber muy bien qué hacer con los pintores en la ‘República’, recela de sus creaciones, los considera impostores, como a los sofistas, y finalmente los expulsa de la ciudad. La libertad que el artista alcanza gracias a esta expulsión parece, en un principio, inmensa. A diferencia del artesano que se encuentra sujeto a la ley productiva de las necesidades que Platón le impone, el artista se apropia de un ámbito en el que gracias a la ‘falsedad’ que comporta su hacer, contrario tanto al principio de utilidad como a la contemplación filosófica de las ideas, invita a reproducir cualquier cosa y a cualquier ser actualizando así continuamente su obra, esto es, la ‘obra’ de arte en cuanto arte. “El artista, al igual que dios, crea; sólo que él no crea el ser sino el mundo de los fenómenos, de las imágenes. Lo que puede hacer, no obstante, es crear imágenes de muchas cosas diferentes, para lo cual, a diferencia del artesano que requiere para la manufactura de un objeto un habilidad exactamente definida, no necesita ninguna competencia técnica especial más allá de la facultad general de crear.” Pero reconozcamos que esto no es más que un subterfugio, por otra parte característico de la ideología de la ‘autonomía’ del arte llevada a sus últimas consecuencias por los defensores del ‘art pour l’art’: la ilusión de creer que para el caso del artista la ‘creación’ no tiene nada que ver con el ‘trabajo’. Ha sido esta escisión entre arte y trabajo el resultado de la libertad ganada con la expulsión de la ‘República’. Parece entonces que es al trabajo a lo que los artistas le dan la espalda en el interior de la caverna platónica. Si el artista ha de querer liberarse de este círculo autoreferencial tendrá, pues, que poder reflexionar su condición ‘poietica’-productiva en otros términos.

Es significativo que el estigma del trabajo le haya perseguido al artista en el curso de su desarrollo histórico como una fantasmagoría que nunca ha sabido reconocer. Incluso podemos hoy constatar la pérdida de valor que ha ido sufriendo el término trabajo que se ha convertido en una palabra incómoda de uso casi exclusivo en las estadísticas de los ministerios de empleo. Se ha declarado su fin, al menos en su forma más tradicional identificada habitualmente con el fordismo (Gorz, Rifkin, Aronowitz), y se le ha inmaterializado (Negri y Hardt) en un intento que viene a constatar la incomodidad con la que uno se enfrenta al término. A finales de los años 60 Herbert Marcuse planteaba que todo trabajo que se desee en libertad, incluida la actividad artística, se ha de expresar socialmente como cooperación fundada en la solidaridad que conduce el ámbito de la necesidad al desarrollo de la libertad. En 1970 Robert Morris haciéndose eco de esta propuesta transformaba el Whitney Museum en una zona de obras llena de obreros instalando bloques de hormigón y vigas de madera en lo que fue un intento de iniciar una efectiva colaboración entre el trabajo del artista y el ámbito ‘real’ de los obreros. Pero, si como hemos visto en relación a las razones esgrimidas por Platón para la expulsión de los artistas de la ‘República’, hemos de convenir que la actividad del artista no puede reintegrarse en la ‘República’ a riesgo de perder su identidad, pues ésta sería inmediatamente transformada en trabajo productivo para el sustento de los filósofos gobernantes, la confusión a la que Morris sometió a los aceros, hormigones y a los obreros quedó plasmada en las fotografías que documentan la instalación de Morris en el Whitney, en las que aparece el propio Morris fumándose un puro como si del mismísimo patrón se tratase. Si queremos hacer explícito el vínculo que une el arte con el trabajo no basta entonces con un gesto más o menos nostálgico de deferencia al trabajo manual del obrero. La relación ha de poderse construir en otra base.

Así pues, si el artista ha de retornar del mundo de los fenómenos en el que Platón lo había relegado, donde la ‘falsedad’ de su propuesta comporta que todo lo puede producir sin ocupar ningún lugar; si, por consiguiente, ha de abandonar el juego de la representación más o menos teatral de un gesto condescendiente con aquellos que se han quedado atrapados en la ‘República’, deberá hacer algo que a Platón no le gustaba, habrá de entrometerse. Hostigando entonces el mundo del trabajo productivo sin re-crearlo, sin confundirse con él a través de la representación, afirmándolo no obstante en la distancia que los separa a través de su ‘obra’ que, sin embargo, no está exenta de las contradicciones propias de la economía política, es posible pensar una forma en la que el artista vuelve a tomar el mundo como trabajo en serio. En este sentido la exposición World is Work [El mundo es trabajo] no busca representar las condiciones de trabajo realmente existentes sino más bien proponer una lectura de índole conceptual, digamos, una alusión, que nos ayude a relacionar el trabajo realmente existente con la práctica artística y, al mismo tiempo, a reconocer que es a través de esta mirada hacia el trabajo que la obra del artista se reivindica como trabajo.

Agradecimientos: En primer lugar quisiera agradecer a todos los artistas por haber cedido sus obras desinteresadamente para esta exposición. Este es un esfuerzo que hay que saber reconocer. A Martin Kwade por haber cedido el espacio. A Cynthia Viera porque sin su inestimable ayuda no me hubiera sido posible superar el infranqueable mundo de la burocracia y el papeleo, y a Cristina Anglada que siempre ha estado dispuesta a echar una mano. A Robert Meek que le ha echado un vistazo a la versión inglesa y a Pablo San José por el diseño del catálogo. A xxxx y xxxx de la embajada española en Berlín por su disponibilidad.


Estar trabajando o, mejor dicho, seguir trabajando es lo que Ignacio Uriarte (Krefeld, Alemania, 1972) parece hacer cuando afirma seguir los pasos de su experiencia de empleado administrativo partiendo de situaciones rutinarias en cuyos intersticios se observan momentos estéticos, por ejemplo cuando Uriarte hace referencia al minúsculo acto escultórico de doblar una hoja antes de meterla en el sobre. Como el movimiento de la mano al rellenar casillas de papel cuadriculado en “Orientation”, algo que para la racionalidad capitalista sólo puede ser un residuo frente a la rentabilidad del trabajo productivo. Este aspecto de lo rutinario y a la vez estético de las tareas está ingeniosamente captado en el vídeo “Infinity”, un loop infinito que “pretende convertir el símbolo escrito en infinito de verdad” en lo que supone, como el propio Uriarte reconoce, una reescenificación del mito de Sísifo.

Octavi Comeron (Mataró, 1965) lleva trabajando desde hace tiempo sobre la relación que existe entre la práctica artística y las formas de la economía productiva. En esta reflexión se conjugan modos de representación a la manera de “pequeños sistemas” que se disponen en capas diversas, como el propio Comeron lo denomina. Es decir, Comeron se plantea muy en serio este nivel de la representación desnuda que llega a convertirse en un homenaje militante. En “Blue-collar Suit No.2” Comeron reflexiona sobre la identidad y el régimen de visibilidad del trabajo obrero en el orden contemporáneo, una reflexión que también ha sido el objeto de su ensayo “Arte y Postfordismo. Notas desde la fábrica transparente” (2007), y que supone una lectura para nada inocente a través de la que Comeron problematiza el propio espacio expositivo como lugar de trabajo. Comeron no imita ni reproduce exactamente el mundo del ‘blue-collar’, sino que produce su visibilidad.

Cuando uno se encuentra con PSJM (Pablo San José, Mieres, 1969 y Cynthia Viera, Las Palmas, 1973) no sabe muy bien si se está ante artistas o un equipo de creativos publicitario. PSJM se comporta como una marca comercial, dice, orientando de esta manera su trabajo creativo según los flujos dominantes de la acumulación flexible, la producción sígnica y el capitalismo cognitivo. Con “Marketing experimental” PSJM hace visible esta estrategia de trabajo ¿artístico?, ¿empresarial?, ¿ambas cosas a la vez? Su ‘boutade’ es, sin embargo, profunda. Nos lleva al cinismo clásico, en el que de lo que se trata es de “llevar a sus últimas consecuencias las leyes que dirigen lo establecido para de este modo poner de relevancia lo absurdo de sus presupuestos”, nos avisa PSJM. Esta es una postura arriesgada por el modo cómo PSJM lleva al extremo una estrategia en la que el propio artista como productor capitalista de valor y la obra de arte como mercancía fetiche aparecen en escena de forma semejante al famoso emperador del cuento de Hans Christian Andersen: saludan arrogantes sin saberse desnudos y enfrentados al ridículo popular.

Santiago Sierra (Madrid, 1966) es un artista que no necesita presentación. Su continua confrontación con la idea del trabajo es bien conocida. Sierra documenta en “Intento de construcción de 4 cubos de arena de 100 cm de lado” una auténtica reductio ad absurdum en la que el artista ha organizado el trabajo de una manera que el propio proceso de llevarlo a cabo sólo puede ser la negación de su premisa o la constatación de su imposibilidad. Aunque no es el trabajo absurdo lo que debería provocar nuestra sonrisa irónica. Es la forma cómo Santiago Sierra organiza estas tareas enormes y ridículas a un tiempo la auténtica ironía que nos ha de llevar al desconcierto.