27 mayo 2010

RUBÉN SANTIAGO. APUNTES SOBRE EL CAPITAL PARASITARIO



Del parásito capital. La aparición de parásitos en nuestro cuerpo suele causar la pérdida del equilibrio homeostático. Es el caso de la aparición de la pediculosis, tradicionalmente ligada a la higiene y al contagio contaminante, donde nuestras cabezas han padecido e incorporado esa extraña picazón que en realidad no es más que una invasión de insectos vampíricos. Conviene recordar que la pftiriasis, conocida como el mal de los piojos, ha estado ligada no sólo a la filosofía, sino a la poesía, desde sus inicios. Es el caso de Homero de quien se ha venido repitiendo tradicionalmente, pero sin ninguna prueba concluyente, su extrañeza ante unos jóvenes que están despiojándose en unas rocas y le contestan con cierta lasitud: “Lo que hemos agarrado lo hemos dejado, lo que no hemos agarrado lo traemos”. Grosso modo, cabe relacionar la aparición de los parásitos en el cabello a un castigo divino proveniente de la herejía y, más allá, a la invocación frente a los dioses de los que se consideraban enemigos de la religión. Es el caso de Herodes que murió de este extraño mal considerado como una de las muertes más feroces, cuando el cuerpo se ve sumido en la extrañeza de ser el espacio donde un insecto encuentra el hábitat apropiado para la supervivencia. El asunto para los antiguos tenía por otro lado un aspecto intimista ya que se consideraba que esta enfermedad estaba vinculada, no tanto a una contaminación o contagio del exterior, sino a una súbita aparición proveniente del propio cuerpo. William Burroughs dejó constancia de la actividad fantasmática del prurito en relación al poder del estado en el individuo en aquellos relatos que formaban parte de El almuerzo desnudo, cuando el control real del escritor se encontraba inicialmente relacionado con el contagio propio de unos insectos voraces y veloces que comían con lentitud el cuerpo extrañado, perdido y drogado. En esa experiencia de la alteridad del equilibrio, la aparición de estos insectos voraces constituye la prueba de que en nuestro cuerpo no estamos solos, sino acompañados, simplemente configurando un sistema autofágico donde se mezcla la sangre al alimento, cultivando la manera de crecer y multiplicarse exponencialmente, sin respetar la jerarquía económica basada en la pulcra higiene. Ya afirmaba Ferécides, maestro de Pitágoras, quien supuestamente murió de este extraño mal purulento, que era una invasión que brotaba del interior del cuerpo: “Mi piel cuenta su propia historia”. En esa dirección, hay que señalar también dos hechos propios de este extraño mal invasivo. En primer lugar, la referencia a la muerte causada por el mal de los piojos se acompaña de la conversión del cuerpo en una contingente masa formada por los restos de piel y huesos, a lo que hay que añadir una destrucción que atañe a cualquiera, sin discriminaciones positivas. Como recientemente se ha descubierto entre unos documentos encontrados en Évora (Portugal) pertenecientes a Quevedo, el escritor poetizaba: “Piojos cría el cabello más dorado”.

De la corrupción del dinero. En ese sentido, resulta que en griego la palabra que se refiere a la liendre es phtheir (piojo) y casualmente, para referirse a la destrucción de las plantas, a lo marchitado, tanto como a lo depravado, se utiliza el vocablo phtherio. Porque la propia palabra piojo proviene de la pus, ese absceso formado por los restos que haya dejado lo muerto al ser asimilado como alimento. Hoy sabemos que fueron utilizados por la medicina experimental para el desarrollo de vacunas contra el tifus. El problema es que la sangre utilizada pertenecía a aquellos judíos que padecían la muerte y persecución en los campos de concentración. Así que a pesar de que durante el siglo XIX se negara insistentemente la existencia de tal enfermedad, se puede afirmar que la aparición de estos insectos está directamente relacionada con una destructiva imposición de lo corrupto que subyace en los mecanismos coercitivos del poder. Y, en cualquier caso, la aparición del parásito se debe relacionar con un proceso metafórico y simbólico que puede ser tanto de orden político como biológico, una cuestión de simple economía de medios. Porque la primera ilustración descriptiva del piojo corresponde a la aparecida en la Micrographia de Robert Hooke, publicada en 1665 en Londres por el conocido científico enfrentado a Isaac Newton, quien daría un paso importante desde la formulación de la ley de gravitación universal a la configuración de un sistema de moneda capaz de evitar las falsificaciones. El problema entonces deviene de una manera extraña, uniéndose la presencia de los piojos a los sistemas monetarios que rigen la actualidad capitalista. Dejaremos caer que en esa capitalidad lo que se esconde es la pediculosis, andar de cabeza. El capital sufre el incremento de agentes exteriores destinados a fagocitar un sistema aparentemente claro e higiénico, constatando que la crisis es propiamente efecto del marchitamiento paulatino, esto es, de la pérdida de liquidez. Si Newton levantara la cabeza, vería cómo se han modificado sustancialmente los valores atribuidos al dinero, convertido no ya en moneda, sino en plástico. Más certeramente, un soporte magnético para recordar un número asociado a nuestra propia cuenta corriente, la tarjeta de crédito. Así, Newton tuvo que vérselas con un problema aparentemente simbólico porque la moneda no era exactamente imaginaria, sino que estaba asociada a la materia de la que estaba compuesta. Y los falsificadores iban limando las monedas con la intención de aprovechar las literales cualidades materiales del dinero. Si en la actualidad sabemos que la pérdida de la tarjeta suele estar vinculada al robo, bien por parte de las comisiones o bien por la coerción del asaltante urbanita, este factor de extrañamiento forzoso debe ser comparable a la infección nihilista efectiva en el capitalismo y a sus pérdidas. A pesar de todo, se desmagnetiza de la manera más extraña. Porque precisamente aquello que los griegos llamaban piojo, en inglés se traduce como louse, algo echado a perder, haciendo referencia a aquello que se ha perdido. Si bien la moneda era un símbolo y el symbolein una moneda, aquello que se compartía en un hogar cuando aparecía un huésped y que era la unión exacta de una moneda partida, en la actualidad el factor económico se ha convertido en una simple tarjeta de crédito. Seguramente, el valor material no coincida con el valor simbólico, pero eso es algo ya tradicional en la historia económica de la burguesía desde el Medioevo, la consideración de la propiedad en relación al robo. Entonces, las tarjetas de crédito son tarjetas poseedoras de un valor numérico contable, pero en una exposición de arte contemporáneo actual cobran, como la liendre, un nuevo valor artístico, económico y simbólico.

El delito y el crédito. En la trayectoria de Rubén Santiago ha confluido este interés por conciliar los valores simbólicos a los sistemas de poder, mediante la presentación múltiple de acciones, instalaciones y videos realizados con una intención deconstructora. Así, ha procedido a desmontar aquellos ejes centrales del capitalismo como la propia casa (Tirar la casa por la ventana, 2005), ha mostrado cuerpos de animales encontrados en la calle convertidos en objetos de arte aparentemente lujosos (Corpses boxes I-II, 2008), ha mejorado notablemente los aseos públicos para aquellos que viven en la calle (Turning a public toilet into a spa, 2007) o ha procedido a desmontar escrupulosamente un baño de tren durante un largo viaje entre Galicia y Cataluña (Shangai Express, 2006). El propio artista ha señalado también la relación que mantienen a través del arte procesos como la memoria del tiempo y el azar, añadiendo el interés por ese mal de archivo convertido en archivo malicioso, configurado a partir de aquellos documentos de identidad -como los pasaportes u otros- encontrados en el vagabundaje urbano (ID, 2003) Seguramente esta capacidad recopilatoria de Rubén Santiago esté relacionada con el aspecto material de la obra de arte. Bien en forma de ceniza, como cuerpo de animales descompuestos en la calle, como documento convertido en obra gráfica, en su trabajo podemos subrayar la importancia de establecer nuevas correspondencias en la definición de la obra de arte, a través del valor energético de materiales en descomposición o, ya literalmente, mostrando cómo puede afectar el fuego procedente del fósforo, tan necesario para el correcto uso de nuestra inteligencia, a la aplicación simbólica de la acción artística. Hecho verificable en esta propuesta de acción fagocitadora, dando de comer a los parásitos y presentando una importante colección de tarjetas de crédito robadas o encontradas. Un aspecto delictivo de la obra de Rubén Santiago, no tanto por una supuesta ilegalidad, sino por su significado literal, que nos trae lo abandonado, subrayando que precisamente si es obra de arte no hay delito, porque hoy por hoy, pensar aún no es delito. La tarjeta de crédito robada y encontrada en la calle se transforma misteriosamente en otra cosa desvinculada de su valor simbólico, porque la propia tarjeta es un simple soporte de lectura de un número asociado a nuestra cuenta corriente. Esta metafórica presencia del parásito puede ligarse entonces con gran efectividad a la ausencia propia del crédito, cuando lo único que subyace en nuestra cabeza es encontrar la alimentación del capital. En el caso de Rubén Santiago, desplazando las nociones de propiedad y uso de la obra de arte como parte integral de un archivo social, hacia un espacio simbólico más poderoso identificable con las garantías que ofrecen los sistemas económicos en una supervivencia fagocitadora estética. Tarjetas de crédito que a pesar de todo no pueden considerarse como un robo, de la misma manera que alimentar con la propia sangre a unos insectos pueda ser la recuperación de un estadio metafórico que no esté en dependencia de tópicos relacionados con dar soluciones políticas, económicas o sociales a la pobreza, la desigualdad o la injusticia, sino a transformar algunos restos de esa pérdida de contenido en algo tan efectivo como una obra de arte donde se entrecruza la acción y lo biológico a la acreditación del capital como sistema de control social: una contaminación magnética.