27 enero 2008

El almuerzo desnudo: unos apuntes sobre la adicción del intelectual ante el cine y su literatura


No, amigos míos, no leáis a Brillat–Savarin
CHARLES BAUDELAIRE

Camellos del mundo entero,
Hay una lacra a la que no podéis vencer:
La marca interior…
WILLIAM BURROUGHS

Es cierto que el cine es el arte del siglo XX y que sus orígenes han sido situados en la antigua Babilonia, el Egipto faraónico o en la caverna platónica. Lo que sorprende es que su carácter adictivo, en el sentido de situarnos en una interzona donde nos asentamos para conocer lo que significa la realidad y la ficción, nos conduce a una consideración del arte cinematográfico desde la punción y la literatura. La vinculación entre el cine y la escritura, en relación a la adicción a sustancias que nos llevan a distintos estados de conocimiento, ha sido, desde sus primeros intentos experimentales, cosa del dadaísmo picabiano, quien ya vinculaba irónicamente la posibilidad de acceder al cine como los mexicanos fumando marihuana, instalados frente a una pared blanca, esperando ver las andanzas de los personajes imaginarios que se iban apareciendo. Son cuestiones de operador, brazo y alucinación: es la adicción estética/ ascética que nos sitúa en el desierto real del tedio. En este sentido, el adicto deviene icono cultural, social e intelectual. Y personaje cinematográfico. Es Frankie Machine –protagonizado por Frank Sinatra- en El hombre del brazo de oro (Otto Preminger), buscando desesperadamente otra desintoxicación, mientras la realidad le conduce constantemente hacia la heroína. O Peter Weller en El almuerzo desnudo (David Cronenberg), mostrando el nomadismo que constituye al adicto, sin mitologizar placenteramente acerca del vicio.

Al hacer ajeno su cuerpo, el adicto deviene asceta de sí mismo. Persigue la unificación del flujo deleuzianamente, es un expulsado de sí. La experiencia que le lleva a acudir a lugares como el suicidio, la melancolía o la destrucción, son síntomas que siempre han perseguido al autor que se enfrenta a un pensamiento contradictorio e iconoclasta. Por eso, la dependencia del opio de Thomas de Quincey o la adicción a la cocaína de un poeta como Georg Trakl condicionan su sentido de la realidad y poco tienen que ver con el naufragio encontrado en el placer de un paraíso irreal, ya sea artificial, alegórico o imaginario. Es un carácter propio al adicto afrontar su ruina con la fascinación dominical de la saturación cinemática: fin de fiesta, fin de jornada, fin de semana. Entonces, se vuelve a consumir la cultura, persiguiendo algún ideal nebuloso, como el goce, el recuerdo o el olvido. Baudelaire señalaba que la mixtura de estos tres elementos era lo pretendido por el bebedor. No hace falta señalar su lugar intelectual, su querencia a la retórica romana y al satanismo romántico, a pesar de que su revolución en la poesía contemporánea pueda rastrearse en Jean Paul a través de Allan Poe, otro ebrio defensor de la filosofía y la composición. Porque la adicción es una adhesión, nos compone y descompone. Se trata de comprender que esa entrega no es más que el vicio considerado como una de las bellas artes: el asesinato de la belleza para conseguir la infinitud. Un caso de adicción a la iconoclastia como promete un nihilismo activo basado en el encuentro feliz del sueño y la realidad, sabiendo –escribe Baudelaire en Los paraísos artificiales- que la fatalidad ha conducido a obtener placer del tedio y terror de la belleza: se trata de considerar el prototipo de adicto/ asceta/ esteta partiendo del deseo de conocer el veneno. Como afirma en sus disquisiciones sobre de Quincey, “en esa época el opiófago era todavía feliz”. La ironía de Baudelaire sobre la concepción del gusto de Brillat-Savarin, habla de ese poner al desnudo un almuerzo. El adicto se dice de muchas maneras, desde la ética a la estética, desde el cine a la literatura. Porque se trata de llegar a la vinculación de la felicidad, el aburrimiento, la decisión y la libertad, bajo acciones relacionadas con el vicio. Se trata de no llegar a perder el apetito.

Aunque no se pueda relativizar con facilidad, el vicio va acompañado de virtud. Quiere decir que realmente el vicioso como adicto posee los conocimientos y experiencias que su libertad le ha otorgado. Se trata, situándonos en un aristotélico sentido de la mesura, de considerar que hay adicciones que no son necesariamente reprobables por sí mismas. Sería el caso de aquellos espacios que son promesa de ingenua satisfacción, donde la esperanza de bondad es presencia de un mal que nos compensa. Es La Rochefoucauld quien mejor ha señalado la hipocresía y el interés que abunda en un tiempo donde la polaridad entre lo bueno y lo malo, el disfraz que adopta el vicio frente a la virtud, se confirman en la simulación de una sociedad donde el adicto deviene parásito, insecto, metamorfosis del individuo en la analogía kafkiana. En cualquier caso, como recuerda Bataille, otro amante del éxtasis y la embriaguez, Teresa de Jesús, en su adicción al amor divino, ya comparaba simbólicamente al alma interior y sus cicatrices con una bodega donde dar lugar a esa desnudez del adicto. Y, como en el almuerzo desnudo de la drogadicción, deviene agente exterminador del sueño y de la vida. El adicto que intelectualiza el cine y la literatura en un espacio liminar es ya otra cosa. Ese banquete corresponde a un gobierno del propio cuerpo, pero esa adicción no disimula su presencia porque deviene en la misma soledad del aburrimiento: “¿Cómo no vamos a presentir al final –escribe Bataille- que no podemos embriagarnos y a la vez tener conciencia de la embriaguez? Así, sólo encontraríamos lo que buscábamos para saber que lo hemos perdido para siempre…”

En este sentido, el intelectual es un adicto más preocupado por el sueño que por la apariencia de la realidad. Es un caso de poeta procastinado, perezoso, mas no pusilánime porque hace falta conciencia para dejar el dominio de la voluntad a merced de la autonomía propia del exceso. Al final, no conviene ligar la idea de adicto con la de materialista ya que es, precisamente, un idealista inverso. Su conciencia del equilibrio le conduce a una exploración del polvo, una experiencia que debe separarse de su canto luminoso y místico. La adicción es una condena y una expulsión. Es la marca interior a la que se refiere Burroughs, el territorio por el cual se estría el deseo y el arrebato, la conciencia de poseer un remedio más dañino que la enfermedad. Un paraíso nunca recobrado, como ha mostrado, en su labor de punción cinematográfica, Iván Zulueta. Como enseña por otra parte Godard en Historie(s) du cinema, el adicto es un exterminador de la imagen, un confabulador que trata de alcanzar la experiencia de la escritura en la construcción de la imagen. Un caso de dandismo literario, intelectual y estético. El adicto posee esa marca interior, la imposible unión a lo que se adhiere, a pesar de su fruición intelectual: “Puede decirse –escribe La Rochefoucauld- que los vicios nos esperan, durante la vida, como si fueran nuestros anfitriones, en cuyas casas tuviéramos que ir alojándonos sucesivamente; y dudo mucho que la experiencia nos ayudara a evitarlos, si nos fuera permitido hacer el mismo camino dos veces”. Es el caso de un almuerzo al desnudo donde el banquete intelectual deviene toma de conciencia ante las intoxicaciones secretas, en la imagen del cine transformado en escritura.

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