Después de treinta años de democracia en España conviene dirigirse hacia lo que se puede denominar como generación del desencanto para entender que, de alguna manera, la influencia que ha tenido la estética sobre la sociedad de nuestro tiempo no deja de ser una tarea utópica y, precisamente, buscar su espacio en ella es una tarea siempre por hacer. Si atendemos a lo que ha sido la transición del tardofranquismo hacia la democracia, veremos que realmente el año mil novecientos setenta y cinco es importante por distintas razones, bien sea por la alegría tras la muerte de Franco o porque aquel caduco sistema político, económico y cultural se iba viniendo abajo.
Si en el mundo había un recrudecimiento de la guerra fría, en España el dictador había firmado once penas de muerte –de las cuales se cumplieron cinco a miembros de ETA y del FRAP-, en Europa se retiraron los embajadores y, además, llegaba la independencia del Sahara. Todo este confuso panorama político internacional se ve reflejado en una bajada importante del invento del turismo en España. Y dos días después de la muerte de Franco, con Juan Carlos I se vuelve a instaurar la monarquía. También es cierto que es el año de El desencanto, documental metafórico conocido por ser el reflejo de la decadencia de un régimen en el que se retrata el final de una familia cuya figura sobresaliente fue el laureado poeta Leopoldo Panero -quien era además responsable del Instituto Hispánico-, encargado de las diversas actividades culturales que el franquismo trataba de mantener como enseña de una educación cuyo centro era la tradición, la religión y la propia familia, aquello que Vicente Aguilera Cerni denominaba el enfrentamiento al mundo de papá por parte de sus hijos[1]. En ese año el mundo no era como uno imaginaba y toda esa alegría ciertamente ingenua y juvenil acabaría por terminar trágicamente. Además, se cumplían cien años del nacimiento de Rilke y de Antonio Machado.
¿Qué tienen que ver estos hechos con el estado de la estética en España en aquel tiempo? Si bien es cierto que políticamente no estábamos en la situación de los años de posguerra ni en los cincuenta ni en los sesenta, es patente que el franquismo ya se encargaba de dificultar la expansión de lo que se denominaba la industria cultural[2]. ¿Cuáles serían los principales lugares donde el intelectual tendría que actuar? ¿Qué relación había entre lo que se llamó la alta y la baja cultura y una sociedad española que definitivamente dejaba cuarenta años de dictadura para volver a madurar en democracia? Y, por extensión, ¿qué lugar tiene el intelectual esteta en la sociedad actual? ¿Optar por un arte de museos, colecciones o galerías, es decir, de minorías, o bien dirigirse a un arte popular que todos alcancen? Si Aguilera Cerni consideraba que la necesidad de la crítica de arte estaba vinculada a esta incómoda distinción de lo minoritario y lo popular, cuando ambas pertenecen a la misma sociedad[3], la valoración de Gaya Nuño es sorprendentemente optimista en relación a la importancia que la crítica de arte española poseía en mil novecientos setenta y cinco[4]. La posición de Valeriano Bozal, partiendo de un marxismo realista –realismo[5] era una palabra habitual en aquellos años[6]- declaraba que el papel del intelectual tenía un sentido directamente relacionado con la organización de la cultura y su ascendente social: “Ya es posible hablar de un intelectual colectivo como una realidad concreta, no como metáfora”[7]. Se trataba de apostar por un pensamiento que iba a enfrentarse radicalmente con aquel poder sustentado en la censura y en la política represiva que, desde una perspectiva fuertemente ideológica, iba a llevar a lo que podría denominarse la modernización de un país demasiado gris que pretendía alcanzar un status democrático. Para Bozal, las principales dificultades que tenía la industria cultural española desde los años sesenta estaban determinadas por el control de la censura, la enseñanza y el proyecto educativo, una política fuertemente restrictiva y represiva que seguía mostrando que lo político dominaba en buena parte el entramado cultural, hecho que en relación al arte español deviene constante histórica. Si había algún espacio para la aparente apertura democrática española era el hecho de que Franco y sus responsables ya habían tratado el problema atajándolo directamente durante los años cincuenta y sesenta, así fue el caso de las Bienales de Alejandría, São Paulo y Venecia, donde se mostró el trabajo de algunos artistas españoles para mostrar al exterior su carácter aperturista, entre los que se contaban Antonio Saura, Manuel Millares, Rafael Canogar, Juan Genovés o Darío Villalba -con independencia de sus posteriores decisiones contrarias al régimen-, hasta Antoni Tàpies, quien en mil novecientos setenta y tres publicaba un curioso libro titulado El arte contra la estética[8] –mostrando por otra parte una confusión conceptual importante- donde afirmaba que las ideas cercanas al arte social, político, conceptual o de participación debían mostrar una ideología práctica[9]. Ya sabemos que el enfrentamiento con el Grup de Treball no tendría gran trascendencia, al final unos y otros terminarían por no cumplir sus compromisos de una manera rotunda salvo en casos aislados, cuando se preocupaban más de la influencia del arte en la sociedad que de su propia conceptualización. Simón Marchán Fiz ya había publicado en 1974 Del arte objetual al arte de concepto, considerando que el arte conceptual hispánico se caracterizaba por dos aspectos: era crítico con la vertiente anglosajona porque pretendía transformar una sociedad específica donde el arte tenía una intención transformadora[10] y, en segundo término, su relevancia estaba en que había tratado de cuestionar el mercado del arte y el objeto artístico tradicional, pero no aclaraban su posición frente a una estética en situación crítica -en analogía al arte-, aún valorativa y con pretendida vocación por la objetividad ya que los artistas conceptuales no van a tardar en entrar en un espacio normalizado, es decir, vinculado a una sociedad que consume imágenes sin darse cuenta del hecho mortal del arte[11]. A partir de los años sesenta y setenta a nadie le extrañaba que los objetos tradicionalmente artísticos se transformaran en acciones poéticas o musicales (Encuentros de Pamplona), en intervenciones en espacios (el conceptual en Banyoles) o que se acudiera al arte povera olvidando en principio el carácter objetual y mercantil de la obra de arte, pero sabemos que la sociedad técnica es capaz de asimilar cualquier cosa. Mientras la estética no adoptara una posición autocrítica poca relación ideológica tendrá no sólo en los museos sino en la propia vida de una sociedad menos represiva[12].
Es importante subrayar que el estado de la estética en aquel año se vio inmerso, más que en los títulos aparecidos en los inicios de los años setenta, por ejemplo, la concesión en este año del Premio Anagrama de Ensayo a El artista y la ciudad de Eugenio Trías, en la situación que se vivió en los preparativos para la vuelta a la democracia y a la participación española en la XXXVII Bienal de Venecia (1976), cuestión que nos llevaría a hablar de la revisión historiográfica del arte español oficial, extrañas detenciones como la que sufriría Eduardo Arroyo como representante de la muestra veneciana y la aparición de nuevas propuestas artísticas que no correspondían a lo que Juan Antonio Aguirre denominó Nueva Generación[13] como reacción al arte informalista, a pesar de que se hubiera anunciado en sucesivas ocasiones su muerte ya a principios de los años sesenta. Queremos decir que en aquellos momentos de transición no podemos escabullir la dependencia política del arte, bien como resultado de la ideología enfrentada al régimen franquista por parte de la izquierda española, bien como cultura manejada desde las instancias del poder oficial. Lo que ocurriría es que la Bienal del año 76 iba a convertirse en una revisión del arte español de los cuarenta años de dictadura y también iba a mostrar las nuevas tendencias conceptuales más politizadas que serían apartadas por el triunfo de la nueva figuración, menos preocupada por el aspecto crítico de la sociedad y por la adecuación de las propuestas estéticas aparecidas en el extranjero, esa palabra tan española. Francisco Calvo Serraller consideró con frialdad la reacción conceptual española en relación a las propuestas que internacionalmente se afirmaban. Su visión de los años setenta en España tiende a señalar que fue una etapa de introspección y de purga, en términos ciertamente raros: un paréntesis[14]. Sorprendente porque no consideramos que se deba hacer del año mil novecientos setenta y cinco un momento de incertidumbre estética, más cuando las propuestas que se afianzaban en los setenta provenían de artistas cuyos trabajos ya tenían una década y en algunos casos dos, es el caso de Luis Gordillo. Lo que sí estaba en juego era continuar con una práctica artística que los conceptuales consideraban superada y optar por la utópica idea de romper con la mercantilización de sus productos. Si bien es cierto que la figuración no fue sólo un caso español sino que correspondía a lo que estaba ocurriendo en el resto de Europa, la valoración de Calvo Serraller señala la importancia de la influencia de Gordillo y Juan Antonio Aguirre, hecho que debiera matizarse. También es cierto que tan apartados no estaban los artistas españoles como puede determinar la influencia de Dalí, Miró, Tápies, Chillida o el informalismo hispánico durante los años cincuenta[15]. Precisamente en esa nueva pintura figurativa habita una conceptualización que había terminado con aquella barrera entre la abstracción y la figuración. Al final, la derivación pop española no tendría tampoco una influencia tan relevante porque correspondía históricamente a la década de los años sesenta y porque estaba estrechamente vinculada a la mercantilización del arte y el auge capitalista, hechos que llevaban al rechazo de las propuestas conceptuales que ya habían aparecido en España gracias a grupos como zaj donde, en buena medida, se había conectado con la vanguardia italiana o norteamericana o en el caso del trabajo de Antoni Abad, Alberto Corazón, Nacho Criado, Antoni Muntadas, Francesc Torres, Isidoro Valcárcel Medina u otros que, fuera del ámbito pictórico, desde la renovación de la poesía o la música habían construido en España nuevas tendencias estéticas. Queremos decir que la historia nos hace creer que lo valioso había sido la incipiente propuesta figurativa madrileña y que las incursiones en un arte menos tradicional habían tendido a ser menores, pero lo que se puede constatar es que estas propuestas, en mayor grado catalanistas, tenían intenciones políticas y sociales, no hay que obviar que en aquellos años Barcelona era una ciudad más abierta a este tipo de incursiones: “Sabías, lector, que el catálogo de la novena Bienal de París (1975) tiene dos páginas en blanco y que corresponden a la participación del Grup de Treball?”[16].
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[1] “El alumnado debía ser pasivo, dócil, receptivo. Pero, al mismo tiempo, quisieron incrementar la cantidad de los instruidos, de los educados, de los enseñados. Las principales consecuencias de esta ideología han sido: el espectacular incremento de la población universitaria, su densa concentración en los núcleos docentes, su creciente antipatía hacia los sistemas de enseñanza envejecidos, la despersonalización del alumnado, la imposibilidad de intervención de los discípulos en el sistema educativo, así como la protesta por tener que soportar a perpetuidad las anticuadas rutinas ideológicas y pedagógicas de la mayor parte de los profesores”, AGUILERA CERNI, Vicente, “La insurrección estudiantil, el arte y otras cosas”, Textos, pretextos y notas. Escritos escogidos 1953-1987, t. I, p. 156.
[2] “Ya no sucedía como en los años cincuenta cuando buena parte de la actividad intelectual marxista discurría a través de la crítica artística, cinematográfica y literaria. Ahora se ampliaba el espectro y esa actividad intelectual se ha convertido en elemento básico de los campos más notables de nuestro pensamiento y nuestra cultura”, BOZAL, Valeriano, El intelectual colectivo y el pueblo, Comunicación, Madrid, 1976.
[3] AGUILERA CERNI, Vicente, “Arte y popularidad: sobre el comportamiento del arte contemporáneo”, op. cit., pp. 161-169.
[4] “Y, en definitiva, a la hora de poner en la balanza los bienes y los males de la crítica española de arte en la hora presente, año de 1975, nadie podrá dudar de que está viviendo su mejor etapa, en cualquier de sus muchos aspectos. Los que, a su vez, componen, se acepte o no, un gran género literario. Lo realizado en este siglo por todos cuantos han escrito acerca de estética, o de arte, ya sea historiándolo, ya comentándolo, no cabe en ningún adjetivo, por encarecedor que pretendiera ser”, GAYA NUÑO, Juan Antonio, Historia de la crítica de arte en España, Ibérico Europea de Ediciones, Bilbao, 1975, p. 328.
[5] DÍAZ SÁNCHEZ, Julián, “Realismos, un campo minado”, Perfiles de la crítica (1951-1976), La crítica de arte en España (1939-1976), Istmo, Madrid, 2004, p. 45.
[6] “Desde el momento en que un periodo histórico es determinado por factores de tipo económico, cultural, político y social […] desde el momento en que la obra de arte es un producto cultural que, como tal, debe responder a su momento histórico […] Para alcanzar este empeño parece necesario un realismo contemporáneo estrechamente unido a los factores de transformación de nuestra sociedad”, EQUIPO REALIDAD, “Manifiesto” (1967), en La postguerra. Documentos y testimonios II, recop. Vicente Aguilera Cerni, Ministerio de Educación y Ciencia, 1975, p. 169.
[7] BOZAL, Valeriano, El intelectual colectivo y el pueblo, Comunicación, Madrid, 1976, p. 15.
[8] Sorprenden las afirmaciones recientes del propio Tàpies en El País Semanal (noviembre 2004) donde, con motivo de la inauguración de su última exposición en el MNCARS, afirma que los críticos de arte que más le gustan son sus amigos.
[9] “La idea de participación, sin ningún género de dudas, ha de parecer fundamental a todo espíritu democrático con inquietudes socializantes. Y por esto no es extraño que en arte esta idea haya resultado muy atractiva para quienes precisamente quieren hacer apostolado –con tanta razón- en los lugares opuestos a este espíritu. Pero a veces se olvida que la participación, cuando se la emplea sólo formalmente y sin contenido alguno, corre el peligro de cambiar de sentido y convertirse en lo que se llama colaboracionismo. Porque en esto pasa como en todo. Sin unos principios válidos que la justifiquen, sin una correcta base ideológica, tanto en arte como en política o en lo que se quiera, la participación no es ninguna garantía de bondad. Puede ser también una farsa, por desgracia no sólo inútil, sino contraproducente”, TÀPIES, Antoni, “La participación en el arte”, El arte contra la estética, Planeta-De Agostini, 1986, p. 88.
[10] “En este sentido el arte conceptual ha tomado contacto inesperadamente con el fantasma del realismo y con los problemas de la lucha ideológica de clases, de la lucha en general, y está traicionando las posiciones puristas de los diversos conceptualistas en el sentido estricto y originario”, MARCHÁN FIZ, Simón, Qüestions d’Art, nº 28, en La postguerra. Documentos y testimonios, op. cit., pp. 125-127.
[11] “El hecho de que el arte no esté ya en lugares distintos ni parezca apelar a una sensibilidad estética específica pudo hacer creer a quienes no distinguieron nunca la residencia de la función (el museo de arte, digamos) que la tarea específica del arte se había disuelto en la rutina de la actividad o la producción cotidiana. Pero si el arte debe estar hoy en la industria, la moda o la revolución, es precisamente porque es allí donde su función es más necesaria: la función de apuntar a lo posible más allá de lo real; de indicar, más allá de lo perceptible, lo imaginable. Y esta función no sólo es distinta sino frontalmente opuesta a la tendencia autoperpetuante de las instituciones sociales y culturales que pretenden controlar aquellas actividades”, RUBERT DE VENTÓS, Xavier, La estética y sus herejías, Anagrama, Madrid, 1973, p. 32.
[12] “En un mundo cuyas pompas y obras hemos tendido entonces a denunciar como una realidad infectada a la que bastaba acercarse para quedar contaminado, y frente a la que debía anunciarse, no ya una nueva política, sino una nueva vida estético-erótica, una nueva sociedad no-represiva, una nueva cultura no mercantilizada, una nueva estética que transformara las relaciones interpersonales y los usos sociales”, RUBERT DE VENTÓS, Xavier, ibidem, p. 392.
[13] “Las razones de Nueva Generación, explicó Aguirre en 1990, estriban en una reacción frente al informalismo, también frente a los realismos políticos; tan larga que, todavía en 1980, Juan Manuel Bonet, Francisco Rivas y Ángel González, el poderoso trío de críticos, la conducirían hacia un discurso radicalmente antipolítico, con la consiguiente indignación de quienes, como Valeriano Bozal y Tomás Llorens habían defendido otras opciones”, DÍAZ SÁNCHEZ, Julián, op. cit., p. 103.
[14] “Así, sin duda, hay que definir la situación del panorama artístico internacional durante los setenta, cuya vanguardia, en su apertura y maximalismo extremos, pareció tocar el fondo de la insignificancia, pues ya no era sino mera reducción formal del lenguaje a simples estructuras, el minimalismo, o, todavía más allá, una estrategia mental de sugerencias abstractas, el conceptualismo; en definitiva: una denuncia avergonzada de que el arte aún se permitiese seguir siendo tal. Años, pues, de meditación y penitencia. En España, no obstante, no se puede apreciar, durante aquellos mismos años, una correspondencia exacta con lo que estaba aconteciendo fuera. Aislados política y culturalmente de Europa a partir de la Guerra Civil, esta falta de sincronía con el arte internacional más avanzado no era, en realidad algo extraño, ni consecuentemente sorprendente […] Quiero decir que la repercusión de ese último eslabón de la vanguardia analítica internacional aquí apenas se notó de forma explícita, aunque no quiera ello significar, ni mucho menos, que la procesión no fuera por dentro”, CALVO SERRALLER, Francisco, Del futuro al pasado. Vanguardia y tradición en el arte español contemporáneo, Alianza Forma, Madrid, 1988, p. 136. Por otro lado, es curioso que el autor no haga referencia a la participación española en aquellos años en la Bienal de París o en la Documenta de Kassel, cuando algunos artistas conceptuales, a instancias de Harald Szeeman, responsable de la muestra, colaboraron extraoficialmente.
[15] Sorprende que en los análisis del arte español de los últimos cien años Juan Manuel Bonet no haga mención de la importancia que tuvo la Bienal de Venecia del 76, más cuando se hace una valoración de lo que fue el arte español internacionalmente y sí mencione convocatorias anteriores. También que el arte conceptual sea ignorado: “Los sesenta fueron también años de experimentos conceptuales, destacando los del argentino Alberto Greco y los del grupo ZAJ, y las propuestas radicales y politizadas de Antoni Muntadas o Alberto Corazón. La geometría fue el dominio de Elena Asins o José María Iturralde”, BONET, Juan Manuel, “Un siglo de arte español dentro y fuera de España”, Alberto Corazón. Inscripción de la memoria, Ministerio de Asuntos Exteriores, 2003, p. 17.
[16] MERCADER, Antoni, “Sobre el Grup de Treball”, Idees i actituds. Entorn de l’art conceptual a Catalunya, 1964-1980…, Centro de Arte de Santa Mónica, 15 enero-1 marzo 1992, p. 65.