05 mayo 2012

Pelayo Varela y la ausencia de obra




0.    El lugar del arte
La obra de arte en la actualidad debe soportar encontrarse entre dos límites distanciados en apariencia, entre lo que corresponde a la imagen y lo que atañe a su materialidad. Son cuestiones clásicas que nos llevarían también a saber qué es lo que hace un artista a través de su trabajo, desde sus intenciones iniciales a su verdadera salida de sí mismo, cuando llega al espectador y puede convertirse en una máquina de interpretación, más o menos acorde con la idea que el artista tuviera sobre el caso. Si el arte es una cuestión técnica que está relacionada con ser una obra de ficción o un simulacro, se debe a una cuestión clásica de la estética. Se trataría de saber qué corresponde a lo original y qué a lo copiado, a lo mostrado, pero sabiendo que tras todo resto técnico que estructura la obra de arte, sea cual sea el material o el medio, lo que ha de incorporarse es un cierto sentido conceptual que bien podemos identificar con la acción del espectador. Al menos, para considerar que uno de los temas de la obra de arte actual, además de depender del estado real de la sociedad en lo que podríamos denominar como arte político, puede ser también considerar que es un puente para considerar la importancia de la autorreflexión sobre su presencia en la actualidad, tratando de comprobar cuál es el espacio del arte en la realidad, a través del público al que parece estar destinado, pero también hacia el lugar del propio artista como (re)productor. Más allá de las imágenes, habita un truco que hace que el prestigio del artista no sea socialmente más que un hallazgo feliz, casi azaroso, pero poco relacionado con lo que significaría un verdadero sentido de la creación ahora, en el sentido de conceder un valioso compromiso al acto de exhibir lo que se denomina obra de arte y que es precisamente lo que constituye al artista de la modernidad.

1.      El prestigio del autor
Las reflexiones sobre el arte de Pelayo Varela curiosamente tenemos que buscarlas en aquellas artes que aparentemente resultan populares, como el cine –sea este de autor o no-, el teatro, la música o las artes plásticas, en contraste con aquellas prácticas como la poesía o la arquitectura, altamente consideradas por la tradición. Si Vargas Llosa acaba de cancelar la idea aristotélica que encumbraba a la gastronomía como la más alta de las artes, podemos estar seguros de que continuar en la idea de que el arte tiene un lugar más arriba o más debajo de un nivel de autoridad es un índice de que se ha obviado esta idea de ficción o simulacro que hay debajo de toda obra de arte. Quizá sea una cuestión de magia pensar en que el arte pueda decir cosas elevadas, a través de una idea sencilla que sería constitutiva del estilo de tal o cual artista. Si a esa idea le añadimos una reflexión sobre lo que es una obra de arte en su sentido autorreferencial, parecería que entonces la obra se encontraría sin fijeza, como si no encontrara su acomodo final, algo que contradice una máxima silenciosa del espectador de arte: la operativa cuestión que dicta que algo nos guste o nos disguste, como si la cuestión de la estética se encontrara alojada en las papilas y estuviéramos saboreando un alimento exquisito que elevara nuestro conocimiento intelectual. Más allá de esta estética de filiación francesa, debe existir un punto de encuentro entre lo que sea la obra, sus objetivos, ideas principales, secundarias o terciarias, intenciones, argumentos y argucias, con relación a la autoría y lugar efectivo de la obra de arte, a todo aquello que supusiera encontrar una estructura capaz de soportar todo lo que borra en sí misma. Este era uno de los temas de The Prestige de Christopher Nolan, saber qué lugar tenía el autor de un espectáculo, si en el escenario o en las bambalinas, si en la idea anotada en un cuaderno o en la solución efectiva a un mero problema técnico que resultara espectacular. Lo cierto es que lo importante era que había que mantener la idea de prestigio, casi en un sentido adivinatorio, cuando lo que hay detrás es un trabajo concienzudo, tanto en un sentido práctico, como en un sentido vital. Se trataría de seguir en la idea de que el arte no es más que el resultado de un truco último y que el sepulcro quedó vacío.

2.     La falsificación
Pelayo Varela siempre ha insistido a través de su obra en una idea del arte relacionada con su presencia en la sociedad actual. Bien a través de una sintonía con el mundo de la cultura de masas o mediante una ironía sutil que le acercara a presupuestos conceptuales que traten de cuestionar la representación en su sentido simbólico. Un caso de simulación que le llevó a la ciudad de Roma a realizar Fake, una serie de dibujos, acciones y videos donde podemos ver cómo se escriben artificiosamente, con elementos figurativos notablemente naturalistas, aquellos nombres propios importantes en el mundo del arte internacional, según su cotización en el mercado. También, es importante como eje importante de su trabajo conceptual, desde el tratamiento de la importancia del autor como productor de arte o la situación del artista como creador, hasta la intersección del espacio del video, la acción o el dibujo propiciado por los ejecutantes de estos dibujos, en una suerte de metáfora clásica y duchampiana que podríamos relacionar con el sentido del artista como autómata maquinador. Algo así aparecía ya en Soundman, cuando Pelayo Varela consideraba que la verdadera acción del artista estaba en mostrarse como si fuera un clochard a la deriva, simplemente ubicándose en algún espacio urbano que acogiera la música de Pascal Comelade, De La Soul, The Velvet Underground o PJ Harvey, hasta sintonías conocidas de los payasos televisivos -verdaderos causantes del fin del espectáculo circense-, Las Grecas o Björk, a través de unos altavoces integrados perfectamente a un atuendo inspirado en un futurismo beuysiano. Este sentido de la acción en el espacio público está relacionado con la fascinación por el arte desde una perspectiva mediática que suele tener la mayoría, poco fiel a la realidad del artista actual, cuando parece que lo único interesante es el precio de una obra de arte en el mercado y su posición como marca, estrategias de marketing que muestran una cierta igualación mediante el uso de los nombres escritos de una manera literalmente elemental. Un caso de letrismo que muestra también un interés en encontrar al autor bajo la máscara de un simulacro. Al final, esta falsificación probaría la propia injerencia del autor en los dibujos que nos presenta, sin haber realizado ninguno, a la manera de un readymade encontrado.

3.     El signo de los tiempos
Bruno Munari expuso en su irónico suplemento al diccionario italiano algunas expresiones italianas relacionadas con el lenguaje de las manos, ya convertidas en signo universal. Por ejemplo, es el caso de la señal de los cuernos, útil como protección contra el mal de ojo. En ese sentido, la expresión italiana tocca ferro es el equivalente a la expresión “tocar madera”, algo que suele realizarse con las manos dispuestas en esa forma en Italia -particularmente en Nápoles- y herencia sígnica reconocible en el mundo del heavy metal de la mano de Black Sabbath encabezado por Ronnie James Dio. En el caso de Pelayo Varela su uso se debe a una cuestión semiótica porque utiliza esta señal para realizar unas estructuras de hierro que pueden indicar tanto al sentido cerrado del propio arte, como a la situación final de los signos en la actualidad, lastrados por la realidad sociopolítica que estamos sobrellevando, cuando la imagen contaminada conduce paulatinamente a su descontextualización. Esta estructura que soporta el fin de las ideologías es también el armazón donde se cierran unos candados alegóricos del círculo imposible de la obra de arte. Como símbolo de la propiedad mercantil avisa de que hay secretos que más vale no resolver, no vaya a ser que al abrirlos no haya nada más que su propio cierre postalegórico. Un encadenamiento del signo del mercado que puede no tener un final claro, sino la intensa acumulación de candados como si fuera una acción azarosa que prometiera la felicidad, a través de una práctica amorosa convertida en una moda presente en puentes de ciudades como Roma o Sevilla. Y, este mismo símbolo de la tarea realizada que solemos identificar con el curriculum vitae es, en el caso de Pelayo Varela, la oportunidad para seguir ofreciendo el borrado de la obra en su misma ausencia. Pintando muros, escribiendo la trayectoria que como artista ha venido realizando en los últimos veinte años, supone también ampliar de manera reflexiva la misma significación de la acción performativa. Además, es relevante señalar que es una obra finalmente por venir e inconclusa, porque supone la ampliación del propio sentido, dirigido tanto a una irónica publicidad acerca de la propia tarea del artista, como a la importancia de esa distancia inicial entre los objetivos prometidos en la obra con relación a la actitud vital. Realmente, es la ocasión para entender cuál es la figura del autor que se expone en la superficie de los muros. Un artífice que no es tanto quien se propone como figura profesional, sino más bien aquel que subvierte cualquier idea que hiciera del genio una autoridad última de lo que fuera la obra de arte. Seguramente en esta escritura en el muro aparezca un impulso acerca de lo que hace un artista cuando proyecta su obra, bien sea en forma de borradura de lo ya pasado o bien como promesa de un silencio propicio al olvido: “La obra desaparece –escribe Blanchot en La literatura y el derecho a la muerte-, pero el hecho de desaparecer se mantiene, aparece como esencial, como el movimiento que permite a la obra realizarse entrando en el curso de la historia, realizarse desapareciendo. En esta experiencia, la meta propia del escritor ya no es la obra efímera, sino, más allá de la obra, la verdad de esa obra, donde parecen unirse el individuo que escribe, fuerza de negación creadora, y la obra en movimiento con la cual se afirma esa fuerza de negación y de superación”.

4.     Cabeza borradora
¿Qué significa realmente borrar(se) en la obra? La idea de una cabeza identificable con el autor dedicado a anular aquellos retratos realizados por los espectadores, reclama una lectura del autor como autómata. En el espacio de la historia de estos bustos identificables con aquellas cabezas parlantes que tradicionalmente han ido de la mano de las monarquías, hasta los espectáculos de ferias o la adivinación socorrida de algunos timadores profesionales, puede encontrarse que el uso de la cabeza, fuera de la connotación que tuviera como escultura, está relacionada -en el caso de Pelayo Varela- con estar hecha partiendo de la propia cabeza de su autor, siendo precisamente la coincidencia del original y el modelo lo que propicia que su materialidad, color y dimensiones sean válidas para ir tachando el dibujo retratístico realizado, tomando como modelo de esta acción una sencilla goma de borrar de tamaño natural. Esta manera de ser verdugo de sí mismo condiciona el aspecto más limpio de los últimos trabajos presentados bajo la fórmula de un extraño borrado de la figura del autor, pero también nos señala hacia ese lugar del arte que va más allá de la copia de un modelo encontrado en el exterior. En el caso de Pelayo Varela estamos ante una situación paradójica donde el modelo puede borrar el origen, cuando una copia es algo imposible porque trata de eliminar finalmente las líneas propuestas de un modo clásico. Si al final sabemos que el retrato pertenece a la visión del artífice, más que al modelo imitado, en este caso podemos estar presenciando una ausencia propensa a no encontrar su lugar ni en el dibujo, ni en la acción performativa, ni en el simulacro que otorga el arte a través de los lugares transitados para continuar escondiendo al autor como motor oculto que active la reflexión sobre su situación en la sociedad actual. Una violencia contra la imagen que ha supuesto que el lugar del artista haya sido confiado a una ley elemental de la política. No más imágenes, sino una escritura que lleva en sí su propio borrado de manera órfica. Como ha afirmado Jean Baudrillard, “la moda y lo mundano son en sí mismos, en cierta manera, un espectáculo de muerte. La miseria del mundo es tan legible en la figura y en el rostro de una modelo como en el cuerpo esquelético de un africano. Si se sabe mirar, se ve por todas partes la misma crueldad”. Esa pregnancia de un busto ya mortuorio evoca de una manera elegante cuál es la situación no sólo del autor, sino de las imágenes que construye, bien para acelerar el hecho de exponer el movimiento de la obra de arte en el espectador, o bien su último final ante la inminencia de una nueva ausencia. Pelayo Varela ha reconstruido esta idea del autor que trata de partir de una obra que va cerrándose en sí misma con la única intención de proyectar la ausencia propia de la obra de arte, a través de una acción de borrado donde ya sólo queda estar presenciando una escena última donde podemos adivinar la presencia de una cabeza silenciosa que sólo dirige su mirada a lo constatado como pasado. En esa distancia entre el modelo imitado, el dibujo encontrado y una cabeza severa, podemos encontrar también una reflexión actual sobre la desaparición de la imagen en la sociedad iconoclasta de la modernidad.






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