15 febrero 2008

Bandera negra de la República española. Madrid Abierto. 12 febrero 2008




Comencemos por una cita que apremia: “El arte tiene que dirigirse contra lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula”. Esta incertidumbre que destaca Adorno, esa perplejidad, nos trae a este espacio para hablar de una muerte hipotética de la república española. Y se trata de hablar de república en un Museo cuyo nombre es Reina Sofía. Esta contradicción es la que hoy nos ha separado del Ateneo, donde se había programado este encuentro. Un lugar tradicionalmente republicano que ha debido negarse a participar y desconozco las razones que hay detrás de su decisión. Coincidencias y polaridades que devienen en un extraño caso de paradoja propia de la muerte, la poética, lo simbólico y su destrucción. No podemos olvidar la apreciación de Blanchot al referirse, con Hegel, a la conciencia de los cruzados que saben que cuando encuentren el sepulcro éste estará vacío. Es más, sabían que sólo podrían liberar la santidad de ése vacío. Por otra parte, se trata de saber en qué cruzada se encuentra también la narración del arte contemporáneo español.

Plantear la relación de la poética en el arte contemporáneo en términos de ausencia y presencia equivale a considerar que la labor artística no se da de una manera habitual. Sin ser el artista un mero ejecutor de una obra, consideramos que su pertenencia, como creador de estados, escapa hacia espacios vinculados a la realidad de la propia obra de arte y a la valoración de la importancia de su compleja configuración. Puede decirse que existe una disonancia entre lo proyectado y lo conseguido, entre lo alcanzado y lo olvidado. Una distancia semejante a la que ocupa un pensamiento consciente de su inherente imposibilidad. Una bandera como símbolo de una ausencia y como reclamo para plantear una disgresión del estado en el que ha devenido el arte español: una España poco dada a la aclaración de los sucesos que ocurrieron durante el franquismo, ocupado en borrar la memoria de aquellos que no compartían esa unidad de destino en lo universal y que pagaron con su vida el desprecio, el silencio, la muerte y el exilio. Entonces, estamos ante la capacidad de negación de una bandera cuyo hilo nos conduce hacia esa poetización de la ausencia propia de las ruinas de un sistema político cancelado por la prisa y el perdón. Estados de transición hacia la vuelta de una monarquía edulcorada y sutil en sus atribuciones.

Adorno ha señalado la importancia de esta destrucción en el arte. Paul de Man ha considerado la definición del pensamiento poético en relación a su actividad negativa. Sin ser únicamente una cuestión vinculada a su aspecto intelectual e histórico, ha de subrayarse la importancia de su talante simbólico. Una iconoclastia entendida como uno de los elementos que establecen una poética de la destrucción que ha de venir presencia contradictoria: un antisímbolo. En un sentido tradicional, la iconoclastia que muestra esta bandera es la prohibición de una imagen fija ligada a una forma de lo ficticio. Más allá, es la propia imposibilidad de la representación, ya que lo que trata de mostrar es precisamente la propia prohibición y la incapacidad por alcanzar una obra que empiece y acabe en sí misma. La iconoclastia es cuestión de disonancia, alteración y polaridad. Y se dirige hacia un espacio negativo, neutro e impresente: una bandera negra de la República española que parece hablar del período que va desde el fin de la II República hasta la llegada de la democracia actual. No en vano, esta bandera ha sido confeccionada en Munich. También son menores de cuarenta años los que hablan hoy aquí.

Como su propia apariencia estética y formal, esta negritud coincide en una perplejidad metafórica ligada no sólo al estado del arte, sino a la situación política, económica y sociológica española. Esa negación ante un determinado estado de cosas es lo que conduce a una rebelión ante el vacío que, inevitablemente, sólo conduce a la vinculación del arte y su negatividad. Es el lugar de un desastre, tanto para la presencia posible de algo artístico en su materialidad, como en su aspecto formal. En este sentido, el caso de esta suerte de conceptualismo platónico tiene que ver con la expulsión de los artistas y poetas de la ciudad por considerar que sus acciones son falsas y ficticias, que no son reales. Es la condena tradicional al arte negativo, ahí donde el artista-poeta es considerado un fingidor o un mentiroso. Pero cabe relacionar ese trabajo con la distinción entre el rebelde y el revolucionario: saber si el empeño está en aceptar las reglas del juego a pesar de su inconformismo o bien si trata de cambiar el orden de una manera utopista con una transformación total. Lo que sí podemos constatar es que el sentido atrabiliario y una manipulación de lo que se considera normalizado en el mundo del arte es el objetivo que lleva a una desaparición apropiada al desmantelamiento de la obra de arte y a la recuperación de una tradición que se ha situado en algo así denominado como postminimalismo.

Precisamente ha sido Baudrillard quien ha señalado en el arte la coexistencia de una lógica de la desaparición y una reconstrucción del arte, vinculando sus efectos a una consideración del arte como mercado y al mercado como arte. Una cabriola estética realista nada caprichosa donde se produce una identificación: el mercado del arte es una obra de arte. Es en esa actuación en el interior del capitalismo donde Baudrillard ha señalado la coexistencia de dos tipos de mercado. En primer lugar, cuando la tasación es tradicional y se vende y compra atendiendo a un valor real. En segundo lugar, en otro mercado especulativo donde la transacción es un juego y la tasación es incontrolable. Ahí donde todo es apariencia. Y no sorprende que esa misma especulación llevada a cabo con un símbolo destruya de alguna manera ese valor de cambio, postulándose como un límite. En cualquier caso, esta bandera ha sido cosida en Munich.

El título tiene un antecedente. España Negra es un libro donde el pintor Darío de Regoyos y el poeta belga Emile Verhaeren afirmaban que la bandera española debía llevar colores negros o escudos de plata, refiriéndose a la situación de un país sumido en el analfabetismo y el hambre. Y es curioso que escribieran este libro de camino al Prado, mientras se produce el desastre de 1898. En el caso de esta bandera que es ya un bando, aparece también una denuncia del estado de la democracia española, heredado del franquismo y sus últimos estertores, debatiéndose en la utópica separación española de la república y en la consolidación de una monarquía constitucional cuya cabeza visible es el Rey. Entonces, este pendón continúa, no con la promesa de una Tercera República añorada, sino afirmando su cancelación: España siempre negra. Así se establecen designaciones complicadas donde hay que elegir porque ahora ya no se trata de lemas como “patria o muerte”, o república frente a monarquía. Se trata de convocar la conciencia del demos, del pueblo, contra la kratía, el poder que se ha establecido, en el caso español, de una manera más o menos civilizada, pero continuando una tradición española dependiente de la representación. En el caso de esta monarquía actual, está claro que su papel corresponde, como representantes de una España moderna, cambiada, progresiva e ideal, a una realidad que se complace a sí misma. Es la imagen de los sucesos que han culminado con celebraciones en torno al Rey y con el cumpleaños del Príncipe, alcanzando también los 40 años. Y esta bandera negra que ha sido cosida en Munich es en realidad un antisímbolo de todo esto: un símbolo que reacciona frente a eso, por eso decimos que esta bandera negra se transforma en un objeto simbólico. Su presencia imposible indica hacia esa manera de proceder cuya preocupación oscila en dar buena imagen, mandando callar, sabiendo llevar el luto con verosimilitud, sabiendo que los últimos ataques a la imagen de los monarcas no son más que una arremetida contra su posición simbólica en lo que puede denominarse estado patriarcal, más que paternal. Como bien se dice, con la República y Azaña, España dejó de ser católica. Lo que queremos mostrar es, ciñéndonos a este antisímbolo negro, esa concepción canceladora de los presupuestos que había bajo los auspicios de una república más o menos democrática. En este sentido, tampoco conviene olvidar la serie de ejecuciones que se realizaron en toda España a partir del 18 de julio de 1936, correspondiendo al final de la II República. Una violencia donde se justificó que hubiera dieciséis mil asesinados sólo en la provincia de Madrid. Y en esta bandera se debe hablar también de este luto. Un símbolo autorreferente que habla de la clausura y del terror que también se llevó a cabo en esas checas incontables que había en Madrid, en donde sobresale, curiosamente, la que se organizó en el Círculo de Bellas Artes.

Volviendo a la oscuridad propia de lo que corresponde a esta enseña, estandarte o pendón, puede vincularse, como señala Slavoj Zizeck, a un ocultamiento. Porque de la misma manera que se muestran abiertamente imágenes de keniatas dando cuchilladas y asesinando a los semejantes, enseñando toda la crudeza del horror y la violencia, apenas imaginamos en realidad la suerte que corrieron los muertos del World Trade Center o aquí en las cercanías de Atocha: son personas que caen, pero no hay rastro de los seis mil asesinados, no hay sangre ni cuerpos desmembrados: no hay sangre, sólo desesperación. Esta oscuridad es precisamente el encubrimiento de lo real: una clausura que, a través de una representación, en el sentido de ser imágenes de los periódicos o de la CNN, que trata de anular la realidad de un hecho como es la violencia de los estados y del terror nacido, como afirma Derrida, en su misma constitución. Derrida vinculó el ataque a la comunidad llevado a cabo el 11 de septiembre como algo que se lleva a cabo en democracia. Si Stockhausen ya afirmaba que había sido una obra de arte total, Derrida considera que el atentado fue algo permitido: “Los terroristas –señala el escritor- a veces son ciudadanos americanos, y los del 11 de septiembre lo fueron quizá para algunos; fueron, en todo caso, ayudados por ciudadanos americanos, robaron aviones americanos, volaron en aviones americanos, despegaron desde aeropuertos americanos”[1]. No hace falta señalar que esa misma oscuridad ocurrió en el atentado de Atocha. Entonces, el nihilista no es ya el antiguo terrorista romántico, ni el embozado actual. En la actualidad nihilista y destructora, son además algunos estados los que llevan a cabo ese control vigilante de la salud pública, pero en realidad lo que se oculta es el poder del más fuerte. Y cuanto más cerca se esté del más fuerte, más seguridad se ofrecerá.

¿Por qué extrañarse ante esa violencia nada excepcional en el lugar que permitió los despegues de los aviones con terroristas de nacionalidad estadounidense a pesar de su origen? ¿Por qué sorprenderse de una manera maniquea por esa violencia y no recordar lo que viene ocurriendo en España desde principios del siglo XX? ¿No es España aún lo suficientemente oscura como para seguir apreciando sus umbrales non plus ultra? En ese impasse aparece la constancia negra de España, una oscuridad presente como lugar, como topos. Véase por ejemplo la exposición próxima a esta sala titulada La noche española, donde se continúa con una imagen que no corresponde a la realidad de la España del analfabetismo y el hambre, que continúa con la recuperación de los tópicos menos apropiados, basándose en la importancia del gitano o el obrero en el imaginario popular o en la efigie de la mujer española que sostiene una pistola. Y cuyo título y subtítulo coinciden con este periodo español, entre 1865 y 1936.

Y es que después de casi cuarenta años de democracia en España conviene dirigirse hacia la influencia que ha tenido el arte sobre la sociedad de nuestro tiempo. Una tarea utópica y, precisamente, buscar su espacio en ella es una tarea siempre por hacer. Si atendemos a lo que ha sido la transición del tardofranquismo hacia la democracia, veremos que realmente es importante por distintas razones, bien sea por la alegría tras la muerte de Franco o porque aquel caduco sistema político, económico y cultural se iba viniendo a bajo. ¿Qué tienen que ver estos hechos con el oscuro estado de España en aquel tiempo? Si bien es cierto que políticamente no estábamos en la situación de los años de posguerra ni en los cincuenta ni en los sesenta, es patente que el franquismo ya se encargaba de dificultar la expansión de lo que se denomina la industria cultural. ¿Cuáles serían los principales lugares donde artistas e intelectuales tendrían que actuar? ¿Qué relación había entre lo que se llamó la alta y la baja cultura y una sociedad española que definitivamente dejaba cuarenta años de dictadura para volver a madurar en democracia? En realidad, se trataba de apostar por un pensamiento que iba a enfrentarse radicalmente con aquel poder sustentado en la censura y en la política represiva que, desde una perspectiva fuertemente ideológica, iba a llevar a lo que podría denominarse la modernización de un país negro que pretendía alcanzar un status democrático.

¿Cuáles eran las principales dificultades que tenía la industria cultural española desde los años sesenta? Sencillamente estaban determinadas por el control de la censura, la enseñanza y el proyecto educativo, una política fuertemente restrictiva y represiva que seguía mostrando que lo político dominaba en buena parte el entramado cultural, hecho que en relación al arte español deviene constante histórica. Si había algún espacio para la aparente apertura democrática española era el hecho de que Franco y sus responsables ya habían tratado el problema atajándolo directamente durante los años cincuenta y sesenta, así fue el caso de las Bienales de Alejandría, São Paulo y Venecia, donde se mostró el trabajo de algunos artistas españoles para mostrar al exterior su carácter aperturista, entre los que se contaban Antonio Saura, Manuel Millares, Rafael Canogar, Juan Genovés o Darío Villalba -con independencia de sus posteriores decisiones contrarias al régimen-, hasta Antoni Tàpies, quien en 1973 publicaba un curioso libro titulado El arte contra la estética –mostrando por otra parte una confusión conceptual importante- donde afirmaba que las ideas cercanas al arte social, político, conceptual o de participación debían mostrar una ideología práctica. Queremos decir que en aquellos momentos de transición no podemos escabullir la dependencia política del arte, bien como resultado de la ideología enfrentada al régimen franquista por parte de la exiliada izquierda española, bien como cultura manejada desde las instancias del poder oficial.

En ese sentido, una revisión del arte español de los cuarenta años de dictadura deberá mostrar por ejemplo que las nuevas tendencias conceptuales más politizadas serían apartadas por el triunfo de la nueva figuración, menos preocupada por el aspecto crítico de la sociedad y por la adecuación de las propuestas estéticas aparecidas en el extranjero, esa palabra tan española. Queremos decir que hay una directa vinculación entre el ascenso de un determinado tipo de arte frente a las incipientes propuestas de Isidoro Valcárcel Medina, el grupo zaj o las incursiones en el arte conceptual que dieron lugar a los Encuentros de Pamplona. Hechos que en una revisión histórica han sido constantemente infravalorados por una gran parte de los críticos que han dedicado sus esfuerzos a dar más importancia a una tradición pictórica o escultórica que a la aparición de un arte conceptual enfrentado a estas tendencias. No vamos a repetir aquí que hasta hoy cada vez que se ha tratado de estudiar el arte conceptual español se ha constatado la torpeza y el silencio sistemático de algunos artistas que en aquel tiempo también lucharon a su manera denunciando la situación del estado político español.

Por ejemplo, un iluminado Francisco Calvo Serraller consideró con frialdad la reacción conceptual española en relación a las propuestas que internacionalmente se afirmaban. Su visión de los años setenta en España tiende a señalar que fue una etapa de introspección y de purga, en términos ciertamente raros: un paréntesis. Sorprendente porque no consideramos que se deba hacer de ese periodo un momento de incertidumbre estética, más cuando las propuestas que se afianzaban en esos años provenían de artistas cuyos trabajos ya tenían una década y en algunos casos dos, es el caso de Luis Gordillo. Victoria Combalía, por ejemplo, llega a afirmar que el arte conceptual español nace en 1971 en Granollers. Y después de situar en Cataluña su radio de acción y afirmando que su origen está en Tàpies y no en el grupo zaj, considera que los ejercicios conceptuales anteriores a esa fecha son meros precedentes, en fin.

Lo que sí estaba en juego era continuar con una práctica artística que los conceptuales consideraban superada y optar por la utópica idea de romper con la mercantilización de sus productos. También es cierto que tan apartados no estaban los artistas españoles durante el franquismo como puede determinar la influencia de Dalí, Miró, Tápies, Chillida o el informalismo hispánico durante los años cincuenta. Una España ennegrecida que posibilitó las ganancias que el régimen no veía con malos ojos, pero sin contribuir al valor estético de las obras, ni en su adquisición estatal ni en la organización de grandes exposiciones. Como sabemos, la política exterior sería otra cosa, como prueba la lista de representantes españoles en las sucesivas Bienales donde España había participado durante el régimen franquista. En la actualidad es insultante el cinismo con el que algunos artistas como Tàpies escabullen sistemáticamente su colaboración con el franquismo. Esta ambigüedad del poder político, entre lo permisivo y tolerante y la suspensión y prohibición de algunas iniciativas dirigidas hacia el pueblo, caracterizaban el intrusismo de los que en aquellos momentos veían comunistas por todas partes, es el caso de Carrero Blanco y sus diferencias con González Robles, por ejemplo.

En otro orden de cosas y factor sintomático es el hecho -como sugiere Simón Marchán Fiz- de suprimir la enseñanza de Historia del Arte en la enseñanza media por parte del Ministerio de Educación y Ciencia en 1975, cuando precisamente el mercado de las galerías de arte comenzaba una nueva apertura que culminaría con la aparición paulatina de centros de arte y museos que continúa hasta hoy. Si Calvo Serraller en los años ochenta consideró que los intentos conceptuales eran poco menos que vanos intentos de escapar de una situación irreversible, lo que sí es cierto es que la llegada de la democracia fue todo menos un periodo de paréntesis o purga. Las diferencias marcadas entre las prácticas llevadas a cabo en Madrid y Barcelona, la aspiración a un arte que no perdiera el rumbo seguido en otros lugares fuera de España, pueden explicar todos los movimientos económicos, políticos, sociológicos que tanto en la sociedad y, por extensión, en todos los procesos que marcaban la modernización del país se produjeron en aquellos momentos iniciales que continuarían en una mercantilización del arte español constante desde el franquismo. Arte y política que han ido siempre de la mano, aprovechando esa situación artistas, críticos, galeristas o políticos por igual.

Volviendo a nuestro tema, podemos señalar que en esta bandera aparece una obstrucción, señalando hacia el impedimento a un sistema político futuro. Bajo esta bandera se neutraliza a unos y a otros, además de cancelar la propia muerte de una imagen cambiante. Un país donde la bandera ha cambiado varias veces y que tiene un himno sin palabras ya habla suficientemente de su capacidad para la negación. Y de su barroquismo, porque en esta oscuridad se continúa tratando de una manera emblemática cuestiones que afectan no sólo al propio sentido de la obra de arte, sino a su capacidad técnica. No se trata de considerar la realización de este paño como si fuera únicamente un producto textil, porque el material depende de lo que cuenta: una bandera negra que señala la oscuridad de las banderas. De lo que se trata es de vigilar la idea de bandera como tejido y texto donde se cosen no sólo ideas, sino opiniones encontradas. Es un dispositivo que ayuda a recordar y es una obra que pertenece a nuestra memoria común. Como cuando se izó en Auschwitz evocando a los allí desaparecidos la bandera de la República y traída hoy en su versión negra a un museo cuyo regio nombre corresponde a esa protección de las artes y las letras, una monarquía que no puede evitar sus luces y sus sombras y ante quien en estos días se arrodillarán buen número de simpatizantes del arte. Una bandera negra de la República española cosida en Munich.

Terminaremos brevemente, resumiendo: una bandera de la II República en un museo llamado Reina Sofía. Un símbolo de una ausencia, una negritud que corresponde a la relación del arte y la política en la España contemporánea. Una oscuridad que también aparece en nuestra monarquía: el reinado de la representación que ha de ser blanqueado. Una bandera que habla de una obstrucción a las tendencias del arte conceptual frente a un arte menos politizado, desde el franquismo y probablemente desde la democracia. Una clausura que no ha de ser un fin final.

Al principio, citábamos a Adorno: “el arte tiene que dirigirse contra lo que conforma su propio concepto, con lo cual se vuelve incierto hasta la médula”. Esa incertidumbre le llevó a decir que tras Auschwitz no se podía hacer poesía y posteriormente hubo de corregir. Santiago Sierra ha afirmado que precisamente “después de Auschwitz poco podemos hacer que no sea poesía”. Esta revancha poética frente a aquellos que hicieron desde Munich el partido de los nazis es lo que ha llevado a que esta bandera haya sido cosida en esa ciudad. Un fin de partida que nos ha llevado a pasar de la promesa de la democracia republicana a la democracia de la monarquía constitucional. Y donde, como afirmaba María Teresa León, “la historia de la democracia está escrita con tinta blanca sobre papel en blanco”.



En un correo electrónico Santiago Sierra nos escribe:

Las pautas son las que la bandera misma pone en relación respecto a lo histórico y lo presente de los ideales igualitarios en España. Juntando elementos como el bordado, el lugar del bordado, marianas pinedas de babaria, las implicaciones del color, tanto hacia el luto como hacia lo libertario, los orígenes del régimen monárquico instaurado mediante la muerte y el cuarentañismo, la pervivencia de desaparecidos y cunetas. La pervivencia del desprecio. El estado que habla de memoria con exaltación monárquica, calles, hospitales, museos, premios internacionales... Los cercanos recordatorios latinoamericanos sobre lo que supuso nuestra sangrante monarquía a nivel mundial. Los recientes intentos de silenciar la disensión, en fin, que esta bandera da para mucho, como antisímbolo es potente, no sé si la foto hace justicia... Además, es mi trabajo más hermoso y honra a nuestros abuelos muertos.
La España negra y su contraparte, la España ennegrecida.
Creo que por ahí va la cosa y dime si olvido algo.
Salud y Libertad.






[1] “En cambio, por así decirlo, como revancha, quizá es porque los Estados Unidos viven en una cultura y de acuerdo con un derecho ampliamente democráticos, por lo que este país pudo abrirse y exponer su mayor vulnerabilidad a unos inmigrantes, por ejemplo a unos aprendices-pilotos, “terroristas” experimentados y, a su vez, suicidas, los cuales, antes de volver contra los demás pero también contra ellos mismos las bombas aéreas en las que se convirtieron y de lanzarlas abalanzándose contra las dos torres del WTC, se entrenaron en el territorio soberano de los Estados Unidos ante las barbas de la CIA y del FBI, quizá no sin cierto consentimiento auto-inmunitario de una Administración a la vez más o menos imprevisora de lo que se cree ante un acontecimiento presuntamente imprevisible y de gran magnitud”, DERRIDA, Jacques, Canallas, Trotta.

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