0.
El lugar del arte
La obra de arte en
la actualidad debe soportar encontrarse entre dos límites distanciados en
apariencia, entre lo que corresponde a la imagen y lo que atañe a su materialidad.
Son cuestiones clásicas que nos llevarían también a saber qué es lo que hace un
artista a través de su trabajo, desde sus intenciones iniciales a su verdadera
salida de sí mismo, cuando llega al espectador y puede convertirse en una
máquina de interpretación, más o menos acorde con la idea que el artista
tuviera sobre el caso. Si el arte es una cuestión técnica que está relacionada
con ser una obra de ficción o un simulacro, se debe a una cuestión clásica de
la estética. Se trataría de saber qué corresponde a lo original y qué a lo
copiado, a lo mostrado, pero sabiendo que tras todo resto técnico que
estructura la obra de arte, sea cual sea el material o el medio, lo que ha de
incorporarse es un cierto sentido conceptual que bien podemos identificar con
la acción del espectador. Al menos, para considerar que uno de los temas de la
obra de arte actual, además de depender del estado real de la sociedad en lo
que podríamos denominar como arte político, puede ser también considerar que es
un puente para considerar la importancia de la autorreflexión sobre su
presencia en la actualidad, tratando de comprobar cuál es el espacio del arte
en la realidad, a través del público al que parece estar destinado, pero
también hacia el lugar del propio artista como (re)productor. Más allá de las
imágenes, habita un truco que hace que el prestigio del artista no sea
socialmente más que un hallazgo feliz, casi azaroso, pero poco relacionado con
lo que significaría un verdadero sentido de la creación ahora, en el sentido de conceder un valioso compromiso al acto de
exhibir lo que se denomina obra de arte
y que es precisamente lo que constituye al artista de la modernidad.
1.
El prestigio del autor
Las reflexiones
sobre el arte de Pelayo Varela curiosamente tenemos que buscarlas en aquellas
artes que aparentemente resultan populares, como el cine –sea este de autor o
no-, el teatro, la música o las artes plásticas, en contraste con aquellas
prácticas como la poesía o la arquitectura, altamente consideradas por la
tradición. Si Vargas Llosa acaba de cancelar la idea aristotélica que
encumbraba a la gastronomía como la más alta de las artes, podemos estar
seguros de que continuar en la idea de que el arte tiene un lugar más arriba o
más debajo de un nivel de autoridad es un índice de que se ha obviado esta idea
de ficción o simulacro que hay debajo de toda obra de arte. Quizá sea una
cuestión de magia pensar en que el arte pueda decir cosas elevadas, a través de
una idea sencilla que sería constitutiva del estilo de tal o cual artista. Si a
esa idea le añadimos una reflexión sobre lo que es una obra de arte en su
sentido autorreferencial, parecería que entonces la obra se encontraría sin
fijeza, como si no encontrara su acomodo final, algo que contradice una máxima
silenciosa del espectador de arte: la operativa cuestión que dicta que algo nos
guste o nos disguste, como si la cuestión de la estética se encontrara alojada
en las papilas y estuviéramos saboreando un alimento exquisito que elevara nuestro
conocimiento intelectual. Más allá de esta estética de filiación francesa, debe
existir un punto de encuentro entre lo que sea la obra, sus objetivos, ideas
principales, secundarias o terciarias, intenciones, argumentos y argucias, con
relación a la autoría y lugar efectivo de la obra de arte, a todo aquello que supusiera
encontrar una estructura capaz de soportar todo lo que borra en sí misma. Este
era uno de los temas de The Prestige
de Christopher Nolan, saber qué lugar tenía el autor de un espectáculo, si en
el escenario o en las bambalinas, si en la idea anotada en un cuaderno o en la
solución efectiva a un mero problema técnico que resultara espectacular. Lo
cierto es que lo importante era que había que mantener la idea de prestigio, casi en un sentido
adivinatorio, cuando lo que hay detrás es un trabajo concienzudo, tanto en un
sentido práctico, como en un sentido vital. Se trataría de seguir en la idea de
que el arte no es más que el resultado de un truco último y que el sepulcro quedó
vacío.
2.
La falsificación
Pelayo Varela
siempre ha insistido a través de su obra en una idea del arte relacionada con
su presencia en la sociedad actual. Bien a través de una sintonía con el mundo
de la cultura de masas o mediante una ironía sutil que le acercara a presupuestos
conceptuales que traten de cuestionar la representación en su sentido
simbólico. Un caso de simulación que le llevó a la ciudad de Roma a realizar Fake, una serie de dibujos, acciones y
videos donde podemos ver cómo se escriben artificiosamente, con elementos
figurativos notablemente naturalistas, aquellos nombres propios importantes en
el mundo del arte internacional, según su cotización en el mercado. También, es
importante como eje importante de su trabajo conceptual, desde el tratamiento
de la importancia del autor como productor de arte o la situación del artista
como creador, hasta la intersección del espacio del video, la acción o el
dibujo propiciado por los ejecutantes de estos dibujos, en una suerte de
metáfora clásica y duchampiana que podríamos relacionar con el sentido del
artista como autómata maquinador. Algo así aparecía ya en Soundman, cuando Pelayo Varela consideraba que la verdadera acción
del artista estaba en mostrarse como si fuera un clochard a la deriva, simplemente ubicándose en algún espacio
urbano que acogiera la música de Pascal Comelade, De La Soul, The Velvet
Underground o PJ Harvey, hasta sintonías conocidas de los payasos televisivos
-verdaderos causantes del fin del espectáculo circense-, Las Grecas o Björk, a
través de unos altavoces integrados perfectamente a un atuendo inspirado en un
futurismo beuysiano. Este sentido de la acción en el espacio público está
relacionado con la fascinación por el arte desde una perspectiva mediática que
suele tener la mayoría, poco fiel a la realidad del artista actual, cuando
parece que lo único interesante es el precio de una obra de arte en el mercado
y su posición como marca, estrategias de marketing que muestran una cierta
igualación mediante el uso de los nombres escritos de una manera literalmente
elemental. Un caso de letrismo que muestra también un interés en encontrar al
autor bajo la máscara de un simulacro. Al final, esta falsificación probaría la
propia injerencia del autor en los dibujos que nos presenta, sin haber
realizado ninguno, a la manera de un readymade
encontrado.
3.
El signo de los tiempos
Bruno Munari expuso
en su irónico suplemento al diccionario italiano algunas expresiones italianas
relacionadas con el lenguaje de las manos, ya convertidas en signo universal.
Por ejemplo, es el caso de la señal de los cuernos, útil como protección contra
el mal de ojo. En ese sentido, la expresión italiana tocca ferro es el equivalente a la expresión “tocar madera”, algo
que suele realizarse con las manos dispuestas en esa forma en Italia
-particularmente en Nápoles- y herencia sígnica reconocible en el mundo del heavy metal de la mano de Black Sabbath
encabezado por Ronnie James Dio. En el caso de Pelayo Varela su uso se debe a
una cuestión semiótica porque utiliza esta señal para realizar unas estructuras
de hierro que pueden indicar tanto al sentido cerrado del propio arte, como a la
situación final de los signos en la actualidad, lastrados por la realidad
sociopolítica que estamos sobrellevando, cuando la imagen contaminada conduce
paulatinamente a su descontextualización. Esta estructura que soporta el fin de
las ideologías es también el armazón donde se cierran unos candados alegóricos
del círculo imposible de la obra de arte. Como símbolo de la propiedad
mercantil avisa de que hay secretos que más vale no resolver, no vaya a ser que
al abrirlos no haya nada más que su propio cierre postalegórico. Un
encadenamiento del signo del mercado que puede no tener un final claro, sino la
intensa acumulación de candados como si fuera una acción azarosa que prometiera
la felicidad, a través de una práctica amorosa convertida en una moda presente
en puentes de ciudades como Roma o Sevilla. Y, este mismo símbolo de la tarea
realizada que solemos identificar con el curriculum
vitae es, en el caso de Pelayo Varela,
la oportunidad para seguir ofreciendo el borrado de la obra en su misma
ausencia. Pintando muros, escribiendo la trayectoria que como artista ha venido
realizando en los últimos veinte años, supone también ampliar de manera
reflexiva la misma significación de la acción performativa. Además, es relevante
señalar que es una obra finalmente por venir e inconclusa, porque supone la
ampliación del propio sentido, dirigido tanto a una irónica publicidad acerca
de la propia tarea del artista, como a la importancia de esa distancia inicial
entre los objetivos prometidos en la obra con relación a la actitud vital.
Realmente, es la ocasión para entender cuál es la figura del autor que se
expone en la superficie de los muros. Un artífice que no es tanto quien se
propone como figura profesional, sino más bien aquel que subvierte cualquier
idea que hiciera del genio una autoridad última de lo que fuera la obra de
arte. Seguramente en esta escritura en el muro aparezca un impulso acerca de lo
que hace un artista cuando proyecta su obra, bien sea en forma de borradura de
lo ya pasado o bien como promesa de un silencio propicio al olvido: “La obra
desaparece –escribe Blanchot en La
literatura y el derecho a la muerte-, pero el hecho de desaparecer se
mantiene, aparece como esencial, como el movimiento que permite a la obra
realizarse entrando en el curso de la historia, realizarse desapareciendo. En
esta experiencia, la meta propia del escritor ya no es la obra efímera, sino,
más allá de la obra, la verdad de esa obra, donde parecen unirse el individuo
que escribe, fuerza de negación creadora, y la obra en movimiento con la cual
se afirma esa fuerza de negación y de superación”.
4.
Cabeza borradora
¿Qué significa
realmente borrar(se) en la obra? La idea de una cabeza identificable con el
autor dedicado a anular aquellos retratos realizados por los espectadores,
reclama una lectura del autor como autómata. En el espacio de la historia de
estos bustos identificables con aquellas cabezas parlantes que tradicionalmente
han ido de la mano de las monarquías, hasta los espectáculos de ferias o la
adivinación socorrida de algunos timadores profesionales, puede encontrarse que
el uso de la cabeza, fuera de la connotación que tuviera como escultura, está
relacionada -en el caso de Pelayo Varela- con estar hecha partiendo de la
propia cabeza de su autor, siendo precisamente la coincidencia del original y
el modelo lo que propicia que su materialidad, color y dimensiones sean válidas
para ir tachando el dibujo retratístico realizado, tomando como modelo de esta
acción una sencilla goma de borrar de tamaño natural. Esta manera de ser
verdugo de sí mismo condiciona el aspecto más limpio de los últimos trabajos
presentados bajo la fórmula de un extraño borrado de la figura del autor, pero
también nos señala hacia ese lugar del arte que va más allá de la copia de un
modelo encontrado en el exterior. En el caso de Pelayo Varela estamos ante una
situación paradójica donde el modelo puede borrar el origen, cuando una copia
es algo imposible porque trata de eliminar finalmente las líneas propuestas de
un modo clásico. Si al final sabemos que el retrato pertenece a la visión del
artífice, más que al modelo imitado, en este caso podemos estar presenciando
una ausencia propensa a no encontrar su lugar ni en el dibujo, ni en la acción
performativa, ni en el simulacro que otorga el arte a través de los lugares
transitados para continuar escondiendo al autor como motor oculto que active la
reflexión sobre su situación en la sociedad actual. Una violencia contra la
imagen que ha supuesto que el lugar del artista haya sido confiado a una ley
elemental de la política. No más imágenes, sino una escritura que lleva en sí
su propio borrado de manera órfica. Como ha afirmado Jean Baudrillard, “la moda
y lo mundano son en sí mismos, en cierta manera, un espectáculo de muerte. La
miseria del mundo es tan legible en la figura y en el rostro de una modelo como
en el cuerpo esquelético de un africano. Si se sabe mirar, se ve por todas
partes la misma crueldad”. Esa pregnancia de un busto ya mortuorio evoca de una
manera elegante cuál es la situación no sólo del autor, sino de las imágenes
que construye, bien para acelerar el hecho de exponer el movimiento de la obra
de arte en el espectador, o bien su último final ante la inminencia de una
nueva ausencia. Pelayo Varela ha reconstruido esta idea del autor que trata de
partir de una obra que va cerrándose en sí misma con la única intención de
proyectar la ausencia propia de la obra de arte, a través de una acción de
borrado donde ya sólo queda estar presenciando una escena última donde podemos
adivinar la presencia de una cabeza silenciosa que sólo dirige su mirada a lo
constatado como pasado. En esa distancia entre el modelo imitado, el dibujo
encontrado y una cabeza severa, podemos encontrar también una reflexión actual
sobre la desaparición de la imagen en la sociedad iconoclasta de la modernidad.