En el trabajo de Antonio de la Rosa se ha señalado con insistencia la capacidad provocativa que supone enclavarse en la frontera de la legalidad. Más allá, su obra puede ser considerada como una yuxtaposición de técnicas propias de las prácticas artísticas actuales como el dibujo, el video o la acción, unidas a una revisión de los estereotipos sociales provenientes del mundo de la moda, el diseño o la publicidad. Una suma procaz que presenta algunos hechos sociales marginales de una manera irónica y que en la última década ha obtenido un reconocimiento alejado de la normalidad. Se puede pensar en una lectura de sus obras indicando su sentido transgresivo, en algún modo tendiendo a la celebración de la ebriedad, pero en sus intervenciones subyacen otros intereses que inciden en la libertad que puede aportar el arte en relación a las prohibiciones y a la superación de ciertos prejuicios sociales. El asunto para Antonio de la Rosa ha sido utilizar estas preocupaciones hipócritas de una manera satírica, de la misma manera que Jonathan Swift, al dedicar un breve relato acerca de la sociedad de su tiempo, propuso un canibalismo infantil que produjera beneficios y relativizara el hecho de que los mendigos fueran una tara para el estado. En cualquier caso, ha de comprenderse como una crítica hacia el sistema político, económico y social, desde una perspectiva artística.
El título irónico de la exposición responde bien a esa publicidad engañosa y ficticia de los compradores de oro. También el hecho de que se presente en una casa familiar habla de estos propósitos. A través de la reunión de una serie de dibujos, fotografías, vídeo, etc., cuyo eje principal es la relación del arte, lo político o la supervivencia de una intimidad en estado crítico, Antonio de la Rosa vuelve a presentar un trabajo que tuvo que realizarse de una manera casi clandestina hace doce años. Hecho que vuelve ahora a repetirse de una manera doméstica que integra factores importantes de la instalación, junto a una consideración acerca del funcionamiento del arte institucional en relación tanto a los espacios expositivos como a su carácter comercial. Directamente relacionado con cuestiones que afectan al espacio que realmente muestra el arte, se trata de realizar sin pretensiones una lectura del funcionamiento del mercado, donde tiempo y espacio son oro: el artilugio duchampiano de transformar en arte todo lo que toca.
En Compra oro, Antonio de la Rosa vuelve a retomar un proyecto realizado en el Garaje Pemasa que fue censurado a instancias de diferentes órganos. El más importante es que provocara que el Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid expresara, en un texto mal escrito con pretensiones de crítica de arte, sus ideas acerca de las cualidades estéticas de un artista cuya obra había sido auspiciada por un jurado especializado y serio. Hemos de celebrar que exista esa libertad de expresión, donde se invocan una serie de conceptos periclitados que, en buena medida, son precisamente aquellos que el artista viene a mostrar. De paso, podemos hacer una prueba de las ideas que suscita el arte en algunos ciudadanos, ya que a juzgar por dicho informe, el arte se define como una cuestión subjetiva y, por tanto, la tarea de comprenderlo se considera algo inaprensible y poco eficaz. Una opinión que puede cuestionar lo que sea buen o mal arte, y, en este caso, decidir que su obra sea de malísima calidad, malísima técnica y malísima imaginación. Casi un elogio. Porque de dicho informe punitivo queda constancia de que sus dibujos se atreven a mostrar impúdicamente elementos impropios como "sangre, cuchillos, golpes, muertes, miserias, penes, etc.". Por otra parte, sabemos que cuando uno hace estos juicios para impugnar una obra de arte, algo extraño debe pasar por esas cabezas indignadas.
El problema principal que plantean sus dibujos es que golpea a la sensibilidad humana con su negatividad: una niña se corta el tronco con una sierra, hay amputaciones, mientras un adulto le dice: "es por tu bien". O que un matrimonio practique sexo en un sofá, mientras una niña observa callada y se le diga: "Ya lo entenderás". Si este defensor viera cómo Botticelli pintaba a una joven atacada por unos perros en un bosque, azuzados por unos caballeros, veríamos qué opinaría de la crueldad y su estrecha relación con el arte. No hay que ponerse ni muy hegeliano, ni muy trágico, para saber que si existe una arte donde aparecen escenas de crueldad es precisamente en el arte relacionado con lo cristiano. El caso es que estos dibujos no tienen ningún espíritu provocativo, sino que contribuyen a mostrar cuestiones familiares, al menos en el caso de España en referencia a lo que se ha denominado, de una manera eufemística, violencia doméstica.
Con todo, este psicólogo de corte conductista advirtió de una manera punitiva que esta exposición había de ser prohibida en aras de una educación positivista de la infancia, ya que no se pueden utilizar imágenes de niños para tratar asuntos como la depravación o la crueldad. Es problemático porque pudiera ser visto por un algún infante. No sabemos qué opinaría de sucesos lamentables recientes, donde -por poner un ejemplo- un ciudadano entra por la fuerza en la casa de su exnovia y decida acuchillar y asesinar a su padre, a su hermano, a su pareja, etc. Porque el asunto de la violencia y la hipocresía es su devenir como noticia, al hacerse pública a cualquier hora, a través de los medios de comunicación de masas. Otro ejemplo, lo importante no es que alguien provoque un accidente y mate a otro de manera fortuita. El asunto es que un torero se encuentra en estado crítico. Se trataría entonces de cómo crear una ficción desde la realidad de un hecho. Y un niño podría ver estos dibujos inspirados en la publicidad de los años 50, mostrando irónicamente y sin cinismo aquellas desviaciones normales de nuestra sociedad. Y, a pesar de que aparezcan infantes, estos dibujos no son estrictamente para ellos. Además, poseen una calidad apreciable porque en ellos se conjuga de manera adecuada el fondo y la forma de su mensaje: mostrar los aspectos más familiares de una sociedad abocada a la crisis sempiterna a través del humor negro.
Otro aspecto de este proyecto es establecer de una manera rotunda cuáles son los espacios que le quedan al artista para exponer su obra, sin caer en el espacio normal de la galería, el museo u otras salas de exposiciones, cuya máxima dedicación es mostrar las cifras de asistentes a sus eventos. Si su trabajo plantea problemas legales debido a los temas transgresivos que trata, entonces es altamente probable que aparezcan la censura, el silenciamiento mediático o directamente el rechazo frontal. Entonces, lo que muestra Antonio de la Rosa es proponer nuevos espacios artísticos donde una trayectoria no asuma el fracaso que significa caer sólo en manos de la institución. Al contrario, en su obra ha sido constante el enfrentamiento con las prácticas artísticas adocenadas, presentando desde la órbita de la creación actual aquellos dilemas que practicados en privado pueden ser válidos, pero que a la hora de ser expresados en público requieren una fusca diplomacia. Esta problematicidad que pretende enseñar si el arte es una cuestión privada o pública, es uno de los objetivos importantes de esta doméstica exposición, donde el artista queda convertido en un redivivo rey Midas.
En cada estancia de esta casa se propone una extraña combinación de despojamiento e ironía, con un acendrado sentido de lo inhóspito que también señala lo más oscuro de nuestra sociedad del bienestar. Si pensábamos que sólo el tiempo y el espacio eran valiosos, también es cierto que lo que Antonio de la Rosa ha construido es la conversión de su arte en oro. Con estos dibujos, devuelve con extraña sutileza a la sociedad un espacio ajeno al espectáculo diario de lo vulgar. Y esta huida de lo normal y lo adecuado, es, en su caso, la iconoclasia propia de un dandysmo que no duda en proclamar su diferencia.
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