Una nueva violencia política
Sorprende que en la constitución del espectro político actual la eliminación del componente social sea un hecho que demuestre lo lejos que andamos de una verdadera creación de sujetos libres. A pesar de las marchas que caminan hacia el centro de la capital de la democracia culminen en el mismo lugar donde conviven aquellos que piden una nueva realidad. Son los mismos consumidores que lentamente pasean en los lugares de esparcimiento como tiendas o edificios que han pasado de ser cines o teatros a convertirse en grandes superficies comerciales. Suelen ser las mismas personas que necesitan explorar en su conciencia política para desarrollar una indignación contagiosa. Existen todavía lugares para la rebelión conjunta, a pesar de que hemos comprobado recientemente en Noruega la potencia voluntariosa que un solo individuo puede tener para desarrollar una lucha repulsiva de carácter ideológico y racista que habita bajo el espíritu de la ultraderecha. Sorprende comprobar el caso del estado del bienestar y hacia dónde ha conducido todo ese simulacro de libertad impuesto desde una educación aparentemente democrática donde lo único que podemos constatar es la conversión del ciudadano en fantasma de sí mismo. Imaginar que un solo individuo, disfrazado de una manera irónica en policía, lleve a cabo un asesinato colectivo y masivo, después de un atentado donde han muerto casi cien personas de la manera más absurda, es una cuestión de política actual que ha de considerar la validez de los planteamientos que han llevado a glorificar el estado de la ética democrática, sin advertir que es precisamente la función de los que integran el estado –esto es, la mayoría- el derrumbe de las ideologías. El nihilismo social donde vamos viviendo un continuo apocalipsis es lo que termina por fundamentar que ciertas prácticas terroristas sean consideradas como un virus que se ha introducido en el cuerpo de lo social. Esta situación paradójica donde no terminamos de comprender que el Estado no somos todos, muestra que la estructura del poder es también fruto de un simulacro de felicidad. Necesitamos vacaciones, generar gasto y trabajar, tanto como para no ganar dinero, sino como suele decirse, para ganarse la vida. La crisis actual no es simplemente económica, ni política, ni social. La crisis se ha expuesto como el verdadero motor de la sociedad, administrando la voluntad de los componentes de la democracia en una suerte ilocalizable donde saber esconder los intereses propios. Ahora que abundan las cadenas de televisión y la proliferación de las imágenes, se favorece el ocultamiento de las verdaderas realidades, se provoca que el individuo social ni siquiera se plantee la capacidad efectiva que posee para movilizar las cosas. Aún dependemos del ciclo económico entre el trabajo, el banco y el gasto, nadie ha decidido contraatacar realmente a esta estructura que es la que sostiene el poder impositivo. Abogar por una cierta violencia política no significa necesariamente que haya que devenir terrorista, pero lo que sí es cierto es que el poder se encarga de anunciarnos que el enemigo está en el interior de nuestra sociedad. ¿Habría que valorar aún que el mayor acto surrealista sea salir a la calle y disparar sin orden contra todos? En el análisis propuesto por el anónimo Comité invisible en La insurrección que viene, se señala con insistencia la necesidad de una acción violenta, en el sentido de provocar cambios que afecten directamente a las estructuras ocultas que nos gobiernan. Pensar en que los políticos corresponden a una representación directa de los votantes no es sólo un requerimiento utópico, sino una mentira que parece favorecer la imposición de ciertas verdades que atraviesan la realidad del día con una cierta voluntad de atracción sobre el cuerpo social de una mentira lo suficientemente autónoma como para no dejar al ciudadano tener una vocación transformadora: “Querrían vernos detrás del Estado, movilizados, solidarios con una improbable chapuza de la sociedad –se escribe en el prólogo a dicho texto-. Pero resulta que nos repugna de tal manera unirnos a esta movilización, que puede ocurrir que uno decida más bien tumbar definitivamente al capitalismo”. Lo que si podemos comprobar es que la indignación forma parte de una estrategia pequeño burguesa donde se busca piso, coche y seguridad en el mismo centro del comercio de la ciudad. El infantilismo se ha mostrado también en esas disquisiciones intelectuales de nivel bajo y en el cinismo con el que van a ser utilizados durante las próximas elecciones por parte de los políticos. Es mejor que la política dimita y muestre sus verdaderas intenciones. Mientras muere Amy Winehouse y se vuelve a la macabra atención mediática a un asesino en democracia, se olvida la inacción impasible ante la muerte y la hambruna en Sudán. Es cuestión de democracia, es cuestión de seguridad, pero se rechaza con insistencia una rehabilitación inminente capaz de decir en un estribillo pegadizo no, no, no.
El derecho al (t)error
El problema central que parece favorecer que la sociedad siga viviendo en el temor es que se trata de buscar enemigos que hipotéticamente son capaces de desestabilizar el orden normal democrático, desde el terrorismo islamista al asesinato en masa ultraderechista. Necesitamos de una violencia política individual capaz de dar soluciones a estas cuestiones. El problema es saber hasta qué punto la creación moderna de la democracia haya estado siempre vinculada a la presencia del terror. Como afirmaba Adorno, somos nihilistas, pero no lo bastante. Vivimos entre las ruinas del tiempo que es pasado y aún debe perdurar en algún político de izquierda la idea de que estamos en el mejor de los mundos posibles y que aún se sabe cuál es la mejor manera de cambiar. Siempre que haya algo que hacer, estará todo por venir. Maurice Blanchot señaló cómo esa relación inevitable de trabajo y obra se muestra como una negación del ideal, pero no porque se ofrezcan soluciones capaces de arreglar un determinado estado de las cosas. La cosa artística es en este sentido una disposición a la revolución: o libertad o muerte: “Tal es el sentido del Terror. Cada ciudadano tiene, por así decir, derecho a la muerte: la muerte no es su condena, es la esencia de su derecho; él no es suprimido por ser culpable, sino que necesita la muerte para afirmarse como ciudadano y la libertad le hace nacer en la desaparición de la muerte” (La literatura o el derecho a la muerte) Si el arte comienza como un trabajo de negación de lo establecido se debe a una razón suficiente: el artista es considerado como un terrorista porque muestra que adentrarse en el cuerpo social es también una labor de zapado y ocultamiento de los artefactos que posibilitarán el derrumbe final del edificio capitalista. El arte es hostil a lo social porque no es considerado sino como un juego lujoso. Es extraño a la realidad porque se propone con una efectividad desligada de lo imaginario o lo populoso. El arte se escabulle en el orden geométrico del capital, pasa a ser un espacio difícil porque muestra sus propias contradicciones. El papel del arte actual está precisamente en esa negación impositiva de la muerte y en la superación de los accidentes y obstáculos que emergen de la realidad. En esa inextricable relación entre el ser y la nada, en su misma identificación, surge el arte como un momento de salto al vacío, capaz de destruir la vinculación que ha llevado al conocimiento a esta suerte de terror que cuestiona la verdadera duración de los valores democráticos en su propia ambigüedad. De camino al cementerio podría ser un lema propicio para todo aquel que decide otorgar al arte una necesidad originaria y final. El problema del anarquismo es saber hasta qué punto carecemos de esos puntos iniciales porque nos constituye una muerte difícil. Cuando parece que todo está organizado y estructurado, esto es, el poder político en su presencia más activa, entonces surge una separación entre su posibilidad y su forma de aparecer. Efectivamente, son tiempos donde parecemos estar elevándonos sobre el desfondamiento de una civilización que ha encontrado en el capitalismo una impresión salvífica. Pero la realidad es siempre otra. La cuestión de la democracia actual muestra que también nos constituye el error y la negación total. No el final de un imperio, sino su propia constitución. El cementerio de los ideales y sus tumbas también resguarda en esa zona perimetral que compone este silencio de democracia moridera y aparentemente viva. Muerte destinada a constituirse en la verdadera cara de lo social, arte donde convive aún la posibilidad de encontrarnos en el fin. Porque si la modernidad se cifraba en ese estar de camino al cementerio, estamos en la actualidad presenciando nuestra muerte impropia.
Demo(a)cracia
La cuestión de la democracia es propiciar que el encuentro con sus propios límites sea el cuestionamiento de los ideales que han favorecido su presencia deseada. Como demó(a)cratas carecemos de un origen preciso, diluyendo el vaciamiento continuo de los ideales emancipatorios en una clausura de representaciones, un simulacro de versiones idealizadas desde la corrección y la seguridad. Con mayor templanza habría que instaurar nuevos modos de decir que no impidan que el salto metropolitano no haya codiciado aún la conquista del espacio social. Si cuestionar la propia democracia es un ejercicio de reflexión política sana, no dudamos en incluir los propios límites sociales que pretenden enmascarar con buenas palabras y pensamientos agradecidos el desfondamiento del vacío. No se puede pretender que desde la simple indignación vaya a producirse algún cambio. La corrección política, la adecuación de las palabras a los hechos es otra mentira que contribuye a crear esa extraña comprensión de que estamos ante el mejor modo de gobierno. En una sociedad donde el único espacio que le queda al pensamiento de la propia finitud es la incorporación y la asimilación, debe haber otros modos de crear y apostar por una diferencia notable. El pensamiento de los límites de la democracia constituye otro de los flancos aparentemente intraspasables. Si uno ataca en democracia apostando bien por la insurrección o por la desviación histórica que supone continuar entregado a la revisión, sabe que estará condenado a que desde la limpieza y la higiene se vuelva a impedir que el demos se organice frente al poder del Estado. El cuestionamiento de la democracia se constituye en el centro de la política actual, preservando el poder unívoco del estado enfrentado a sus votantes. Seguir pensando en la quimera de los derechos universales, pretender encontrar un ascenso histórico en nuestro presente, son algunos aspectos que han conducido al ilusionismo incapaz de organizar una lucha invisible frente al poder de la banca, la empresa o el dinero. No se trata tanto de desviar el interés hacia los argumentos que llevan a tratar como terroristas a cualquiera que pretenda salir de ese orden biológico que irremediablemente conduce a la pasividad y a la aceptación de un orden geométrico capitalista. Difícil acción aquella que pretenda salirse de la estructura impuesta desde el poder. No se trata tanto de lidiar con la violencia desde las buenas palabras. El propio vaciamiento de la democracia estatal a través del ordo universal occidental muestra el salto y la búsqueda de nuevos recorridos que abandonen esta fosilización del pensamiento que se atreve a poner en solfa aquellas fracturas que componen nuestra (in)diferencia. En esta indigencia democrática proveniente de una constante histórica antirrevolucionaria surgen los saltos que conducen a que aún sea posible establecer nuevos modos de practicar una libertad coartada, si pone en duda la seguridad hipostasiada a través de los medios de control estatal. A esta democracia que vive a medio camino de la indignación y las buenas palabras, en una suerte de pensamiento naturalista y bondadoso, sólo le ocurre que aún no ha decidido pensar si realmente su cuestionamiento sea producto de la intención del ensayo y del error. Atravesar la ciudad es sorprendentemente comprender que si bien la naturaleza no da saltos, sí que hay una solución en la resistencia y en la acción: ser lo que aún perdura, donde el control y el derecho a una vida plena no puede evitar el terror. Al final, nuestro propio sistema político es quien ha permitido que vivamos en un cuestionamiento total de lo que va a devenir una democracia más activa y consecuente, sin continuar en la pretensión de una libertad controlada por el Estado que administra y permite la muerte y el terror. Esto es, el vaciamiento de unos ideales que no terminan de olvidar su verdadero contenido.