Pero, amigo, paciencia, que si hoy se ha perdido, mañana se ganará.
QUEVEDO
Del juego como talla
Resulta que en el juego lo que escapa a nuestro control limita trágicamente con la presencia impertérrita de ese ser llamado croupier. Si la suerte le hace tambalearse, encomiéndese a esa fría e imperturbable apariencia de amabilidad, esa de la cual sospechamos que esconde un secreto para el que se la juega en cada mano, jugada, lance o fin de partida. Afortunadamente, un golpe de dados no abolirá el azar. Porque a la figura del croupier le hacemos a veces responsable directo de nuestro juego. En este sentido, su presencia se asemeja a la de un tallador, alguien que graba y registra despiadadamente y con fría emoción el sentido de nuestra mano. No en vano, él se sabe entre ladrones que buscan a través del riesgo y lo que pide es una cierta soledad y una acendrada vigilancia.
El croupier parece resolver cada jugada con un estilo meticuloso que molesta de algún modo al jugador porque sabe que la suerte pasa por sus manos. Y si no nos gusta, desconfiamos y pedimos erróneamente a otro. El juego pertenece entonces a un supersticioso encuentro con la sorpresa y la ganancia, algo que para el verdadero jugador nada tiene que ver con el hecho de aumentar crematísticamente su caduca bolsa, sino con las ganas de usurpar la suerte por medio de la fortuna. Quiere decir que hay algo de poética en el destino de una tirada de dados que suele escapar del ritmo incontestable de la apuesta, cuando lo que se aparece nada tiene que ver con la expectativa de ganar o perder.
Lo que importa es el mismo hecho de jugar y jugársela en cada lance, como si estuviera el jugador en un desequilibrio acrobático donde acaso más valiera guardar el silencio propio de la partida. El jugador apuesta por hacerse legible ante los ojos del croupier que no trata de enjuiciar una partida, cuanto seguir el correcto modo de perder o ganar. Jean Genet lo explicó en su Diario del ladrón, no importaba demasiado ganar o perder, sino simplemente dejarse llevar por las emociones de lo poético cuando se presentaba la ocasión: “mi vida debe ser leyenda, es decir, legible, y su lectura, alumbrar alguna emoción nueva que yo llamo poesía. Ya no soy nada, sino un pretexto”.
Jugar es ese saber leer tallando las cartas o los dados. Ese encuentro de lo azaroso impulsa el olfato hacia una mesa gobernada por el riesgo de los dados y sus suertes. Ya libres de partidas, cuando somos conscientes de que, si hemos ganado o no, nos hemos convertido por cuenta propia en jugadores en una situación que nada tiene que ver con la ganancia, sino con una apuesta estética que nos invita al peligro: “Stilano jugaba –escribe Genet. Le gustaba saberse fuera de la ley, sentirse en peligro. Lo afrontaba por empeño estético”. Esta perseverancia contribuye a que podamos considerar al croupier como una especie de crítico de arte y al jugador como el artista de la nueva acrobacia. Como recomendaba Oscar Wilde, más vale confiar en lo imposible que en lo improbable.
De vuelta a Ruletenburg
Dostoievsky escribe la novela que mejor describe esta extraña relación en El jugador. Escrita en las tardes que le dejaba libre Crimen y Castigo, su título inicialmente se iba a llamar Ruletenburg, nombre ciertamente absorbente para una ciudad dedicada en exclusiva al juego. Porque si en la actualidad el juego está ligado a lo cinematográfico y al desierto de Las Vegas, en aquellos tiempos el juego tenía una elegancia perdida entre el balneario y el casino. Primero se decide ir a este lugar por sus cualidades saludables y acuáticas, después se comprueba que los nervios han sido arruinados para siempre. Esta paradójica relación puede sugerir que el azar, la ganancia y la perdición deben darse en espacios apropiados a la tranquilidad, sabiendo que el clima del casino se manipula para imponer una tensión amenazante para el visitante.
En cualquier caso, no hay croupier que no tenga pensada la forma en que debe mantener al jugador despierto. El propio Dostoievsky en su novela describe su propia experiencia, ligando un matrimonio fallido y cansado a la fuga que llevó a cabo con su amante a la Europa de los casinos de París y Baden-Baden, perdiendo dos veces todo su dinero por culpa del juego y por su temeridad. Ya que el juego significa la ganancia rápida y apresurada, al jugador y al croupier se le encomienda la aceptación del riesgo de la ruleta. Si la rueda de la fortuna siempre ha estado de otra manera ligada al reparto de las cartas, el riesgo de ambos momentos contribuye a la constitución de nuevos goliardos que tratan de encontrar en lo esotérico un verdadero medio para llegar al cuerno de la abundancia. Pero el jugador no tiene la seriedad del que sólo juega por ganar dinero, el croupier sabe que oscila ante una caballerosidad ya perdida y la chusma que sólo busca ampliar sus beneficios. Por eso su apariencia debiera ser también imperturbable y ataráxica. El croupier es un escéptico que lo ha aprendido todo durante el juego y por eso no deja traslucir su emoción.
Al jugador que simplemente llega a Ruletenburg con la esperanza ciega de ganar lo perdido, más le valiera dedicar su esfuerzo en otras oportunidades más seguras. El verdadero jugador sabe que es el centro de un espectáculo donde se alían la seguridad de la pérdida con la azarosa ganancia de tiempo. En esta puesta en escena de cualquier juego de azar, aparece el croupier controlando y registrando todos los envites. Un efecto ruinoso porque el empedernido en realidad es el vigilante, no el jugador. Así, aparece como duro de corazón, como convertido en piedra. Y si Dostoievsky ataca fieramente a ese jugador que sólo busca la recompensa, hay alguien que merece todo su desprecio porque es peor que esa canalla: el croupier, vigilante y ajustando todas las cuentas. Aquel al que denomina gentuza.
Cálculos
Si el croupier recibe su nombre porque sujeta un garrote -el croup- con el cual mueve las fichas, el jugador está en otra región de ese juego aparentemente controlado. Por otro lado, el jugador no debe calcular. Esas acciones sólo van directamente encaminadas a la probabilidad. Aunque es verdad que ambos llevan papeles cuadriculados, observan las jugadas, cuentan, deducen y de alguna manera, calculan, el croupier no se la juega. Simplemente está al tanto de si la apuesta es grande, como si esperara un hecho extraordinario. Esto es visible en la ruleta donde se une el destino nihilista con el ir y venir de la zozobra. No hace falta ponerse en plan heideggeriano para saber que el juego de azar es el lugar de correspondencia entre lo que ya no va más allá porque ya ha sido hecha la apuesta.
Ese sentido de una nada identificada con el cero no sorprende al croupier porque sabe que si la bola cae en el número 0 se dice zéro y se hace una nueva tirada. Entonces, la banca gana todo lo que hay en la mesa. No obstante, si se ha apostado al cero, la ganancia será treinta y cinco veces lo apostado. En esos instantes el jugador suele desconfiar del croupier. Cuando da inicio al juego, dice rien ne va plus y se gira la ruleta: el juego está hecho. En ese instante, nada va a ir a más, ni siquiera el impertérrito vigilante: “se me figura que estos croupiers –escribe Dostoievsky-, siempre tan tiesos y que aparentan ser simples funcionarios a los que no les importa en absoluto que la banca gane o pierda, no son tan indiferentes a las pérdidas de la banca, y se comprende que estén aleccionados para atraer a los jugadores y velar por los intereses del negocio: para esto reciben sus premios”.
Como se puede apreciar existe una relación directa entre el hieratismo pétreo del croupier y el cálculo. No hace falta tener un gran olfato metafísico para vincular entonces su aspecto elegante y compungido con la práctica más alejada de lo que se considera un verdadero jugador. El cálculo mal se aviene con la intuición iluminada y fortuita del que escucha, a pesar de todo, con ansiedad al croupier, sabiendo también de la promesa de felicidad que anuncia que mañana todo habrá terminado.
Retrato del croupier como testigo de la suerte
El croupier suele ser francés. Marcel Duchamp sugirió la vinculación entre el artista y el juego de la ruleta, al que añadiríamos el papel del crítico como croupier. Como Francis Picabia, era conocido por sus escarceos en los casinos de la Costa Azul y Barcelona. Para ganar dinero en la ruleta, Duchamp propuso en 1924 crear unos bonos especiales destinados a producir ganancias con el juego, pero eran duchampianamente ineficaces. Con todo, en una carta a Jean Crotti en 1952, escribe: “los artistas de todos los tiempos son como los jugadores de Montecarlo y la lotería ciega hace ganar a unos y arruina a los otros. Para mí no vale la pena ocuparse ni de los que ganan ni de los que pierden. Es un buen asunto personal para el ganador y uno malo para el perdedor” .
Pero en esa zona de juego se ausenta el sentido común. En el momento donde ya no importa la ganancia o la pérdida, el artista se sitúa en una mesa porque ya sabe que está destinado a un tipo de juego comparable a una conversación, con la propia tradición y con el propio testigo de su suerte. El croupier es el encargado de dar testimonio de lo que dice al artista la suerte: “dos movimientos de naturaleza opuesta buscan la suerte, el uno de rapto, de vértigo; el otro, de acuerdo. El uno quiere la unión brutal, erótica; la mala suerte se precipita, vorazmente, sobre la suerte, la consume o, por lo menos, la abandona, marcándola con un signo nefasto: un movimiento abrasador –la mala suerte sigue su curso o acaba en la muerte-. El otro es adivinación, voluntad de leer la suerte, de ser su reflejo, de perderse en su luz. Frecuentemente, los movimientos contrarios se complementan […] la suerte nace del desorden y no de la regla” .
Esta relación de dos tipos de busca de la buena suerte no son más que el afanoso encuentro de una aparente zona neutra del juego donde el croupier parece ajeno a la irrupción de la carta esperada. Y en esa vinculación de la suerte esperada con la destreza del juego, Bataille ha señalado su relación con una belleza ciertamente cercana al ingenio y su resplandor, a lo que se añade la funesta acción de la temida mala suerte donde la belleza se hunde en la prostitución: “la suerte es más que la belleza, pero la belleza saca su fulgor de la suerte”.
Nada va a más
Para Bataille, el no-ser parece ser el ser que se pierde: “la suerte es el efecto de una puesta en juego. Este efecto no es nunca el reposo. Vuelta a poner en juego sin cesar, la suerte es el desconocimiento de la angustia (en la medida en que la angustia es deseo de reposo, de satisfacción)” . Pero nuestro croupier se atiene a ese reconocimiento del miedo y la temeridad, haciéndose responsable directamente de pagar o recoger el dinero de los jugadores. Una acción que aparentemente no atañe al propio juego y que precisamente está en ese espacio de lo neutro donde el repartidor no se deja engañar por los fulleros.
Es más, su misión está a mitad de camino entre el juego, la suerte y el silencio. Es el que mantiene el ritmo de cada jugada con la destreza propia de aquel que sabe que la nada que acucia siempre puede ir a más. Porque en esta relación entre el arte y la suerte, el jugador comparece de una manera extraña a la dualidad que se imbrica en su tentativa. Es precisa la parada, la retirada, la espera que el crapuloso croupier realiza con su dirección: “si no se detuviese en el camino, el arte agotaría el movimiento de la suerte: el arte sería entonces otra cosa y algo más que el arte” . Aquí Bataille introduce una nota donde hace confluir el escamoteo propio de la magia y el ilusionismo al efecto real del arte. No se trata de comprender que tras todo el arte habita un engaño o un truco. En el arte, el jugador se limita a su partida, sin ser a veces consiente de que siempre hay algo que ya no va a ir a más: “De hecho, el arte se escamotea. La mayor parte del tiempo un artista, en principio, se limita a su especialidad. Si se sale de ella es, a veces, para servir, a una verdad más importante a sus ojos que el arte mismo. Un artista, lo más a menudo, no quiere ver que el arte le propone crear un mundo semejante al de los dioses o, en nuestros días, semejante a Dios” .
Como no hay nada definitivo para jugador y croupier, esa transformación de su vida en proyecto no deja cabida a un retorno, salvo el destinado a hacer girar la ruleta. Ambos no se dejan llevar porque saben todas las respuestas posibles a este sistema dual donde, todo o nada, rojo o negro, carta de más o menos, van a conducir previsiblemente a un espacio del dispendio o de la avaricia que ha de ser eliminado del juego. No se trata de un problema moral, sino de mantener un estilo capaz de resolver airosamente una cuestión oculta, hacer de la vida un juego absurdo entre lo absoluto –lo separado- y el azar que propicia el encuentro. Un proyecto surrealista donde sólo queda seguir lanzando los dados porque lo que se ha puesto en juego es la propia pericia.
La canción del croupier del Mississipi
La canción del croupier del Mississipi
La suerte poética aparece en un poema de Leopoldo María Panero donde el poeta es un croupier que ha decidido hundirse en una crápula también estetizada. En este caso, vuelve a repetirse la imagen de alguien que medita acerca de su suerte como un expulsado del paradisíaco casino de la literatura. Refiriéndose a su labor como poeta, parte de algunos tópicos donde se entremezclan temas como el alcohol, la sangre caliente y la escritura en España, junto al desdoblamiento propio de la escritura. En este sentido, lo importante es que el croupier se sabe solo en sus momentos críticos:
Fumo mucho. Demasiado.
Fumo para frotar el tiempo y a veces oigo la radio
Y oigo pasar la vida como quien pone la radio.
Fumo mucho. En el cenicero hay
Ideas y poemas y voces
De amigos que no tengo. Y tengo
La boca llena de sangre,
Y sangre que sale de las grietas de mi cráneo
Y toda mi alma sabe a sangre,
Sangre fresca no sé si de cerdo o de hombre que soy,
En toda mi alma sabe a sangre,
En toda mi alma acuchillada por mujeres y niños
Que se mueven ingenuos, torpes, en
Esta vida que ya sé.
Me palpo el pecho de pronto, nervioso,
Yo siento un corazón. No hay,
No existe en nadie esa cosa que llaman corazón
Sino quizá en el alcohol, en esa
Sangre que yo bebo y que es la sangre de Cristo,
La única sangre en este mundo que no existe
Que es como el mal programado, o
Como fábrica de vida o un sastre
Que ha olvidado quién es y sigue viviendo, o
Quizá el reloj y las horas pasan.
Me palpo, nervioso, los ojos y los pies y el dedo gordo
De la mano lo meto en el ojo, y estoy sucio
Y mi vida oliendo.
Y sueño que he vivido y que me llamo de algún modo
Y que este cuento es cierto, este
Absurdo que delatan mis ojos,
Este delirio en Veracruz, y que este
País es cierto, este lugar parecido al Infierno,
Que llaman España, he oído
A los muertos que el Infierno
Es mejor que esto y se parece más.
Me digo que soy Pessoa, como Pessoa era
Álvaro de Campos,
Me digo que estar borracho es no estarlo
Toda la vida, es
Estar borracho de vida y no de muerte,
Es una sangre distinta de esa otra
Espesa que se cuela por los tejados y por las paredes
Y los agujeros de la vida.
Y es que no hay otra comunión
Ni otro espasmo que este del vino
Y ningún otro sexo ni mujer
Que el vaso de alcohol besándome los labios
Que este vaso de alcohol que llevo en el
Cerebro, en los pies, en la sangre.
Que este vaso de vino oscuro o blanco,
De ginebra o de ron o lo que sea
-ginebra y cerveza, por ejemplo-
Que es como la infancia, y no es
Huida, ni evasión, ni sueño
Sino la única vida real y todo lo posible
Y agarro de nuevo la copa como el cuello de la vida y cuento
A algún ser que es probable que esté
Ahí la vida de los dioses
Y unos días soy Caín, y otros
Un jugador de poker que bebe whisky perfectamente y otros
Un cazador de dotes que por otra parte he sido
Pero lo mío es como en Dulce pájaro de juventud
Un cazador de dotes hermoso y alcohólico, y otros días,
Un asesino tímido y psicótico, y otros,
En qué ciudad, entre marineros ebrios. Algunos me
Recuerdan, dicen
Con la copa en la mano, hablando mucho
Hablando para poder existir de que
No hay nada mejor que decirse
A sí mismo una proposición de Wittgenstein mientras sube
La marea del vino en la sangre y el alma.
O bien alguien perdido en las galerías del espejo
Buscando a su Novia. Y otras veces
Soy Abel que tiene un plan perfecto
Para rescatar la vida y restaurar a los hombres
Y también a veces lloro por no ser un esclavo
Negro en el sur, llorando
Entre las plantaciones!
Es tan bella la ruina, tan profunda
Sé todos sus colores y es
Como una sinfonía la música del acabamiento.
Como música que tocan en el más allá,
Y ya no tengo sangre en las venas, sino alcohol,
Tengo sangre en los ojos de borracho
Y el alma invadida de sangre como de una vomitona,
Y vomito el alma por las mañanas,
Después de pasar toda la noche jurando
Frente a una muñeca de goma que existe Dios.
Escribir en España no es llorar, es beber,
Es beber la rabia del que no se resigna
A morir en las esquinas, es beber y mal
Decir, blasfemar contra España
Contra este país sin dioses pero con
Estatuas de dioses, es
Beber en la iglesia con música de órgano
Es caerse borracho en los recitales y manchar de vino
Tinto y sangre Le livre des masques de
Remy de Gourmont
Caerse húmedo babeante y tonto y
Derrumbarse como un árbol ante los farolillos
De esta verbena cultural. Escribir en España es tener
Hasta el borde en la sangre este alcohol de locura que ya
No justifica nada ni nadie, ninguna sombra
De las que allí había al principio.
Y decir al morir, cuando tenga
Ya en la boca y cabeza la baba del suicidio
Gritarle a las sombras, a las tantas que hay y fantasmas
En este paraíso para espectros
Y también a los ciervos que he visto en el bosque
Y a los pájaros y a los lobos en la calle y
Acechando en las esquinas.
“Fifteen men on the Dead Man’s Chest
Fifteeen men on the Dead Man’s Chest
Yahoo! And a bottle of rum!” .
Escrúpulos o dudas
En Casino (Martin Scorsese, 1995) se narran las vicisitudes de un croupier que comenzó intuyendo resultados y realizando acertados pronósticos y que se encuentra dividido por su relación con un clan de la mafia que le permite dirigir un gran casino en Las Vegas. En realidad, una metáfora para hablar del posible cálculo del azar a partir de la violencia, el deseo y la vigilancia propias del desempeño eficiente del que conoce todos los trucos, tanto de los tramposos, como de los croupiers y de los que vigilan a éstos, hasta llegar jerárquicamente al discreto control del director protagonizado por un clarividente Robert de Niro: “en un casino, la primera regla es hacerles jugar sin cesar y hacer que vuelvan. Cuanto más tiempo jueguen, más dinero pierden. Al final, nos lo quedamos todo”.
¿Acaso el croupier es el intermediario de la suerte del jugador o es alguien que nada tiene que ver con el desarrollo de la partida? Porque en francés la palabra croupier hace referencia a algo estancado y corrompido, a alguien que parece condenado a arruinarnos o darnos la suerte. En este sentido, el croupier no parece tener escrúpulos ni dudas, eso está de más para quien sabe que lo que importa es otra cosa: posibilitar que no dejemos de jugar o que el resto de intercambiadores de la buena o mala suerte se alíen en contra de los jugadores que terminarán por arruinar su noche con sus días.
Por tanto, el croupier es alguien empeñado y empecinado, un expulsado que quiere volver a entrar de matute en Ruletenburg convertido en jugador, sabiendo –repetimos- que un golpe de dados jamás abolirá el azar. Al jugador sólo le queda continuar jugando hasta que la partida termine, después de arrojar sus cartas en el golpe. Mallarmé dio importancia a que este proceso de conflagración de lo azaroso, la suerte siempre trata de dirigirse a la materia. Un intercambio simbólico donde la ganancia o la pérdida terminan por disolverse, porque, si echamos cuentas, nuestro juego linda con la locura: “Arroja los dados; sé realizar el golpe –doce- el tiempo (medianoche) que creo reencuentra la materia, los bloques, los dados. Entonces (de lo Absoluto su espíritu se forma por el absoluto azar de ese hecho). Dice a todo ese alboroto: hay realmente en eso, un acto – es mi deber proclamarlo: esa locura existe. Habéis tenido razón (ruido de locura) al manifestarla: no creáis que voy a mandaros nuevamente a la nada” .
Después de estas consideraciones, pensamos en que siempre es necesaria la presencia incorruptible de ese croupier bienintencionado. De otro modo, la jugada corre el riesgo de convertirse en un caos interminable, entre el apetito del que juega, su experimentada destreza y el engaño que todo arte trae consigo. En el fin de la partida, el croupier se presenta como traductor y tercio supuestamente excluso. Como ha mostrado Michael Haneke (71 fragmentos sobre una cronología del azar, 1994), la temporalización del instante está vinculada a una vicisitud que en el caso de nuestro juego está supeditada a un arte mágico. Como señaló Adorno, “el arte es igual a la magia, pero sin la mentira de ser real”. Entonces el croupier comparece tallando entre nosotros el azar y la muerte.
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