Con la escultura ocurre como le pasaba a Guy de Maupassant con la Torre Eiffel, lugar vilipendiado en sus escritos en cuanto se le presentaba la ocasión. Todos los días acudía al restaurante allí emplazado. Un día un camarero le preguntó que porqué iba si realmente le resultaba horrorosa, a lo que respondió: -Porque desde aquí no la veo. La escultura veremos que es un arte complicada y huidiza y no es del todo cierto que sea un arte inmóvil. Si no que le pregunten a un escultor reconocible por todos, con ese nombre impronunciable Gutson Borglum, que no se le ocurrió otra cosa que tallar una montaña para crear unos bustos. Quizá se olvidó de que un edificio tiene unos cimientos y hemos de vestirnos por los pies. Los cimientos movedizos de la escultura actual hablan de esa radicalidad que habremos de buscar en el trato con lo vacío y lo mortal. La escultura deviene irónica y procaz, pero también muestra que sus límites son su propia muerte. Ese peligro que acecha es la caída, la medida para una configuración extrema de unos rostros que han ido envejeciendo como la política y la cultura. Al final, veremos cómo la escultura será una prueba del desfondamiento y la pérdida del equilibrio propios de las sociedades actuales. Esa radicalidad es precisamente el cuestionamiento de lo que sea escultura o no. Lo cierto es que un irónico, pero clasicista Salvador Dalí lo advirtió: lo mínimo que podemos pedir a una escultura es que esté quieta. Quizá Alexander Calder no se sintiera comprendido en esta confabulación contra su obra, pero hemos de decir que si atendemos a una radicalidad propia de la escultura, partiendo de las transformaciones que ha sufrido desde el siglo XX hasta llegar a la actualidad, muestra que se han producido cambios importantes, diluyendo los límites de las artes en una especie de sinestésica operación donde lo escultórico está relacionado con la pintura, la instalación, lo puramente teatral o hasta la música. Con todo, hay un objeto antiescultura situado encima de un pedestal que data de 1917.
Este devenir del objeto encontrado o no en el puro humo, traslada los intereses de la escultura por los materiales clásicos hacia los avances técnicos, minando los cimientos estables que identificados o no con la afirmación o pérdida del pedestal, van a consolidar posturas radicales que, bien mirado, van a rechazar la abstracción pura por un naturalismo asociado a lo clásico, sin olvidar un cierto expresionismo. Esta vuelta actual a la figuración humana escultórica va a provocar un cambio que, de alguna manera, va a transformar la escultura en una proyección de la sociedad y de la propia creación artística. Quiere decir que la escultura que busca su radicalidad y su enraizamiento corresponde a la historia de una inquietud propia del artista contemporáneo. Dedicarse a la escultura no significa ser escultor. En la actualidad –veremos- muchos artistas producen escultura, pero ligada a otras prácticas como la fotografía, la pintura, el teatro, la arquitectura, el cine, etc. Entonces, el escultor ha de tomar una actitud que conduce a tratar las artes de una manera peculiar. En definitiva, la escultura no es precisamente un arte fácil porque en ella se presentan problemas espaciales. También intuimos que la escultura es difícil para el teórico, como definir claramente qué hace que un objeto lo sea. Por ejemplo, podemos pensar en una falla valenciana o en esta extraña actualidad donde coexisten La guerra de las galaxias y una pieza minimal de Teresa Margolles que habla de la desaparición, la muerte y el desplazamiento de la civilización. ¿Qué hace que algo sea escultura? ¿Es una cuestión de materia y forma, de aquello que no corresponde a la pintura o a la poesía? ¿Es una cuestión puramente representativa de algo natural? ¿Es la historia de los materiales? ¿Qué hay de arquitectura y destrucción en ella? Porque etimológicamente la palabra escultura se encuentra vinculada a la acción de esculpir y de rascar, pero también hace referencia a una culpa. La escultura parece ser una exculpación o una inculpación y debemos ver si es inocente o culpable. Porque si consideramos que no toda escultura es una estatua, ni toda estatua escultura, hemos de avisar que lo que propiamente le caracteriza no es cuestión de estatismo, equilibrio, ubicación o distancia. En la palabra estático se concilia el alejamiento, el desvío y la subsistencia, pero también señala hacia el éxtasis, la composición y, en definitiva, lo que caracteriza a la escultura: un silencio cinematográfico, un dibujo erguido y en movimiento.
La escultura acaba por establecer una relación con el cine, el traje de Darth Vader encerrado en una vitrina acaba por superar al traje de Joseph Beuys. Es decir, más importante que la aparente tridimensionalidad, es la capacidad escultórica de poner algo en pie después de la demolición. Leído heideggerianamente, la estatua es un estar. La historia de la escultura es la historia del estar. A riesgo de ponernos estupendos con la etimología, diremos que el latino stare se refería literalmente a ese estar en pie, firme, esto es, inmóvil. Pero en esta imagen del Monumento al trabajador autónomo/autonómico donde se sitúa el artista contemporáneo, vemos lo que puede quedar de la escultura. Un simple pedestal situado frente a la escultura de Velázquez en el Paseo del Prado donde se ha inscrito un graffiti donde se lee: el enemigo está dentro, disparad contra nosotros. Quizá sea un aviso a paseantes. Como decimos, en el arte contemporáneo parece que la escultura no pueda quedarse quieta. Si ha llegado a convertirse en humo, también ha logrado devenir en peligrosas afirmaciones materiales. Es el caso de aquellas esculturas que devienen monumento funerario -nos acordamos ahora de Michael Heizer- o que directamente se consideran escultóricas por su tamaño extraordinario, es el caso de las obras de Claes Oldenburg. Lo que no tenemos claro es que una escultura radical sea realmente una escultura nueva. En realidad, hay diferencias, pero parece estar aún dependiendo de una tradición clasicista y realista. Figuración humana, preocupación en torno al pedestal, carácter conmemorativo o funerario. Una escultura es radical entonces porque va a encontrar que el suelo que pisa es aún movedizo. Si sigue estando vinculada a la representación, está siempre unida a la idea de pro statuarse, poniéndose frente al espectador avisado. En ese sentido original, prostituirse, recordaba Baudelaire, es simplemente ponerse en público. Señalaremos, dicho sea de paso, que el crítico tiene expresiones contra la escultura: no es como la pintura y debe aspirar a ser como la carne. Indicando cómo está muy cerca de lo natural debido a que trabaja con la materia, Baudelaire afirma que de ahí surge su realismo. Pero señala que lo más importante es que la escultura debe conducir a un rodeo, a una torsión que implica su carácter órfico. Estamos avisados que si la miramos demasiado acabaremos petrificados. Como crítico le planteaba problemas, no debía tener mucho interés en un arte que condujera simplemente a una materialización alegórica. Lo que sí señaló en un breve texto titulado Por qué es aburrida la escultura –me perdone Jorge Pineda- es que el origen de la escultura se perdía en la noche de los tiempos. Es un arte de caribeños. En ese sentido sarcástico, se refiere a aquellos que no añaden nada a la escultura ya que simplemente están dispuestos a redondear la materia, ignorando que el fin del escultor no es rivalizar con los vaciados.
En realidad, lo que parece afirmar es que la escultura es una mezcla prodigiosa de disimulos y de elecciones temáticas dispuestas para crear algo real. La escultura desvela entonces su verdadera apariencia fantasmal, como ocurre en el caso de la obra de Jorge Pineda: la fantasmagoría –escribe Baudelaire- se ha extraído de la propia naturaleza (El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud y niño). Entonces, para comprender que la escultura deviene radical hay que dar un rodeo, tomar distancia y cuidado. En el caso de propuestas escultóricas como las que traemos hoy aquí, veremos si esa radicalidad no es sino buscar las raíces o fundamentos donde la escultura ha sufrido tantos cambios y, precisamente, ese buscar en sus orígenes es la constatación de un naturalismo y expresionismo donde se quiere rechazar la abstracción. Porque si la escultura es una representación objetual peculiar que conduce a un extrañamiento más que al arrobamiento, hemos de decir que no se trata de representar. La escultura no es una imagen de nada, diría Adorno. Como vestirse por los pies, la obra de arte se organiza desde abajo. En ese sentido, siempre estará unida a una cierta presencia de la muerte y del vacío, considerando que la escultura es propiamente una reflexión en el vacío. Pero este carácter reflexivo y autónomo es como el propio rodeo de lo escrito. Y lleva ligada la reflexión sobre la situación actual del arte y de la sociedad. Nunca es vulgar o banal: hasta el graffiti tiene su historia. Y de alguna manera, forma parte de esa escritura particular de la escultura propia del arte. Escribir es en ese sentido, como muestran los trazos de Jorge Pineda, un arte escultórico donde se puede identificar la tachadura con el raspado. El escultor como una figura infantil, careciendo de un habla lineal, volviendo al borrón en la pared.
Extraña relación de la escultura y la escritura. Aquí no importa ya el valor de los materiales, su ductilidad, su aspecto carnoso y marmóreo. Se ha optado por un realismo pervertido. Esos procesos donde la técnica es más importante que el material, señala hacia esa capacidad de volverse contra sí misma propiamente escultórica. Repetimos que tampoco debemos pensar en una radicalización de la escultura descubriendo temas clásicos como la correspondencia entre la figura y la forma, el tratamiento del vacío como añadido o como falta, su relación con lo conmemorativo y lo monumental, su capacidad para ser objeto de consumo, sino comprobando sus argumentos para ser aún posible como arte. Una escultura radical es una escultura de lo actual, una escritura que corresponde a un proceso que no es simplemente el hecho de que un sujeto esté frente a un objeto. Hasta la escultura tratará de borrarse a sí misma. También la escultura actual se dice de muchas maneras, aún cuando un cierto estilo juanmuñozista sigue estando presente. El tratamiento del cuerpo conducirá como veremos a que una escultura radical sea capaz de utilizar cadáveres y muertos, artefactos y máquinas deseantes que contribuyen a que definitivamente la escultura ya no deba ser considerada como un objeto estético, inerte y frío. La escultura puede plantear otro sentido de lo formal, ya no trata de convertirse en piedra, sino en hiperrealismo. Cabe la posibilidad de que realmente ya no haya un cuerpo estatuario, sino la constatación de un vacío que transparenta su propia radicalidad. Seguimos pensando que en la escultura sobresale una cuestión pedestre porque tiene su base en los pies. En esa dirección, la escultura ha expandido el campo hasta una destrucción momentánea y monumental del espacio y del tiempo. En esa dirección, la escultura marca los límites entre la cultura y una civilización decididamente abocada a vivir en una crisis latente e inestable. Se habla de que la escultura ha perdido su pedestal y en parte es cierto. El desarrollo de las respuestas que se han dado durante el siglo XX a estos problemas lleva a la escultura a una peripecia, esto es, a marcar sus límites por medio de una expansión que será la vuelta a sí misma. Así, la escultura propone una vuelta, no es algo quieto, sino inquietante. Por esa razón, hay que tener cuidado en esa distancia que logra presentarse como extraña a la realidad cotidiana. Porque la escultura trata de dirigirse contra sí misma y deviene escultura porque es escritura. En ese movimiento es un arte del espacio, pero también pertenece al tiempo. En sus raíces, en el propio pedestal del pedestal, en esa zona de surgimiento y erección, en ese poner-ahí, el arte escultórico se convierte en una presencia extraña. ¿Dónde se sitúa la escultura? ¿No es acaso la sensación aparente de tranquilidad de su fundamento una sucesión infinita de niveles que acaban por conducir del autor a su obra? ¿Por qué en la escultura se borra el autor? Porque la escultura se presenta como una fantasmagoría. Una radicalidad que conduce finalmente a un uso escenográfico y teatral.
Por otro lado, como decíamos, en la palabra estático resuenan el desvío -el éxtasis- y el alejamiento -la apostasía-. Porque en este desvío elíptico alrededor de lo escultórico lo que caracteriza su estado radical es el retorno y su polimorfismo. Hubo tiempos en que sabíamos que una escultura era aquello con lo que tropezábamos al ver una pintura. Pero ese tropiezo era un aviso a paseantes. A pesar de todo es un deslizamiento, más en el caso de su importancia en el arte minimal, donde buena parte de sus postulados eran consecuencia de un aspecto escultórico y arquitectónico relacionado con un saber hacer a partir de las ruinas de una civilización crítica, como en el caso de Carl André. A pesar de las sarcásticas opiniones de Art & Language, cuando afirman que las esculturas de Donald Judd serían espléndidos alfileres de corbata, si fueran más pequeños, hay que señalar el desarrollo continuo que Robert Smithson dedicó a la escultura fascinado por el poder de lo artificial en el emplazamiento de lo natural.
Una escultura que fue la espiral Jetty o la rampa de arena, pero aquí hay otra cosa, una reflexión sobre la situación de un arte verdaderamente radical. A ras de suelo aparece un poco de tierra sobre un espejo. Robert Smithson entonces hace que la escultura hable consigo misma, reflejando todo lo que se ponga por delante. Un traje de Beuys, un móvil de Calder, las cajas Brillo de Warhol. De lo que se trata es de retener en una memoria fría y mercurial la escultura del presente. De lo que se trata es de intentar saber en dónde se enclava la obra de arte. Un espejo orientado hacia arriba, para que podamos mirar el abismo. Como decimos y volviendo a la cuestión escondida de los pies en los pies de la escultura, dejaremos caer, por ejemplo, el tratamiento que Luis Buñuel mostró por ellos. Los pies de la estatua son capaces de desatar el lascivo deseo de los protagonistas de La edad de oro, cuando se disponen a besarla cegados por la avidez. Posteriormente, Buñuel mostraría cómo esos pies heridos del anacoreta en el desierto se convierten en una escultura que se recorre de arriba hacia abajo. Pies que ya son la propia escultura que sostiene a un renegado Simón en el desierto. Entonces, se comprende que el apóstata sea el que se aparta.
Ahí el pie es otro objeto de deseo. Una escultura que es ya un pie descubierto, similar a ese cuerpo material narrado por Ovidio, donde tras una metamorfosis de Venus, la diosa se transforma en una estatua de marfil que, debido al ardor de su creador Pigmalión, llega a ser una mujer de carne y hueso. Digamos de paso que Didi-Huberman en ese extraordinario ensayo sobre el arte titulado La pintura encarnada ha incidido en esa transformación, señalando que Ovidio no quiere escribir la palabra statua porque es imposible. El caso es que la escultura se presenta como un problema órfico. No podemos mirar de frente ni a la escultura, ni al sol ni a la muerte. La escultura deviene como una presencia mortal, algo que pasa mientras va asentando sus pies. Podemos observar el pie de esta estatua, realmente un bajorrelieve. Es un pie de estatua que nos deja petrificados, como un órfico designio. Seguramente porque en esa transición de diosa a cuerpo su forma se aparece como un fantasma. Así, la escultura también se dirige hacia ese espacio liminar donde ya es fragmento. Al final, la escultura acaba por ser mármol, como señala Didi-Huberman, un auténtico fantasma metafórico. La escultura acaba por recobrar su cuerpo, un material destinado a las lápidas y a las conmemoraciones. Entonces, la escultura no puede estar quieta porque se apropia del desplazamiento propio de la muerte. Una trampa gradivosa, donde el espectador está ante el arte –en especial, la escultura-, como ante una mujer que pasa advirtiendo de la amenaza y el deseo. Llegar a la escultura es saber si debemos comprenderla, a pesar de que nos conduzca a quedarnos de piedra. En este sentido, vamos a ver estos argumentos, a favor de una escultura capaz de soportar aún la extrañeza, en la obra de algunos artistas cuya radicalidad es la prueba de una escultura que se vuelve contra sí misma en una suerte de poética iconoclasta, destructiva y deconstructiva. Así, representan en buena medida esta presencia órfica y estructural de la muerte, una capacidad por recobrar una transversalidad propia de un arte radicalizado en su propia destrucción.
La escultura en el caso de Jacobo Castellano tiene su origen en el dibujo. En sus inicios utilizó el punzamiento propio de esa escritura que relacionábamos con la escultura para realizar una obra cuyo eje era la memoria del castigo. Posteriormente, el descubrimiento de la tensión propia de los cuartos, las paredes de una casa familiar, se fueron convirtiendo en un tratamiento estructural del desastre que corresponde a ese desfondamiento de lo familiar. Una tensión que proviene de la utilización de materiales como el cuero, la fotografía, cuerdas o mantas a las que somete a un colgamiento amenazante que trata de buscar un orden en lo inhabitable. La escultura de Jacobo Castellano se dirige a una intimidad hermética. A pesar de su formalidad en la que se trata de reconstruir las posibilidades de una escultura donde se evita el uso de materiales clásicos, la correspondencia entre sus elementos trata de marcar unos límites que, en el caso de sus últimas obras, obligan al merodeo propio de la memoria. Sus esculturas precisan un movimiento pausado y distante que a veces se convierte en un movimiento pendular, circular y profundo. Estructuras que no son sino una deconstrucción donde sutilmente se afirma una inestabilidad. Ese vaivén de objetos relacionados con su vida personal, situados en los intersticios formados por el hierro, el cuero o la grasa, señalan hacia esa condición de la escultura que no encuentra ya su fundamento. La propia escultura es la demolición de lo que nos sostiene. La presencia del olvido, la ausencia del extraño que somos, el paso del tiempo y la tensión propia de una conciencia inevitablemente dañada, nos dirigen hacia una resistencia. Hacia donde se dirige propiamente su escultura es entonces un lugar difuso, tan cercano a la experiencia de la pared, como a la desaparición de los cimientos sólidos. Es entonces cuando lo Unheimlich es lo inhóspito, cuando deviene lo familiar, hogareño, doméstico, lo íntimo y, en contraposición, lo secreto, clandestino, misterioso y mágico de la escultura, la ocultación constante de un secreto. Por tanto, la escultura posee una apariencia real y otra fantasmal o metafísica. En este aspecto, las imágenes de Jacobo Castellano hacen presente una experiencia de lo inhóspito. No es sólo la suma de imágenes que se cuelgan desde una estructura de hierro, sino que plantean un sentido oculto, obligando al espectador a sentir esa amenaza como propia. Este movimiento giratorio que otorga la existencia de una vida ligada a lo muerte es donde podemos expresarnos a partir de una escultura órfica. Un giro que, como en un autómata siempre ficticio, sorprende el movimiento que le da vida. Un artista que, como ventrílocuo de sí mismo, habla desde diferentes lugares, sabiendo que es el propio movimiento el que conduce a Jacobo Castellano a dirigirse, no tanto a los soportes, sino a lo que sostiene: una poética de la ausencia donde lo inhóspito termina por destruir las imágenes.
La relación del arte con el capitalismo es uno de los principales temas tratados por Democracia. Si sus últimos trabajos han estado vinculados a los procesos de demolición, especialmente en su último trabajo donde el tema de la destrucción de chabolas se entendía como una escenificación del espectáculo de la gentrificación, dos piezas de carácter escultórico nos interesan ahora, mostrando la importancia del terror y la muerte desde la escultura. Bataille señaló cómo la prohibición de dar muerte tenía sus excepciones en el duelo, la venganza y la guerra. Hasta la prohibición tiene sus límites. En este caso vemos un homenaje al terrorista suicida. A pesar que se trate la escultura con todo su clasicismo, donde una figura se asienta sobre un pedestal, mostrando sus pies por delante, lo que nos interesa también es el sentido de su leyenda: todos sois culpables, salvo yo. Una escultura con vocación de monumento donde podemos identificar al terrorista con el propio artista. La escultura se convierte en una presencia incómoda. Es un objeto que se enfrenta al paseante, pero ¿por qué está encima de una silla vestido con una chaqueta a punto de hacerse explotar y con ello a la propia escultura y al escultor en una metafórica autodestrucción? Una metáfora –al final, eso sea la escultura- del estado de la democracia, pero también de problemas verdaderamente universales, globales y críticos del estado de lo político. Bien mirado, sin dejar de tener presente el tema de esta obra, identificado con el asesinato y con su presencia en los medios de comunicación, no deja de ser una presentación directa de una escultura que vuelve sobre sí misma. ¿Podríamos considerar que es una estatua yacente? Lo que sí que está presente es un hiperrealismo de la crudeza que quiere buscar la calidad de lo esculpido a través del uso del bronce, dirigiéndonos de una manera efectiva a la constatación de que también la escultura es un engaño y un trampantojo. E igualmente importante es el espacio donde está ubicada, entre la política y la captura fotográfica. Esta vuelta a las raíces de la escultura proviene de la escenificación de una muerte, pero sin mostrar el cuerpo. Si la tradición ha hecho de la escultura un arte cadavérico, mostrando barrocos cristos lacerados o esqueletos en danza, en este caso la apropiación tipo Christo nos ofrece una segunda lectura. La posibilidad de que esas marcas sólo sea la presencia del vaciado de la propia democracia, mostrando que sus límites son el cuestionamiento de su función política. En ese sentido la escultura nos conduce entonces hacia un clasicismo donde lo importante no es tanto la configuración, cuanto continuar ligada a un modelo imitativo. La realidad del terrorismo y la radicalidad de la escultura en el espacio de la ciudad.
Porque una sociedad de consumo, más en estos tiempos, es una sociedad que compra. Así, también la escultura se convierte en un bien de consumo. En la trayectoria de Chus García-Fraile ha sido constante el desplazamiento llevado a cabo en el discurso de la publicidad, en la afirmación del carácter consumista y en el traslado a centros comerciales, cruceros hedonistas y destrucciones implacables o en ese símbolo de la destrucción que fue el incendio de la Torre Windsor de Madrid que en su caso se anunciaba como un lema proclive a lo comercial: “Ya es primavera”. Este carácter apropiacionista que ha llevado a cabo en su trabajo responde a una intención mimética que habla de la deconstrucción de los ideales propios de la sociedad del bienestar. El lujo que corresponde a lo que brilla termina por disolverse en forma de obra de arte y esa representación queda duplicada en una metáfora que habla del detrito y sus depósitos. En el caso de este cubismo irónico y procaz de Chus García-Fraile, el contenedor es una metáfora de esa reproductibilidad técnica donde lo importante es, más que el aura individual, la repetición de una diferencia cualitativa (un contenedor de basura de distintos colores) y cuantitativa (son quince elementos) cuya presencia nos hace pensar en un sinestésico ordenamiento de los desechos del capital que brillan, como el lujo, por su ausencia. Porque, como señala Adorno, el fetichismo de la obra de arte muestra una paradoja entre lo que necesitamos y queremos, entre lo que no necesitamos y desechamos. Algo por hacer en esa labor de acercamiento al presente que significa hablar de lo nuevo. Siguiendo una tradición que desde la vanguardia permitió el uso de materiales alejados de lo lujoso, no era tanto continuar utilizando materiales propios de la escultura, sino encontrar en el propio diseño las bases estéticas y esteticistas, donde Chus García-Fraile alinea unos cubos de basura que indican la higiene y limpieza propias de un estado del bienestar. En este sentido, su trayectoria ha estado orientada al hallazgo de un espacio entre lo que está en el interior del capital y en el seno de las ciudades como espacios de construcción. Su reacción como artista le ha llevado a modificar el tamaño de los objetos, a descubrir los aspectos superficiales de una clase media dispuesta a disfrutar del confort del fin de semana que encontramos en el centro comercial, ya sea para pasar la tarde o para disfrutar de los productos de consumo cuya única solución parece ser la degradación del hedonismo de la sociedad del bienestar. En esa espera donde la limpieza y el cuidado pertenecen a lo plástico, ahí se muestra el espacio sin lugar del consumo y del reciclaje de lo escultórico.
Porque como podemos apreciar ese instinto por la iconoclastia también está presente en la escultura Teresa Margolles ha vinculado la presencia de la muerte en sus acciones, ligadas a los asesinatos causados por el narcotráfico. Pero en el cuerpo de su escultura se encuentran trabajos como el vaciado de cuerpos de fetos o en esa inversión de lo escultórico que significa componer una estructura mediante la atadura de los hilos que cierran las heridas tras las autopsias realizados a asesinados. También ha realizado una escultura literal, raspando las paredes, escribiendo algunos de los mandamientos propios de los cárteles en la zona mejicana de Sinaloa, donde se calcula que en los últimos años han muerto unas 4500 personas, a razón de una docena diaria. En uno de ellos se lee una dura advertencia: ver, oír y callar. Porque Teresa Margolles, a pesar de su poética abstracción, siempre muestra como material la realidad del arte como un cadáver. Sus materiales han sido la grasa proveniente de clínicas estéticas, el agua utilizada para limpiar los cadáveres con las que se hacían pompas pertenecía a la morgue, señalando hacia la conciencia de que no estamos hablando de nada imaginario, sino de una constatación real de lo muerto, comprendiendo la escultura en el límite donde el cuerpo se destruye en cada individuo, en el fin de la sociedad. Esto es, en su propia abyección. En la actualidad ha presentado una obra que parece una subversión de la escultura. Reconstruyendo una joyería cuyos artículos están compuestos por cadenas, brazaletes, pendientes o pulseras, a los que se han añadido cristales provenientes de los destrozos efectuados en 21 cadáveres al ser asaltados en sus coches. Una obra plenamente funeraria como corresponde a la escultura más clásica. Un cadáver de escultura que se muestra realmente como una orfebrería del asesinato, uniendo ese brillo aurático propio del arte a su destino mortal. Esa consideración de la escultura como instalación, le ha conducido a la conmemoración del vacío que señalamos como propia de una escultura radical. Entre la orfebrería y los pedestales en donde, dicho sea de paso, resuena el carácter sacrificial de los aztecas, Teresa Margolles recoge ese vacío de los muertos y de sus cuerpos. Una recogida de materiales que le ha conducido hasta China para realizar una escultura de la desaparición, la muerte y el desplazamiento. Si el campo de la escultura se ha expandido, en una obra mínima ha sugerido la idea de desequilibrio, sosteniendo una pequeña astilla con una pequeña pirámide dorada. En el siguiente caso radical, tampoco podemos obviar que la escultura actual igualmente muestra su antigua relación con la pintura.
En el caso de Enrique Marty, su acercamiento a la escultura proviene -cómo no nos habíamos dado cuenta antes- de la taxidermia. Una disecación de personas que llevan ropa usada, creando una vivencia de lo siniestro. La violencia contra uno mismo y las caras enfermas son una muestra del teatro de la sociedad. Un expresionismo realista de la crudeza propia de las artes críticas. Su trabajo, esencialmente dedicado a la pintura, ha conducido a Enrique Marty a reunir en grandes instalaciones ambos espacios. Esta escultura ruinosa muestra de modo similar el proceso de nihilización de lo actual, cuando en la realidad vivimos la convivencia de la tortura y la muerte, junto a anuncios que prometen una vida mejor. Esos espacios de lo doméstico donde la extrañeza es la norma, muestran en estas figuraciones a personajes desnudos como un guiñapo. Cuerpos de escultura con heridas y cicatrices, secreciones sospechosas, calcetines para cuidar los pies de una cultura que parece estar desorientada tras el naufragio. La escenografía de la escultura de Enrique Marty se propone realizar un hiperrealista retrato de la vida fragmentada y dañada. Este espacio tétrico que ha servido para crear escenografías teatrales como en la obra de Angélica Lidell titulada Perro muerto en la tintorería: los muertos, también alberga una destrucción lenta de la vida cotidiana. Las vicisitudes familiares devienen en su caso en una descripción precisa del aquel estado capitalista de la esquizofrenia descrito por Gilles Deleuze. Un cuerpo donde las manos ennegrecidas y los rostros inexpresivos enseñan el decaimiento y el sangrado, una recuperación del individuo cuyos únicos argumentos son la erección ridícula de sus pobres atributos, entre una tristeza enfermiza y la ironía que Enrique Marty provoca sin impostación. Esta presencia de lo humano como escultura reclama la atención a su inestable conciencia. Como ser escultura y quedar definitivamente muertos, la aceptación de una condición humana clausurada por el mal de este siglo conduce a que esa ternura no sea sino una perversión de los valores. Suicidios, desaparecidos, hombres en pijama que parecen haber entrado en un mal sueño, la coincidencia de la vida cotidiana con la pesadilla lleva a Enrique Marty ha disecar al hombre mostrando cuál es su verdadera condición como ser errado, abandonado y definitivamente débil ante lo que ha provocado en la pérdida de un fundamento donde asentarnos. Esta capacidad de reunir lo trágico y lo cómico por medio de una parodia, es uno de los argumentos que nos hace pensar en que la escultura no sea al final sino una prueba del desfondamiento de la cultura, el propio disecado de los cuerpos casi convertidos en fantasma.
También Eugenio Merino ha conseguido reunir la ironía con la política, partiendo de una imaginería sarcástica que invierte los valores tradicionales asociados al disfrute del ocio mediante una radicalización de los presupuestos de un realismo vinculado a la caricatura y a un humor tragicómico. A pesar de que su obra sea escultórica, al igual que en el caso estos artistas volvemos a advertir que están realizadas por artistas que no son exclusivamente escultores. En este caso, ha de subrayarse que lo importante no es tanto la importancia de los materiales, sino su vinculación con el cine, la publicidad y los efectos especiales. Así en Eugenio Merino se concilia su pasión por las imágenes de los medios de comunicación y la construcción de metáforas escultóricas que, más que esculpidas han sido modeladas exactamente igual que si se tratara de dar forma a una idea. El propio artista ha señalado la importancia de construir a partir de un concepto que busca tanto en los periódicos, revistas o películas, como en Internet. Si ha sido capaz de disfrazar a un mono como darvinista capaz de hacer reventar todos los ideales de la evolución, también ha mostrado por medio de la exageración cómo las dictaduras son producto de una mentalidad medio muerta, medio viva.
Un naturalismo basado en la fascinación por una ironía negra que juega con algunos arquetipos provenientes de la imaginería propia del estado del ocio, pero revertidos en una denuncia, ya desde el arte y la escultura, de la hipocresía propia de las compañías encargadas de sacarnos del aburrimiento para entretenernos. En ese sentido, el sarcasmo crítico ha hecho que Eugenio Merino haya sido capaz de convertir a Bambi en un trofeo de caza perfectamente acondicionado para alegrar nuestras casas. Mediante un naturalismo extremo, continúa realizando un apropiacionismo de la industria del ocio, devolviendo a la sociedad sus productos con una buena dosis de mala leche y humor negro. Una escultura que viene a caricaturizar ciertos aspectos de la infancia por medio de una provocación para adultos. Se trata de llegar a pervertir la espectacularidad del arte contemporáneo por obras capaces de asumir su condición artística como bienes de consumo. Parafraseando a Jean-Luc Godard, Eugenio Merino no trataría de hacer arte político, sino políticamente. Con una malicia exquisita, su ironía trasluce un interés por desmitificar a aquellos iconos que, a pesar de formar parte de nuestra vida desde la infancia, han sido modelos a seguir. Cuando el artista nos presenta un tercermundista Burt Simpson ofreciéndonos la mano, estamos ante un procedimiento que da la vuelta a esos personajes, llevándoles hacia el mundo del arte contemporáneo. Su planteamiento -que quiere situarse fuera del pop art como tal- está relacionado con un conceptualismo que, como decimos, trata de dirigirse hacia la escultura, la pintura o el dibujo. Esa animación es ya una animadversión hacia la hipocresía porque ahora sabemos que esos personajes también viven, padecen y mueren como nosotros. Esta comprensión del arte entendida como juego esconde también la voluntad de hacer visible las paradojas del mundo global.
Por ejemplo, Jorge Pineda busca estas raíces en la realidad de la República Dominicana. Pero más allá estas figuras acompañados de sus tachaduras sugieren una relación con la conformación del mundo. ¿Hacia dónde se dirigen estos niños? ¿Por qué han quedado parados y cabizbajos? El mundo de la infancia es un elemento importante en la escultura de Jorge Pineda, porque la escritura de la infancia identificada con el castigo y el muro continúan el silencio que conduce al in fans, es decir, a aquel que aún carece de habla, a estrechar contactos con la experiencia de la pared. En verdad, la escultura de Jorge Pineda aparece casi siempre obsesionada contra el muro, como si a su través se recibiera lo ensordecedor. El peligro que supone atravesar con la escultura a otro espacio es el cubrimiento de esa adivinación del vacío. Una vinculación de la escultura y su zona sombría configurada como una estancia con paredes surrealistas capaces de crear un lugar para el castigo y la inquietud. Esta recuperación de la acedía y la melancolía propia de los procesos de imaginación. También una representación de autómatas a los que parece que ha detenido el tiempo y el espacio. En las figuras de Jorge Pineda se puede apreciar esa misma fascinación baudelaireana por las muñecas y la relación fetichista que establecen los niños con los juguetes. Giorgio Agamben ha señalado en Estancias cómo Baudelaire describe a esos niños que tratan de ver el alma del juguete destruyéndolos bien contra la pared o el suelo, sabiendo que después seguirán preguntando dónde está ese alma inencontrable, esa sombra, es lo que está en la base de la creación artística: la relación del sujeto con el objeto, de los sujetos con los objetos, del objeto con los sujetos. Un fetichismo que lleva a Agamben ha relacionar con la lejanía de las propios muñecos. Ahí surge el aislamiento encontrado en la pared. Este fetichismo propio de la escultura es probablemente su relación con los objetos. El fetiche, como lo hecho, está vinculado a lo estatuario. Eran también objetos dejados en las tumbas, pero lo más importante es que etimológicamente el término no hace referencia para los griegos a una cosa sólida y material, sino a una alegría exultante. Por eso –afirma Agamben- la estatua, cuando es una figuración humana, nos lleva a la confusión inquietante, no sabemos si estamos realmente ante otro sujeto o su fantasma.
Carlos Rodríguez-Méndez es un artista que a través de la escultura ha organizado una reflexión que le ha dirigido a otros ámbitos como el video o un arte de acción, pero siempre bajo criterios vinculados a esta idea de una escultura órfica y semoviente. Su consideración de una escultura adaptable a la tensión propiciada por los espacios donde expone, le llevan -al contrario que a Brancusi- a que su escultura sea una torsión del espacio donde se impone su reflexión también irónica frente a la posibilidad de encontrar una columna infinita. En sus acciones parece buscar los cimientos del arte escultórico con presupuestos cuyo origen debemos situar en el minimalismo norteamericano. La escultura es realmente un proyecto y un proceso donde el artista trata de evitar la forma cubriendo el espacio.
Desde sus inicios Avelino Sala ha tramado una escultura del vacío por medio de dos medios escultóricos: la inversión del vaciado y una relectura del ready-made. A lo largo de su trayectoria ha ido vinculando su obra a la actualidad de la postperformance, yuxtaponiendo la escultura, la pintura y la videocreación en un espacio del vacío que determina la dirección poética de su labor. Un lugar neutro como el estado de angustia, la espera o el cansancio, le conducen a un tiempo como el que estamos viviendo. Utilizando la creación de marcas publicitarias como Drama, Avelino Sala presenta una reflexión acerca de la aparente escisión entre el arte y el diseño, para hablar del lugar donde podemos distinguirlos, entre los objetos que poseen una utilidad –en este caso, la práctica del surf o del fútbol- y los que son artificialmente inútiles –una tabla que se va a hundir con seguridad, un balón ardiendo-, pero que van a conducir a una experiencia del hundimiento del pensar. Es decir, se trata de marcar una diferencia entre los objetos, saber que lo que hace que algo sea arte está vinculado, más que a su apariencia engañosa, al uso que hagamos de ello. La autocrítica le lleva a dirigirse a lugares inhóspitos como una playa o a espacios de celebración como las fuentes. Una reflexión que inició con las figuras que transparentaban el vacío, concretándose ahora en el ejercicio de una espera dramática, el retorno de una realidad por venir, la muerte ajustada a una espera que concilia la rebeldía con la paciencia. Si aquí nos vamos a ceñir a tres obras que dan una idea clara de sus intereses como artista, sus preocupaciones están en torno al nomadismo del artista, la relectura de lo monumental y la apropiación en los medios de comunicación de masas. Estas esculturas simbólicas son un águila, una tabla de surf y un botellero duchampiano de plástico. En un principio su trabajo se orientaba hacia una escultura animal y simbólica cuyo material empleado sorprendía por su ligereza: papel cello. Realizando esculturas transformadas en perros guardianes o en figuras humanas, su obra soportaba la herencia de un nuevo siglo, oportunamente situadas en acantilados, bosques o vertederos. El caso es que en su atención a lo escultórico, Avelino Sala ha utilizado una estrategia que le ha llevado del vacío transparente a la constatación del desfondamiento de los ideales. Una tabla de surf a la que ha desposeído de su valor de uso mediante un peso que excede con mucho cualquier intento por hacerla flotar. Una metáfora del esfuerzo y de una lucha con momentos destructores, en esa apropiación del trabajo del mito, vía Hércules o Sísifo. Y es que es esta apropiación de la apropiación lo que le condujo paradójicamente a una escultura con vocación de impertinencia en un espacio como el artístico plenamente cegado por el falso lujo de lo único: un objeto artístico barato, autónomo y repetible hasta el infinito.
Para terminar decir que lo cierto es que la escultura tiene raíces que van hacia una estética en destrucción. La escultura no deja de ser memoria donde habita el enemigo. Si caen los ideales, no debemos extrañarnos entonces de que también lo haga el propio arte. Si no un reflejo de lo social y lo político, sí una manera de presentar lo grotesco como situación cotidiana. Quizá de la escultura sólo queden los escombros, pero en cualquier caso en la actualidad existen ciertos artistas que, si bien proceden de campos diversos como la instalación, la pintura, la acción política o lo teatral, entre sus intereses se encuentra la escultura, bien como memoria de los otros o como objeto meramente recordatorio, un hiperrealismo de la crueldad que es la busca de una estructura sencillamente devastada, decidida a encerrarse en sí misma. Como anunciaba Piero Manzoni, un pedestal con todo el peso de una preocupación mundana como zócalo del mundo. Terminar diciendo que ya sin soportes, ni fundamentos, comprobamos cómo el terreno donde la escultura da la vuelta a sus raíces –zócalo al final es una pantufla-, poniendo sus pies en el vacío propiciado por una realidad convulsa.