1. Memoria y amnesia del mundo.Convenir en que la memoria suele entenderse como un lugar donde algo se deposita, afirmando la vinculación de lo monumental, lo sepulcral y el olvido. Quiere decir que corresponde tanto a lo que se contiene como a lo que da forma a lo contenido. Por ejemplo, un teatro, un jardín o una biblioteca. También un espacio como éste donde hemos iniciado el paso del umbral a través de una entrada, continuando por un patio, hasta llegar a esta sala que nos alberga esta tarde. Pueden ser además lugares que pueden a ayudarnos a la hora de llegar al recuerdo. Se trata de utilizar un espacio como refugio de lo presente, sabiendo que su contenido está a medio camino de la ruina y la reliquia. En cualquier caso, queremos subrayar su importancia simbólica, en el sentido de ser algo que conecta o desconecta, de una memoria que ya no puede comprenderse como depósito histórico del pasado o del futuro porque la memoria pertenece al olvido. Además, esa conciliación de lo monumental y la memoria sirve para recordar que en Roma el mundus era la cavidad en el centro del templum donde se enterraban tres elementos simbólicos que pertenecían a los tres niveles cósmicos. Al cielo correspondían unas alas de águila. Al hombre, una reliquia del fundador. A la tierra, un puñado de arena de otra ciudad hermana. Seguidamente, el mundus se cubría con una losa de piedra que sería, posteriormente, el altar donde el fuego acompañaría los buenos augurios y donde se confirma, siquiera sacrificial o poéticamente, en el origen de la ciudad, la capacidad por rememorar a través de lo religioso, lo monumental o lo mnemónico ciertos hechos legendarios o reales. En cualquier caso, la memoria se construye con sus amnesias y sus olvidos.
Aby Warburg situó como frontispicio de su biblioteca la palabra Mnemosyne, pero ¿a qué tipo de memoria se refiere? Un edificio donde proliferan volúmenes de libros, salas de consulta, pasillos con estanterías, libros por todas partes, pero ¿a qué tipo de historia especial se refiere Warburg? Para Edgar Wind, el uso de la palabra memoria de Warburg “debe entenderse con un doble sentido: por una parte, como recordatorio al estudioso de que, al interpretar las obras del pasado, es depositario de un acervo de experiencia humana, por otra, también como recordatorio de que esa experiencia es en sí misma un objeto de investigación y de que es preciso usar materiales históricos para estudiar el modo en que funciona la memoria social”. En este sentido, la memoria está ligada a una interpretación del pasado y, por otro, es autorreferencial, en el sentido de ser esa interpretación su motivo. La memoria no es exactamente un mirar al pasado como contribuir al futuro. Y ese pasado es una concepción de la muerte porque tenemos una muerte de la memoria convertida en memoria de la muerte. O el olvido.
En los Sonetos a Orfeo de Rilke se avisa de que en realidad esa colección de poemas constituye un monumento fúnebre. La memoria dañada corresponde a la arquitectura, a la filosofía y al arte: caracteriza cualquier tiempo poético. Aby Warburg afirma: “Toda época tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece”. La memoria precisa de un contexto, es definitivamente un documento, como la obra de arte. Pero la memoria distorsiona, puede convertirse en espacio de celebración. Como afirma Warburg, “con el hombre primitivo, la imagen de la memoria da como resultado la representación religiosa de las causas; con el hombre civilizado, el desapego mediante el hecho de nombrar”. En lo simbólico pervive la memoria: símbolo como moneda partida que nos convertía en anfitriones y en huéspedes. Además, ese distanciamiento con los objetos, ya sea el documento o la reliquia, es propio de la práctica del paseante de su memoria como Benjamin o comprobable en la artimaña duchampiana y dadaísta de separarse del sentido realista de los objetos. En realidad, la aportación warburgiana de considerar la historia como una memoria de la distancia ha de devolver su objeto como interpretación, conduce a la serie de paneles donde las imágenes y los textos se reúnen en torno a la valoración del arte y la sociedad. En este sentido, los monumentos actuales también comunican un estado de vida particular y del presente. Son monumentos que en lugar de recordar algún hecho, nos lanzan directamente al desconsuelo. En la actualidad pareciera que siempre estuviéramos presenciando un derrumbe, bien sea de la memoria, de la historia o del olvido.
2. Del olvido como destrucción de la memoria: un cadáver.El origen de la fábula que asocia los lugares y la memoria, relatada por Frances Yates en El arte de la memoria, se sitúa en la antigua Grecia, cuando se le encomienda al poeta Simónides de Ceos la tarea de entonar un canto en casa de Escopas, príncipe vencedor de una prueba de atletismo y quien ha organizado un banquete para celebrarlo. El poeta utilizó la figura de los Dioscuros (Cástor y Pólux) a quienes se les ha considerado siempre unidos al poder de la memoria: “a raíz de de lo cual –escribe Ignacio Gómez de Liaño en El círculo de la sabiduría, Siruela, p. 114)- el mezquino Escopas le dijo que sólo le pagaría la mitad de la cantidad acordada y que se fuese a pedir el resto a los dioses Gemelos. Dieron entonces a Simónides el recado de que dos jóvenes caballeros le aguardaban a la puerta de la casa. El poeta se levantó de la mesa y salió al exterior, pero no vio a nadie. Durante su ausencia se desplomó el techo de la sala del banquete aplastando a Escopas y a los demás comensales. De este modo –salvándolo de una muerte cierta-, los invisibles visitantes Cástor y Pólux pagaron espléndidamente a Simónides el homenaje que les había rendido, y auspiciaron, además, la invención del arte de la memoria. Pues tan desfigurados quedaron los cadáveres que, cuando llegaron los parientes a recogerlos, fueron incapaces de identificarlos. Pero Simónides, como recordaba los lugares en que cada invitado había estado sentado a la mesa, fue por ello capaz de decir a los parientes cuáles eran sus muertos. Reparando en que fue mediante el recuerdo de los lugares que habían ocupado los invitados como pudo identificar los cadáveres, consideró que una disposición ordenada de lugares era esencial para conseguir una buena memoria”. Por tanto, la memoria está vinculada no sólo a un himno a los dioses, sino que en ella se avisa de su poder devastador.
La memoria necesita de un desastre para entrar en acción y su poder consiste en ser capaz de establecer una vuelta hacia el pasado para reconocer a los muertos. También es importante el mito para considerar la vinculación de la memoria de la historia con la realidad, más en estos tiempos donde hay personas que precisan la inhumación de sus muertos. La memoria en este caso se convierte en una suerte de guardiana enigmática, pero sin saber muy bien qué es lo que en ella se resguarda. Una suerte de ciudad que, como veremos, está destinada a protegerse. Es el caso de la modificación del lugar que ha llevado a cabo Avelino Sala en el espacio de Laboral, donde lo monumental no quiere entrar en el olvido: se trata de mostrar la importancia de habitar en la memoria destruida. Como decía Tertuliano, “somos de ayer y ya hemos llenado la tierra y todo lo que os pertenece, no dejándoos más que vuestros templos”.
Porque Isidoro de Sevilla señala en las Etimologías una diferencia importante entre lo que constituye la urbe como fábrica material de la ciudad y lo que corresponde a la civitas, sus habitantes. También señala que la palabra sepulcro deriva de sepultus (enterrado).
En esa fundación mnemónica de la ciudad avisa de que la palabra monumentum deriva de moneo (pensar) –como el arquitecto- y significa todo lo que trae a la memoria un recuerdo, sobre todo de los muertos. El monumento tiene la función de hacer pervivir algo en la mente (mentem monere) Esta relación entre la memoria y los muertos es inevitable. La pirámide, por ejemplo, deriva de pira porque antes se enterraba debajo o encima de una montaña. Aunque no dejen de ser túmulos, es clara la intención simbólica de construir a partir de pirámides o columnas: donde hay memoria hay muertos. Pensamos en el tipo de enterramientos de la antigua Grecia, donde existía la prohibición de enterrar en la propia casa de los fallecidos. Un hecho que era habitual, pero pensemos en el hedor mezclado con el del cuerpo de los vivos. En realidad, el recuerdo sirve de advertencia a la memoria.
3. Memoria del cuarto.
Como decimos, desde Grecia y Roma hasta Europa, la memoria está asociada a un lugar (loci), es un arte que emplea la arquitectura (Yates, El arte de la memoria) Por eso, las partes de un edificio corresponden analógicamente a las partes del cuerpo, un texto o una obra que quiera servir como recordatorio. Isidoro de Sevilla considera que en los edificios hay tres partes: 1. Cimientos (configurando su base, fundamentum), donde la palabra caementum se vincula al hecho de cortar, 2. Paredes (pares) y 3. Techo (culmen, culmus, paja) Lo que se dice colmo.
Como repite Abel Gance en su concepción cinematográfica de Napoleón, se trata de crear un espacio al aire libre donde el espectador se encuentra en el interior de la película como alguien que sabe deambular entre los lugares propiciados por la memoria, la música y la noche, anunciando el mensaje de Napoleón cuando afirma que su fuerza se basa en tres elementos retóricos propios del luto y la conmemoración: orden, calma, silencio. Inventar un jardín o un cementerio proviene de esa cuestión retórica de vincular los lugares y las imágenes a la memoria, es el recuerdo de lo pasado. Pero hay otra vía que se encuentra regida por la inteligencia que confirma lo que sea algo y por la providencia que aparece cuando se sabe que algo va a ocurrir. Como Simónides de Ceos, somos precavidos si sabemos que el techo siempre está a punto de caer. En este sentido, la memoria se convierte en una reconstrucción monumental, arquitectónica y arcaica, precisando - decíamos con Cicerón y Warburg- la importancia de considerar la memoria como un documento visual y espacial de cada tiempo. En definitiva, la memoria puede conciliar a la poesía y la pintura, a los muertos y los vivos, teniendo presente el futuro de lo original, pero esa reunión de silencio, muerte y nostalgia no puede darse sino como escritura. Yates señala que este trato especial con la memoria, considerada como arte, está vinculado a la pintura donde se escribe, no en el sentido literal, sino en una concepción de lo escrito como algo que platónicamente se utiliza para no olvidar. En buena medida, es precisamente lo que escribimos lo que ha pasado a un espacio vacío en la memoria, como cuando Euxeno pregunta a Apolunio, “¿Por qué no has escrito?”, a lo que responde negativamente, añadiendo: “Porque hasta ahora no he practicado el silencio”. Yates sugiere que el arte de la memoria está presente en la pintura de Giotto, habiendo pasado desapercibida de algún modo. Es el caso de Vittore Carpaccio y su representación del cuarto de Agustín de Hipona.
Como decía Peggy Guggenheim, “tengo poca memoria y por ello suelo pedir a mis amigos que no me cuenten cosas que prefieren mantener en secreto, porque tarde o temprano acabo por olvidar mi promesa y lo cuento todo”. Una pintura extraña del veneciano, nacido en torno a 1460 y muerto alrededor de 1526, porque lo único que se sabe con certeza es que salió hacia Dalmacia y allí desapareció, como buscando su propia memoria. Este cuadro se encuentra en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni y señala hacia el carácter artificioso de Carpaccio. Una muestra más de este espacio mnemónico donde se mezcla lo sacro y lo profano, la ciencia y la poesía, la oscuridad de la sombra triangular y la iluminación del rayo, la capacidad para hablar de la memoria, en su sentido recordatorio y en su sentido onírico. Parece que Carpaccio lo cuenta todo, mostrando la figura de Agustín de Hipona en una forma aparentemente distanciada de las consideraciones campestres que mantuvo acerca de la memoria en sus confesiones: “Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escandido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido” (Confesiones, BAC, libro X, p. 309). Agustín considera que la memoria es distante, sus receptáculos son abstrusos y en esta imagen –como repiten historiadores y críticos- Carpaccio pone a resguardo la memoria del mundo antiguo. Hay un orden inmemorial, pero sólo se hace presente en un instante de esclarecimiento. El deseo de memorizar y de recordar conduce a una correspondencia. Como finge Carpaccio –en el cartel escribe que finge, no pinta-, hay puertas, ventanas y libros cerrados o abiertos. Porque no se trata de introducir la cosa –como pretendía el recientemente fallecido Rauschenberg-, sino la introducción de imágenes de las cosas, dice Agustín, sentidas. Así esta pintura, en sí misma, es memoria y habla, como el alma, sólo consigo misma. La memoria no siempre es un lugar, la pintura es como un lugar: “Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es un lugar, todas aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han olvidado” (Conf., p. 403) La clave del cuadro está en ese esclarecimiento que sorprende a Agustín mientras está escribiendo una carta a Gerolamo, consultando sobre su idea de la beatitud celeste. En ese instante, una voz le anuncia a lo lejos que el otro santo acaba de morir en su cueva. Ese rayo que entra acompañado de una voz es una especie de instante de comprensión, porque el filósofo se encuentra realmente en una situación bastante enojosa: “¿Por dónde, pues, y porqué parte han entrado en mi memoria? No lo sé” (Conf., p. 404).
Como decir no me acuerdo, necesitamos, como precisa Agustín, de otro para comprender, suscitando la salida de las cosas de sus casillas. En plan fenomenólogo, Agustín afirma que llegar a las cosas mismas es “un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente” (Conf., p. 405). La memoria procede por repetición: una atención que sea familiar ya, porque no tienen otra estancia. Por esto decimos que la memoria es cosa de distancia y estancia, como en esta pintura de Carpaccio donde Agustín aparece descentrado para permitir la visión del cuarto y lo que en él se alberga. Y que la estancia contiene aquellos elementos que el filósofo ha ligado a la memoria: deseo, alegría, tristeza y miedo: “¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro?” (Conf., p. 410). Porque estamos en espacios de umbral, necesitamos acceder al momento de nombrar con un monumental olvido, donde Agustín liga el recuerdo con un sepulcro: “Yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos” (Conf., p. 412) Como decíamos, Agustín encuentra la memoria en el afuera: “Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de cosas” (Conf., p. 414). Porque esas cosas que afectan a la memoria pertenecen al cuerpo, a las artes y al alma. Son enseres como sillas, mesas, soportes de un mundo ya sólo comprensible desde el recuerdo. Astrolabios y partituras encerrados en armarios y estantes, mostrando la apertura de los objetos mediante la iluminación de una zona del entendimiento. Como tener algo en la lengua, sin pertenecer a un solo idioma verdadero: “porque la cosa misma ni es griega ni latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas las lenguas” (Conf., p. 417). La memoria, como irse yendo por la sombra, deslumbrado por la luz, emerge desde un lugar intermedio. En esa distancia de la estancia donde los libros esperan, los objetos vigilan ante la extrañeza que nos coge en la escritura de una carta a un receptor que ya ha muerto.
4. Esta tumba no está muda.En la memoria, por tanto, se conmemora la posibilidad de estar como muertos, es la señal a la que vuelve el recuerdo, mediante sepulcros, antros como el de Agustín, bodegas en el corazón como decía Teresa de Jesús, yendo a parar estelas y epitafios. Estas estelas estaban escritas en verso o en prosa.
En un principio la finalidad del monumento sepulcral era impedir, con su peso, que el alma del difunto regresara a la tierra. Posteriormente, el monumento sepulcral era un lugar donde el alma del difunto podía asentarse (Epigramas funerarios griegos, Gredos) Después, el sepulcro sirve para honrar y conservar la memoria del difunto. Es decir, la memoria comparece cuando lo que se trata de recordar ya ha pasado. La estela es el último vínculo con la vida y el elemento central del epitafio es el nombre del difunto. El nombre es un vínculo del muerto con los vivos y tiene que pronunciarse en voz alta, por eso es una llamada al caminante para que se detenga y lea la inscripción. A veces se le desea buen viaje o buena suerte. Es significativo que existan tumbas de niños sin nombre porque al morir carecían de él. También, señalar que los muertos tienen sed y quieren beber del Leteo (olvido), acuden a la fuente de la Memoria. Este espíritu de las fuentes es otro de los espacios urbanos donde se muestra con claridad la vinculación del recuerdo, el acuerdo y lo monumental. Por ejemplo, dicho sea de paso, las celebraciones actuales encima de la diosa Cibeles.
En este caso, el memorioso se encuentra como sediento, deseoso de descansar y sentarse: como los muertos. Hay que avisar de una coincidencia. Hay epitafios que están en prosa con el propósito de advertir a los profanadores de tumbas, por eso a veces son maldiciones, como la que afirma: “Esta tumba no está muda” Coincide el estado de mutismo con una detención. En la memoria y sus monumentos ocurre que siempre hay algo que no quiere ser recordado, hay una imposibilidad activa para olvidar y no acordarse: de nada.
Esta preferencia por el sueño, donde de alguna manera esos recuerdos afloran, es la conexión con la muerte. Entre interpretaciones e ilusiones, no podemos olvidar que Hermes es hijo de Maya. Como se afirma en otra inscripción: “mas no he muerto vencido por una enfermedad, sino mientras dormía en mi lecho”. Porque en las inscripciones de estos monumentos que son inicialmente los sepulcros el muerto se hace presente. Relatan su propia muerte, como si estuvieran vivos. En otra inscripción en un sepulcro de alguien cuya muerte se debió a una pedrada en la cabeza a los catorce años, se escribe: “Contad también que mis padres me han erigido este sepulcro y que en el Hades aún llevo esta herida maligna” Y aquí conviene una sospecha. ¿No será esa memoria herida que trata de organizar el conocimiento como una metáfora de lo que es la cultura en general? ¿Qué valor tiene por ejemplo una cultura memoriosa?
5. Arquitectura del olvido.
El nihilismo desde su inicio ha sido el inicio de nuestra época y su misma enfermedad. Lo nihilista es un mal sueño porque a pesar de vivir el presente, su pertenencia a lo aún no dicho le confiere el sentido de instantaneidad propio del olvido y de la ausencia, pero también es la comprensión súbita de la propia caducidad: “El hoy –escribe Jean Paul- es la cesura, el episodio entre el largo ayer y el largo mañana” (Sermón fúnebre de Shakespeare, p. 21) Sabemos que aquí se sitúa el inicio del nihilismo, con un discurso inmemorial porque pertenece al espacio de lo fantasmal. Su título así lo anuncia: Discurso de Cristo muerto, el cual, desde lo alto del edificio del mundo, proclama que Dios no existe. Jean Paul mezcla lo visionario con una concepción del mundo que corresponde a la creencia en la inmovilidad: “y el incrédulo se aflige a sí en el tiempo, hasta que él mismo se desprende como una escama de ese cadáver. Frente a él está inmóvil el mundo entero, como la gran esfinge egipcia de piedra medio hundida en la arena; y el Todo es la fría máscara de hierro de la informe eternidad”. El olvido y la ausencia apropiada a una conciencia nihilista acompañan el crecimiento del desierto de Occidente. La memoria/olvido comprende el cadáver, la inmovilidad y la arena. Como restos de un jardín descuidado, un palacio devastado donde asociábamos la memoria con el cadáver del olvido, la apreciación poética de Jean Paul se dirige a la constatación de la ruina del monumento. Su final es su propia destrucción: “En ese momento –escribe Jean Paul-, las notas discordantes chirriaron más estridentemente – los temblorosos muros del templo se vinieron abajo - y el templo y los niños se hundieron – y toda la tierra y el sol los siguieron al abismo – y el entero edificio del mundo en toda su inmensidad, se hundió ante nosotros – y en lo alto, en la cúspide de la inmensa naturaleza, estaba Cristo y miraba el edificio del mundo taladrado por mil soles, como una mina excavada en la noche eterna, recorrida por galaxias como venas de plata” (p. 53) Estos rayos recuerdan a esa luz que penetra en la habitación de Agustín, pero su dominio arquitectónico, con Cristo mirando hacia las habitaciones y galerías clausuradas, señalan hacia la inversión que se produce al comprender un edificio como símbolo de la ausencia. Porque el origen de la arquitectura se ha situado en la choza o en la nave invertida. De hecho, como recuerda Gadamer, la gran cuestión de la arquitectura occidental religiosa es dar soluciones a la tensión provocada por la unión de la intersección y la nave. Al final, la iglesia debe su forma a una nave invertida: es el relato de un naufragio. En cualquier caso, la arquitectura siempre tiene algo de espacio destinado a resguardar el lugar del arte (Gadamer, Estética y hermenéutica, p. 303). Su finalidad es encontrar algo que despierte la memoria y le dé a uno que pensar. Sabemos que en alemán hay esa vinculación entre pensar el recuerdo y lo monumental. Hemos de repetir lo que se suele decir al nombrar a Mnemosyne. Esto es, que sea madre de las Musas y, en estas, que devenga poéticamente. La memoria corresponde a una idea de la poesía. Como su presencia inmóvil, dice Blanchot (El diálogo inconcluso, p. 489), la memoria y el olvido pertenecen a la distancia y al vacío de la estancia: “Es la lejanía. Es la memoria como abismo”. Porque -confirma Blanchot-, “el olvido es la vigilancia de la memoria”. Como decir: “no me acuerdo”, la memoria es confusa, nos instala en una duda íntima, llega a arruinarnos en una suerte de edificio demolido donde el peligro viene a hacerse presente. Ese edificio, como ciudadela de memoria e imaginación, precisa una suerte de correspondencia que, a veces, ha sido cancelada por la propia subjetividad. En este sentido subjetivo de la memoria, prestemos atención a la mirada poética propuesta por Joë Bousquet, sobre todo en Mystique, obra no traducida aún al español, donde se puede subrayar el trato con un yo que no parece corresponder con lo que encierra. El místico es el que cierra sobre sí. Como en la habitación de Bousquet.
6. De memoria, inmóvil.
La historia, brevemente contada, es un compendio de existencialismo abstracto poético y vida varada de un poeta que sufre un accidente por culpa de una bala incrustada en su médula durante la Gran Guerra. Quiere la casualidad que en el día de ayer se cumplieran noventa años del suceso. Y, digamos para los amantes del azar, que en el otro bando alemán estaba otro insigne surrealista, Max Ernst, cuya obra estaba, junto a la de Bellver o Tanguy, en su cuarto. Esa inmovilidad, tendido en su cama, –como sugiere Albert Béguin- condena al escritor a una incursión profunda en su memoria cercada por el silencio y el destierro del opio, instrumentos para caer en el olvido. En este sentido, el aislamiento y asilo confinan al poeta a una suerte de vida estática e higiénica. Para no olvidar, el poeta decide arriesgar su memoria con la creación del mundo en una suerte de olvido monumental conducente a una escéptica ataraxia donde todo queda congelado. Escribe Joë Bousquet: “Me siento abierto porque la coherencia del mundo está aquí donde añado. Es un drama llegar al decir. Para la entrega sensible, te falta el mismo instante, crear un mundo y aniquilarlo. Este es el secreto del pensar. El pensar es la imperfecta negación de un mundo que tú no has terminado de crear” (Mystique, p. 136) Es precisamente esa luz que ilumina en esta habitación lo más extraño. Y su disposición, como vivir dentro de una biblioteca, un naufragio ordenado de palabras encerradas en libros y de imágenes y de retratos. Ese drama que significa la inmovilización de la memoria no debe reducirse a un encuentro de una luz salvadora. Lo más probable es que en esa memoria llegue el desconcierto de saber que, a pesar de la escritura, siempre acabamos por desaparecer en ella. Porque si pensar es pensar en algo, recordar es recordarse algo. No se trata de que la memoria sea sólo un lugar, sino que en ese espacio se dé algo. Y no sólo imágenes de cosas o palabras como sombras de las cosas. Intuimos que en ese olvido de la memoria que a veces es un monumental aviso del poder, se da cuenta de lo que resguarda. El problema es saber en su interior ya no habrá nada. Por eso, decir no me acuerdo. Como Mallarmé en Igitur, el poeta sabe que su construcción está vinculada a un monólogo interior, ciertamente cercano a un uso imaginario de la memoria y el teatro. Esta obra –como afirma Mallarmé- “se dirige a la inteligencia del lector, quien pone las cosas en escena”. Lo que se puede constatar es que señala hacia una prosa aparentemente lejana de la poesía como tal porque su estatuto nihilista no permite el barroquismo abstracto. Pensado como un drama, está abandonado a una escenografía simbólica donde, con la ayuda de una escalera, un espejo y un telón descubrimos a un extraño personaje –hipócrita lector- que trata de recostarse sobre las cenizas de sus antepasados. Lo formidable es que nunca fue escrita, ni ejecutada. Sólo nos queda el recuerdo imposible de unos fragmentos que Mallarmé debió querer olvidar acabar, a través de los años: como producir sombra apagando la luz. Entonces, Igitur o la propia locura como locus desdoblado, se sirve de una metáfora memorial, donde se leen los deberes a sus antepasados. Como Baudelaire quien escribiera llevar en sí siglos de recuerdos, Mallarmé clausura una idea de la memoria como simple depósito. La memoria deviene entonces ejercicio sobre lo destruido, mejor, sobre lo que nunca fue. Esta manera de acuerdo, donde ni siquiera estamos enclaustrados entre ciudades o teatros, en banquetes o palacios, confirma que la forma de la imposibilidad deviene en cada cifra, número o golpe de dados: es un término contrario al azar encontrado, la quimérica asunción histórica de lo que nos pasa. Es una memoria de la nada, la presencia de una destrucción no lineal, inesperada, olvidada. Ya no hay aparatos para hacer efectiva esa destrucción del recuerdo, ahí donde lo inmemorial permanece aún fuera del recuerdo.
7. No me acuerdo.
La idea del teatro o del propio escenario de la ciudad como memoria del vacío es la presencia del monumento como lugar donde se depositan sarcófagos. Avisan de la presencia de algo que tenemos que conmemorar en esa anámnesis platónica donde sólo queda esperar el recuerdo. Pero han quedado definitivamente clausurados, estamos ante la presencia de una imposibilidad. Lo que no recordamos deviene como aquello que no tiene disposición ni propiamente un lugar y nuestra memoria queda abandonada como una habitación donde ya ni hay sombras porque no hay cuerpos, objetos. Esta caracterización dramática del teatro del olvido, no deviene una enfermedad cualquiera. Es un encerramiento donde los personajes han abandonado su espacio, imagen vacía del vacío, a pesar de que –como recordara Hölderlin- lo que dura sea obra de los poetas. Esta identificación del recuerdo y lo poetizado no tiene más intención que dejar asentado un monumental olvido, en el sentido de ser algo que sirva para recordar, haciendo posible el resguardo de los muertos. Es el olvido de que quizá estemos de vuelta a una locura que ya no cabe identificar con la estancia en una habitación, teatro o jardín de lo imaginario, sino a su abandono premeditado y obligado. Si la memoria funcionaba como una escritura con moldes y sellos que posibilitaban una fijación, cuando estamos en el olvido ocurre una reiterada tachadura, desescribiendo. Cuando no hay recuerdo, no hay acuerdo. Cuando no hay olvido, nada hay visto. Esta obliterada escritura, con la forma de una marca que inutiliza el sello, es lo borrado, la cancelación de una posibilidad de encontrar lo que acordamos en lo que recordamos. El olvido es un espacio extraño dejado en el interior de nuestro cuerpo que impide que lo imaginario sea, si no ya real, sí posible.
Para ir concluyendo, decir no me acuerdo, es tratar de trazar palabras que tratan de alcanzarse a sí mismas en lo que no aparece sino como forma de lo negado. La destrucción es inevitable, el olvido necesario. Como en un espacio onírico sabemos que la monumental ausencia de memoria nos ha conducido a despertar de un sueño: “Ahora –escribe Salvador Elizondo- me parece un sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la inspiración, la tinta y el cuaderno” (Elsinore) Como desescribe Blanchot: “Recibir el olvido como el acuerdo con lo que se oculta, el don latente. No vamos hacia el olvido, tampoco el olvido viene hacia nosotros, pero súbitamente el olvido ya ha estado siempre ahí, y cuando olvidamos, ya siempre lo hemos olvidado todo: estamos, en el movimiento hacia el olvido, en relación con la presencia de la inmovilidad del olvido. El olvido es relación con lo que se olvida, relación que, volviendo secreto eso con lo que hay relación, detenta el poder y el sentido del secreto. Hay en el olvido, lo que se desvía y hay el rodeo que viene del olvido, que es el olvido” (La espera el olvido, Blanchot, p. 53)
En fin, repetir las palabras que hemos olvidado desde que empezamos a hablar al principio, aquellas de cuyo nombre no quiero acordarme, ahí donde la memoria pertenece a la ausencia de monumentos y de munición.