28 junio 2008

Sobre la distinción y el estilo. Apuntes sobre el dandismo de PSJM.




El dinero es una categoría del pensamiento
SPENGLER

Como nos encontramos en el terreno de las cuestiones materiales, bástele saber que bueno o malo, todo se vende; es cuestión de constancia.
BAUDELAIRE

En El decorado del hogar, una de las primeras conferencias que Óscar Wilde pronunció en Estados Unidos, se afirmaba que lo que caracterizaba al arte era su condición de escenario y cómo habíamos de estar vestidos en él. La pérdida del traje había sido, curiosamente, la aniquilación de la escultura moderna y afirmaba que sólo había en ese país unos hombres bien vestidos, los mineros del oeste[1]: “Sus sombreros de alas anchas, que resguardaban sus caras del sol y las protegían de la lluvia, y la capa, que es con mucho la más magnífica prenda de paño jamás inventada, pueden contemplarse con admiración. Sus botas eran también sensatas y prácticas. No llevaban sino lo que era cómodo y, por eso mismo, bello”[2]. Dejando aparte la ironía del crítico artista, podemos llegar a una conclusión en relación al PROYECTO MARX® que PSJM presenta en LABoral: lo útil bien puede ser promesa de felicidad. Porque la construcción de una boutique a estas alturas en un museo no tiene porqué sorprender. Además, en el materialismo han ido siempre juntas utilidad y felicidad. Y el caso es que en esta tienda se venden prendas cool y su marca es Marx, con un hegeliano lema invitando a la individualidad propia de lo dialéctico: “Haz como nosotros, sé diferente”. Esta unión de los postulados del heredero de William Morris y sus incursiones utópicas en el socialismo, junto a la meditación sobre las consecuencias del pensamiento marxista en el espectáculo de la sociedad del capital, pueden caracterizar el trabajo sobre lo actual que PSJM desarrolla en sus últimos trabajos. Como decir: “consumo de arte al alcance de todos”.

La concepción de un estado que ha de controlar el poder como Leviatán, la adaptación de aquello que pueda debilitarlo o la ausencia de peligros reales en su seno, es la capacidad neutralizadora del poder ejercido como una máquina que se alimenta a sí misma. Entonces al rebelde no le queda más que una postura ligada a la creación de un simulacro, sin pretender provocar un cambio revolucionario. Este es el verdadero espacio de lo político en el arte, aparecer como un objeto más disponible y apetecible capaz de dar flujo al dinero, después de anular el sentido cabal de la economía: “Por el dinero la democracia se anula a sí misma, después que el dinero ha anulado el espíritu”[3]. La relación de otium y negotium convierte el tiempo de trabajo en lo opuesto al templo del ocio. Se trabaja para el buen funcionamiento de la economía, para luego considerar que el dispendio es cuestión de pecado y voluntad. El negotium niega ese tiempo de ocio porque es una actividad de adquisición, pero en estos tiempos se han identificado ambos: el tiempo en el centro comercial los reúne. Entonces, al negocio se le llamó commercium. Fueron los tiempos donde, como sugiere Spengler, apareció el crédito y lo que es peor, el débito, llegando al punto en que lo único viable es adaptarse a las necesidades de cada estamento. El lujo deviene privilegio de unos pocos ya que se trata de un lucimiento de esa clase correspondiente, más que de la personalidad individual. Y lo que revela el PROYECTO MARX® de PSJM es que sabemos que precisamente esa creencia en el socialismo es lo que conduce a la individualidad propia de un dandismo inevitablemente ligado a lo urbano: “la ventaja del socialismo es que nos libra de vivir para los demás”[4]. Como es una ingenuidad pensar en resolver los problemas de la pobreza con la buena disposición y dado el actual estado de las democracias donde parece no haber pobres, estamos destinados al individualismo. Si la propiedad está al alcance de todos, el cuidado de sí convertido en imagen es el destino de todos. Se trata de la tensión entre lo personalizado y lo que nos hace como los demás, cuestión a la que señalamos en el caso de PSJM con la recreación de ficciones. Es el devenir de lo real cuando esta marca habla de lo nuevo[5].

Al fondo lo que se encuentra es una diferenzia meridiana, donde más que demoler lo antiguo –no hay que olvidar que tras el empeño de esta marca está el dadaísmo, la comprensión del ready-made o una poética vinculada a un espíritu libertario y minimalista-, se reconstruye un simulacro que Jünger vio claramente al entender el lugar del arte en la configuración del trabajo[6]. Porque el trabajador, aquel que en este caso puede acceder a un producto burgués, ha construido su figura a partir de un mundo al que no pertenecía. Además, como recordaba un sevillano, “si trabajo, no gano dinero”. En este sentido, Jünger ha señalado tres importantes falseamientos en este acceso a un nivel económico universal, mejor que global: se ha comparado el trabajador con un cuarto estamento, se ha hecho de la seguridad y el confort categorías del estado de bienestar y, en último lugar, se ha identificado la dictadura de la economía como su motor inicial. En realidad, lo que pasa es que hay que vestirse por los pies y, como invita la publicidad de estos atavíos en su erótica particular, hemos aprendido a no descuidar el cuerpo mostrándolo. Así, PSJM propone una marca que hace referencia a un filósofo que quiso comprender la sociedad del capital, mediante una tienda que ofrece productos accesibles a cualquiera[7]. Pero aquí hay que reparar en un hecho que es crucial en la trayectoria de PSJM: esto no es simplemente publicidad, moda o diseño industriales, sino que vuelve a recuperar un ideal conceptual apropiado al ready-made y a la destrucción poética del confort artístico.

Adorno ya señaló en su crítica a Veblen, acerca del consumidor que dilapida, que una vida en sociedad supone también la lucha por la existencia. En esa adaptación selectiva es donde ha de suprimirse que la propiedad sea privativa, término que se refiere tanto al disfrute íntimo, como a su inclinación eudaimonista o feliz[8]. Adorno subraya que “Veblen ha visto en la baratija, en la chatarra artística, un aspecto que escapó a los críticos estéticos, pero que seguramente contribuye a explicar esa expresión de repentina catástrofe que tienen hoy tantas arquitecturas y tantos interiores del siglo XIX: expresan represión”. Adorno afirma que, para Veblen, la cultura no es más que propaganda, prohibición, exhibición de poder botín, y beneficio, es decir: propiedad privada y prohibida[9]. Como la crítica cultural que lleva a cabo PSJM, somos conscientes de que también es un bien de consumo: la cultura –afirma Adorno- surgió del mercado y la comunicación. Estos son los tres estratos que soportan la irónica visión que esta marca ha dedicado a filósofos, arquitectos y artistas. Como afirmó Walter Benjamin tras sus paseos por los comercios de París, donde parece que no compró realmente nada, “mientras haya mendigos habrá mito”. Es la inmediatez propia de un dandismo siempre urbano, su afanosa persecución de la sociedad revelando que la individualidad no se esconde en una vestimenta, sino en el modo de llevarla. En ese lugar de modernismo propuesto por PSJM aparece la manera de distinguir un estilo. Es la distinción y diferencia que nos hace ser absolutamente modernos, sin interrupción. La empresa nunca duerme: “A veces –escribe Ramón Gómez de la Serna- la estilización parece vencida, pero no lo está. Es lo único invencible. Es lo único que se sobrepone al mundo en el mundo. Las revoluciones políticas pueden detenerse, duermen a veces, se eclipsan; pero la revolución del arte es permanente, abre su oficina con cada nuevo sol”.

[1] Refiriéndose a la conferencia que le llevó hasta las Montañas Rocosas, Wilde escribe irónicamente: “Me habían dicho que si iba a ella me matarían o matarían a mi director de tournée. Escribí allí diciéndoles que nada de lo que pudieran hacer a mi director de tournée me intimidaría. La población está compuesta de mineros y de hombres que trabajan en las fundiciones; por eso les hablé de Ética del Arte. Les leí trozos escogidos de la autobiografía de Benvenuto Cellini y parecieron encantados. Me reprocharon que no le hubiese llevado allí conmigo. Les expliqué que había muerto hacía algún tiempo, lo cual hizo que me preguntasen: “¿Y quién le pegó el tiro?”. Lleváronme después a un salón de baile, donde ví el único sistema racional de crítica de arte. Encima del piano aparecía impreso el siguiente aviso: SE RUEGA AL PÚBLICO QUE NO TIRE SOBRE EL PIANISTA QUE LO HACE LO MEJOR QUE PUEDE”, WILDE, Óscar, “Impresiones de Yanquilandia”, Obras Completas, Aguilar, 1972, pp. 1.088-1.089.[2] WILDE, Óscar, “El decorado del hogar”, ibidem, p. 1.071.[3] No sorprende que Spengler dedique a su concepción del dinero el final de La decadencia de Occidente. En su análisis del capitalismo considera la relación entre el escepticismo de los cínicos en la ciudad y su máximo representante Pirrón con Marx. Un espacio que curiosamente encontró junto a Engels en Londres. Esa estancia inglesa pensaba William Morris que había posibilitado el socialismo marxista, más que la influencia francesa de Blanqui o Fourier.[4] WILDE, Óscar, “El alma del hombre bajo el socialismo”, Obras Completas, Aguilar, p. 1.287.[5] “No hay otra forma ni concepto de la distancia en Arte que el innovar. Así como el que camina, si ha de avanzar ha de recorrer espacios que no estaban detrás de él, sino delante, el artista está parado y da vuelta alrededor de su noria si no innova. Hay que haber devorado lo nuevo para tener derecho a la publicidad. Hay que haberlo devorado, porque así no volverá a reaparecer como nuevo, sino que dará lugar a otras calorías de novedad. Y en seguida a devorar lo nuevo sin piedad ninguna, y a otra novedad”, GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón, Ismos, IVAM, pp. 14-15.[6] “A principios de siglo la degradación del modo de vestir de las masas corre pareja con la degradación de la fisonomía individual. Acaso no exista ningún otro tiempo en que encontremos tan mal y tan absurdamente vestida a la masa como en ese período. El espectáculo suscita la impresión de que por las plazas y las calles se hubieran desparramado las muy variopintas y baratas existencias de unas ropavejerías enormes y de que la gente llevase puestas esas piezas de vestir con una dignidad grotesca. […] Y así ocurre que las masas aparecen especialmente mal vestidas los domingos”, JÜNGER, Ernst, El trabajador, Tusquets, 2003, pp. 119-121.[7] Por otra parte, lo que señala este escaparate, continuador de una mirada romántica y benjaminiana, es el descubrimiento de la tienda especializada. Como rezaba la publicidad de unos almacenes españoles, “somos especialistas en ti”, no tratando de ofrecer siquiera lo que no necesitamos, sino subrayando la importancia del para qué, bien sea relacionado con el mundo del hogar o con el fin de semana con la familia: “te aburres igual que en otro coche, pero cuesta la mitad” En este sentido la publicidad ya no es un medio, sino un fin: crea dependencias, cuartos, espacios donde no es fácil acudir. Y el arte comparece como un lugar elitista y separado del resto de la vida natural, cuando es precisamente lo contrario. Gracias al arte se accede a la naturaleza y se accede al trabajo. La cuestión de que el museo sea el lugar donde lo artístico aparece como un resto valorable en gran parte por una cuestión histórica, es precisamente lo que impide su utilidad. El PROYECTO MARX® de PSJM en el caso de Laboral muestra el entrecruzamiento de lo real y lo ficticio, donde el arte ha sido un engaño placentero real.[8] Lo privado hace referencia a un despojamiento y a una desposesión. Es una suspensión y una prohibición, nos priva lo que nos gusta y no priva lo que no gusta. Esa atención al gusto vinculado a lo negado es algo fundamental en este trabajo de PSJM para Laboral dada su labor ligada al arte y a la industria.[9] “Los slogans políticos, calculados para las manipulaciones de masas, estigmatizan unánimemente como lujo, esnobismo, highbrow, todo elemento cultural que desagrade a los comisarios. Sólo cuando el orden establecido se acepta como medida de todas las cosas se convierte en verdad su mera reproducción en la conciencia. La crítica cultural se indigna entonces y habla de superficialidad y de pérdida de sustancia. Pero como, a pesar de ello, se mantiene en la red en que se imbrican cultura y comercio, la misma crítica participa de esta superficialidad. La crítica procede, pues, como estos críticos sociales reaccionarios que contraponen al capital usurario el capital productivo. Pero, de hecho, toda cultura participa de la culpa total de la sociedad, pues, como el comercio, vive gracias a la injusticia cometida en la esfera de la producción”, ADORNO, Theodor W., “La crítica de la cultura y la sociedad”, Crítica cultural y sociedad, Ariel, 1969, pp. 216-217.

No me acuerdo. Notas sobre el olvido




1. Memoria y amnesia del mundo.Convenir en que la memoria suele entenderse como un lugar donde algo se deposita, afirmando la vinculación de lo monumental, lo sepulcral y el olvido. Quiere decir que corresponde tanto a lo que se contiene como a lo que da forma a lo contenido. Por ejemplo, un teatro, un jardín o una biblioteca. También un espacio como éste donde hemos iniciado el paso del umbral a través de una entrada, continuando por un patio, hasta llegar a esta sala que nos alberga esta tarde. Pueden ser además lugares que pueden a ayudarnos a la hora de llegar al recuerdo. Se trata de utilizar un espacio como refugio de lo presente, sabiendo que su contenido está a medio camino de la ruina y la reliquia. En cualquier caso, queremos subrayar su importancia simbólica, en el sentido de ser algo que conecta o desconecta, de una memoria que ya no puede comprenderse como depósito histórico del pasado o del futuro porque la memoria pertenece al olvido. Además, esa conciliación de lo monumental y la memoria sirve para recordar que en Roma el mundus era la cavidad en el centro del templum donde se enterraban tres elementos simbólicos que pertenecían a los tres niveles cósmicos. Al cielo correspondían unas alas de águila. Al hombre, una reliquia del fundador. A la tierra, un puñado de arena de otra ciudad hermana. Seguidamente, el mundus se cubría con una losa de piedra que sería, posteriormente, el altar donde el fuego acompañaría los buenos augurios y donde se confirma, siquiera sacrificial o poéticamente, en el origen de la ciudad, la capacidad por rememorar a través de lo religioso, lo monumental o lo mnemónico ciertos hechos legendarios o reales. En cualquier caso, la memoria se construye con sus amnesias y sus olvidos.

Aby Warburg situó como frontispicio de su biblioteca la palabra Mnemosyne, pero ¿a qué tipo de memoria se refiere? Un edificio donde proliferan volúmenes de libros, salas de consulta, pasillos con estanterías, libros por todas partes, pero ¿a qué tipo de historia especial se refiere Warburg? Para Edgar Wind, el uso de la palabra memoria de Warburg “debe entenderse con un doble sentido: por una parte, como recordatorio al estudioso de que, al interpretar las obras del pasado, es depositario de un acervo de experiencia humana, por otra, también como recordatorio de que esa experiencia es en sí misma un objeto de investigación y de que es preciso usar materiales históricos para estudiar el modo en que funciona la memoria social”. En este sentido, la memoria está ligada a una interpretación del pasado y, por otro, es autorreferencial, en el sentido de ser esa interpretación su motivo. La memoria no es exactamente un mirar al pasado como contribuir al futuro. Y ese pasado es una concepción de la muerte porque tenemos una muerte de la memoria convertida en memoria de la muerte. O el olvido.

En los Sonetos a Orfeo de Rilke se avisa de que en realidad esa colección de poemas constituye un monumento fúnebre. La memoria dañada corresponde a la arquitectura, a la filosofía y al arte: caracteriza cualquier tiempo poético. Aby Warburg afirma: “Toda época tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece”. La memoria precisa de un contexto, es definitivamente un documento, como la obra de arte. Pero la memoria distorsiona, puede convertirse en espacio de celebración. Como afirma Warburg, “con el hombre primitivo, la imagen de la memoria da como resultado la representación religiosa de las causas; con el hombre civilizado, el desapego mediante el hecho de nombrar”. En lo simbólico pervive la memoria: símbolo como moneda partida que nos convertía en anfitriones y en huéspedes. Además, ese distanciamiento con los objetos, ya sea el documento o la reliquia, es propio de la práctica del paseante de su memoria como Benjamin o comprobable en la artimaña duchampiana y dadaísta de separarse del sentido realista de los objetos. En realidad, la aportación warburgiana de considerar la historia como una memoria de la distancia ha de devolver su objeto como interpretación, conduce a la serie de paneles donde las imágenes y los textos se reúnen en torno a la valoración del arte y la sociedad. En este sentido, los monumentos actuales también comunican un estado de vida particular y del presente. Son monumentos que en lugar de recordar algún hecho, nos lanzan directamente al desconsuelo. En la actualidad pareciera que siempre estuviéramos presenciando un derrumbe, bien sea de la memoria, de la historia o del olvido.

2. Del olvido como destrucción de la memoria: un cadáver.El origen de la fábula que asocia los lugares y la memoria, relatada por Frances Yates en El arte de la memoria, se sitúa en la antigua Grecia, cuando se le encomienda al poeta Simónides de Ceos la tarea de entonar un canto en casa de Escopas, príncipe vencedor de una prueba de atletismo y quien ha organizado un banquete para celebrarlo. El poeta utilizó la figura de los Dioscuros (Cástor y Pólux) a quienes se les ha considerado siempre unidos al poder de la memoria: “a raíz de de lo cual –escribe Ignacio Gómez de Liaño en El círculo de la sabiduría, Siruela, p. 114)- el mezquino Escopas le dijo que sólo le pagaría la mitad de la cantidad acordada y que se fuese a pedir el resto a los dioses Gemelos. Dieron entonces a Simónides el recado de que dos jóvenes caballeros le aguardaban a la puerta de la casa. El poeta se levantó de la mesa y salió al exterior, pero no vio a nadie. Durante su ausencia se desplomó el techo de la sala del banquete aplastando a Escopas y a los demás comensales. De este modo –salvándolo de una muerte cierta-, los invisibles visitantes Cástor y Pólux pagaron espléndidamente a Simónides el homenaje que les había rendido, y auspiciaron, además, la invención del arte de la memoria. Pues tan desfigurados quedaron los cadáveres que, cuando llegaron los parientes a recogerlos, fueron incapaces de identificarlos. Pero Simónides, como recordaba los lugares en que cada invitado había estado sentado a la mesa, fue por ello capaz de decir a los parientes cuáles eran sus muertos. Reparando en que fue mediante el recuerdo de los lugares que habían ocupado los invitados como pudo identificar los cadáveres, consideró que una disposición ordenada de lugares era esencial para conseguir una buena memoria”. Por tanto, la memoria está vinculada no sólo a un himno a los dioses, sino que en ella se avisa de su poder devastador.

La memoria necesita de un desastre para entrar en acción y su poder consiste en ser capaz de establecer una vuelta hacia el pasado para reconocer a los muertos. También es importante el mito para considerar la vinculación de la memoria de la historia con la realidad, más en estos tiempos donde hay personas que precisan la inhumación de sus muertos. La memoria en este caso se convierte en una suerte de guardiana enigmática, pero sin saber muy bien qué es lo que en ella se resguarda. Una suerte de ciudad que, como veremos, está destinada a protegerse. Es el caso de la modificación del lugar que ha llevado a cabo Avelino Sala en el espacio de Laboral, donde lo monumental no quiere entrar en el olvido: se trata de mostrar la importancia de habitar en la memoria destruida. Como decía Tertuliano, “somos de ayer y ya hemos llenado la tierra y todo lo que os pertenece, no dejándoos más que vuestros templos”.

Porque Isidoro de Sevilla señala en las Etimologías una diferencia importante entre lo que constituye la urbe como fábrica material de la ciudad y lo que corresponde a la civitas, sus habitantes. También señala que la palabra sepulcro deriva de sepultus (enterrado).

En esa fundación mnemónica de la ciudad avisa de que la palabra monumentum deriva de moneo (pensar) –como el arquitecto- y significa todo lo que trae a la memoria un recuerdo, sobre todo de los muertos. El monumento tiene la función de hacer pervivir algo en la mente (mentem monere) Esta relación entre la memoria y los muertos es inevitable. La pirámide, por ejemplo, deriva de pira porque antes se enterraba debajo o encima de una montaña. Aunque no dejen de ser túmulos, es clara la intención simbólica de construir a partir de pirámides o columnas: donde hay memoria hay muertos. Pensamos en el tipo de enterramientos de la antigua Grecia, donde existía la prohibición de enterrar en la propia casa de los fallecidos. Un hecho que era habitual, pero pensemos en el hedor mezclado con el del cuerpo de los vivos. En realidad, el recuerdo sirve de advertencia a la memoria.

3. Memoria del cuarto.
Como decimos, desde Grecia y Roma hasta Europa, la memoria está asociada a un lugar (loci), es un arte que emplea la arquitectura (Yates, El arte de la memoria) Por eso, las partes de un edificio corresponden analógicamente a las partes del cuerpo, un texto o una obra que quiera servir como recordatorio. Isidoro de Sevilla considera que en los edificios hay tres partes: 1. Cimientos (configurando su base, fundamentum), donde la palabra caementum se vincula al hecho de cortar, 2. Paredes (pares) y 3. Techo (culmen, culmus, paja) Lo que se dice colmo.

Como repite Abel Gance en su concepción cinematográfica de Napoleón, se trata de crear un espacio al aire libre donde el espectador se encuentra en el interior de la película como alguien que sabe deambular entre los lugares propiciados por la memoria, la música y la noche, anunciando el mensaje de Napoleón cuando afirma que su fuerza se basa en tres elementos retóricos propios del luto y la conmemoración: orden, calma, silencio. Inventar un jardín o un cementerio proviene de esa cuestión retórica de vincular los lugares y las imágenes a la memoria, es el recuerdo de lo pasado. Pero hay otra vía que se encuentra regida por la inteligencia que confirma lo que sea algo y por la providencia que aparece cuando se sabe que algo va a ocurrir. Como Simónides de Ceos, somos precavidos si sabemos que el techo siempre está a punto de caer. En este sentido, la memoria se convierte en una reconstrucción monumental, arquitectónica y arcaica, precisando - decíamos con Cicerón y Warburg- la importancia de considerar la memoria como un documento visual y espacial de cada tiempo. En definitiva, la memoria puede conciliar a la poesía y la pintura, a los muertos y los vivos, teniendo presente el futuro de lo original, pero esa reunión de silencio, muerte y nostalgia no puede darse sino como escritura. Yates señala que este trato especial con la memoria, considerada como arte, está vinculado a la pintura donde se escribe, no en el sentido literal, sino en una concepción de lo escrito como algo que platónicamente se utiliza para no olvidar. En buena medida, es precisamente lo que escribimos lo que ha pasado a un espacio vacío en la memoria, como cuando Euxeno pregunta a Apolunio, “¿Por qué no has escrito?”, a lo que responde negativamente, añadiendo: “Porque hasta ahora no he practicado el silencio”. Yates sugiere que el arte de la memoria está presente en la pintura de Giotto, habiendo pasado desapercibida de algún modo. Es el caso de Vittore Carpaccio y su representación del cuarto de Agustín de Hipona.

Como decía Peggy Guggenheim, “tengo poca memoria y por ello suelo pedir a mis amigos que no me cuenten cosas que prefieren mantener en secreto, porque tarde o temprano acabo por olvidar mi promesa y lo cuento todo”. Una pintura extraña del veneciano, nacido en torno a 1460 y muerto alrededor de 1526, porque lo único que se sabe con certeza es que salió hacia Dalmacia y allí desapareció, como buscando su propia memoria. Este cuadro se encuentra en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni y señala hacia el carácter artificioso de Carpaccio. Una muestra más de este espacio mnemónico donde se mezcla lo sacro y lo profano, la ciencia y la poesía, la oscuridad de la sombra triangular y la iluminación del rayo, la capacidad para hablar de la memoria, en su sentido recordatorio y en su sentido onírico. Parece que Carpaccio lo cuenta todo, mostrando la figura de Agustín de Hipona en una forma aparentemente distanciada de las consideraciones campestres que mantuvo acerca de la memoria en sus confesiones: “Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escandido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido” (Confesiones, BAC, libro X, p. 309). Agustín considera que la memoria es distante, sus receptáculos son abstrusos y en esta imagen –como repiten historiadores y críticos- Carpaccio pone a resguardo la memoria del mundo antiguo. Hay un orden inmemorial, pero sólo se hace presente en un instante de esclarecimiento. El deseo de memorizar y de recordar conduce a una correspondencia. Como finge Carpaccio –en el cartel escribe que finge, no pinta-, hay puertas, ventanas y libros cerrados o abiertos. Porque no se trata de introducir la cosa –como pretendía el recientemente fallecido Rauschenberg-, sino la introducción de imágenes de las cosas, dice Agustín, sentidas. Así esta pintura, en sí misma, es memoria y habla, como el alma, sólo consigo misma. La memoria no siempre es un lugar, la pintura es como un lugar: “Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es un lugar, todas aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han olvidado” (Conf., p. 403) La clave del cuadro está en ese esclarecimiento que sorprende a Agustín mientras está escribiendo una carta a Gerolamo, consultando sobre su idea de la beatitud celeste. En ese instante, una voz le anuncia a lo lejos que el otro santo acaba de morir en su cueva. Ese rayo que entra acompañado de una voz es una especie de instante de comprensión, porque el filósofo se encuentra realmente en una situación bastante enojosa: “¿Por dónde, pues, y porqué parte han entrado en mi memoria? No lo sé” (Conf., p. 404).

Como decir no me acuerdo, necesitamos, como precisa Agustín, de otro para comprender, suscitando la salida de las cosas de sus casillas. En plan fenomenólogo, Agustín afirma que llegar a las cosas mismas es “un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente” (Conf., p. 405). La memoria procede por repetición: una atención que sea familiar ya, porque no tienen otra estancia. Por esto decimos que la memoria es cosa de distancia y estancia, como en esta pintura de Carpaccio donde Agustín aparece descentrado para permitir la visión del cuarto y lo que en él se alberga. Y que la estancia contiene aquellos elementos que el filósofo ha ligado a la memoria: deseo, alegría, tristeza y miedo: “¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro?” (Conf., p. 410). Porque estamos en espacios de umbral, necesitamos acceder al momento de nombrar con un monumental olvido, donde Agustín liga el recuerdo con un sepulcro: “Yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos” (Conf., p. 412) Como decíamos, Agustín encuentra la memoria en el afuera: “Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de cosas” (Conf., p. 414). Porque esas cosas que afectan a la memoria pertenecen al cuerpo, a las artes y al alma. Son enseres como sillas, mesas, soportes de un mundo ya sólo comprensible desde el recuerdo. Astrolabios y partituras encerrados en armarios y estantes, mostrando la apertura de los objetos mediante la iluminación de una zona del entendimiento. Como tener algo en la lengua, sin pertenecer a un solo idioma verdadero: “porque la cosa misma ni es griega ni latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas las lenguas” (Conf., p. 417). La memoria, como irse yendo por la sombra, deslumbrado por la luz, emerge desde un lugar intermedio. En esa distancia de la estancia donde los libros esperan, los objetos vigilan ante la extrañeza que nos coge en la escritura de una carta a un receptor que ya ha muerto.

4. Esta tumba no está muda.En la memoria, por tanto, se conmemora la posibilidad de estar como muertos, es la señal a la que vuelve el recuerdo, mediante sepulcros, antros como el de Agustín, bodegas en el corazón como decía Teresa de Jesús, yendo a parar estelas y epitafios. Estas estelas estaban escritas en verso o en prosa.

En un principio la finalidad del monumento sepulcral era impedir, con su peso, que el alma del difunto regresara a la tierra. Posteriormente, el monumento sepulcral era un lugar donde el alma del difunto podía asentarse (Epigramas funerarios griegos, Gredos) Después, el sepulcro sirve para honrar y conservar la memoria del difunto. Es decir, la memoria comparece cuando lo que se trata de recordar ya ha pasado. La estela es el último vínculo con la vida y el elemento central del epitafio es el nombre del difunto. El nombre es un vínculo del muerto con los vivos y tiene que pronunciarse en voz alta, por eso es una llamada al caminante para que se detenga y lea la inscripción. A veces se le desea buen viaje o buena suerte. Es significativo que existan tumbas de niños sin nombre porque al morir carecían de él. También, señalar que los muertos tienen sed y quieren beber del Leteo (olvido), acuden a la fuente de la Memoria. Este espíritu de las fuentes es otro de los espacios urbanos donde se muestra con claridad la vinculación del recuerdo, el acuerdo y lo monumental. Por ejemplo, dicho sea de paso, las celebraciones actuales encima de la diosa Cibeles.
En este caso, el memorioso se encuentra como sediento, deseoso de descansar y sentarse: como los muertos. Hay que avisar de una coincidencia. Hay epitafios que están en prosa con el propósito de advertir a los profanadores de tumbas, por eso a veces son maldiciones, como la que afirma: “Esta tumba no está muda” Coincide el estado de mutismo con una detención. En la memoria y sus monumentos ocurre que siempre hay algo que no quiere ser recordado, hay una imposibilidad activa para olvidar y no acordarse: de nada.

Esta preferencia por el sueño, donde de alguna manera esos recuerdos afloran, es la conexión con la muerte. Entre interpretaciones e ilusiones, no podemos olvidar que Hermes es hijo de Maya. Como se afirma en otra inscripción: “mas no he muerto vencido por una enfermedad, sino mientras dormía en mi lecho”. Porque en las inscripciones de estos monumentos que son inicialmente los sepulcros el muerto se hace presente. Relatan su propia muerte, como si estuvieran vivos. En otra inscripción en un sepulcro de alguien cuya muerte se debió a una pedrada en la cabeza a los catorce años, se escribe: “Contad también que mis padres me han erigido este sepulcro y que en el Hades aún llevo esta herida maligna” Y aquí conviene una sospecha. ¿No será esa memoria herida que trata de organizar el conocimiento como una metáfora de lo que es la cultura en general? ¿Qué valor tiene por ejemplo una cultura memoriosa?

5. Arquitectura del olvido.

El nihilismo desde su inicio ha sido el inicio de nuestra época y su misma enfermedad. Lo nihilista es un mal sueño porque a pesar de vivir el presente, su pertenencia a lo aún no dicho le confiere el sentido de instantaneidad propio del olvido y de la ausencia, pero también es la comprensión súbita de la propia caducidad: “El hoy –escribe Jean Paul- es la cesura, el episodio entre el largo ayer y el largo mañana” (Sermón fúnebre de Shakespeare, p. 21) Sabemos que aquí se sitúa el inicio del nihilismo, con un discurso inmemorial porque pertenece al espacio de lo fantasmal. Su título así lo anuncia: Discurso de Cristo muerto, el cual, desde lo alto del edificio del mundo, proclama que Dios no existe. Jean Paul mezcla lo visionario con una concepción del mundo que corresponde a la creencia en la inmovilidad: “y el incrédulo se aflige a sí en el tiempo, hasta que él mismo se desprende como una escama de ese cadáver. Frente a él está inmóvil el mundo entero, como la gran esfinge egipcia de piedra medio hundida en la arena; y el Todo es la fría máscara de hierro de la informe eternidad”. El olvido y la ausencia apropiada a una conciencia nihilista acompañan el crecimiento del desierto de Occidente. La memoria/olvido comprende el cadáver, la inmovilidad y la arena. Como restos de un jardín descuidado, un palacio devastado donde asociábamos la memoria con el cadáver del olvido, la apreciación poética de Jean Paul se dirige a la constatación de la ruina del monumento. Su final es su propia destrucción: “En ese momento –escribe Jean Paul-, las notas discordantes chirriaron más estridentemente – los temblorosos muros del templo se vinieron abajo - y el templo y los niños se hundieron – y toda la tierra y el sol los siguieron al abismo – y el entero edificio del mundo en toda su inmensidad, se hundió ante nosotros – y en lo alto, en la cúspide de la inmensa naturaleza, estaba Cristo y miraba el edificio del mundo taladrado por mil soles, como una mina excavada en la noche eterna, recorrida por galaxias como venas de plata” (p. 53) Estos rayos recuerdan a esa luz que penetra en la habitación de Agustín, pero su dominio arquitectónico, con Cristo mirando hacia las habitaciones y galerías clausuradas, señalan hacia la inversión que se produce al comprender un edificio como símbolo de la ausencia. Porque el origen de la arquitectura se ha situado en la choza o en la nave invertida. De hecho, como recuerda Gadamer, la gran cuestión de la arquitectura occidental religiosa es dar soluciones a la tensión provocada por la unión de la intersección y la nave. Al final, la iglesia debe su forma a una nave invertida: es el relato de un naufragio. En cualquier caso, la arquitectura siempre tiene algo de espacio destinado a resguardar el lugar del arte (Gadamer, Estética y hermenéutica, p. 303). Su finalidad es encontrar algo que despierte la memoria y le dé a uno que pensar. Sabemos que en alemán hay esa vinculación entre pensar el recuerdo y lo monumental. Hemos de repetir lo que se suele decir al nombrar a Mnemosyne. Esto es, que sea madre de las Musas y, en estas, que devenga poéticamente. La memoria corresponde a una idea de la poesía. Como su presencia inmóvil, dice Blanchot (El diálogo inconcluso, p. 489), la memoria y el olvido pertenecen a la distancia y al vacío de la estancia: “Es la lejanía. Es la memoria como abismo”. Porque -confirma Blanchot-, “el olvido es la vigilancia de la memoria”. Como decir: “no me acuerdo”, la memoria es confusa, nos instala en una duda íntima, llega a arruinarnos en una suerte de edificio demolido donde el peligro viene a hacerse presente. Ese edificio, como ciudadela de memoria e imaginación, precisa una suerte de correspondencia que, a veces, ha sido cancelada por la propia subjetividad. En este sentido subjetivo de la memoria, prestemos atención a la mirada poética propuesta por Joë Bousquet, sobre todo en Mystique, obra no traducida aún al español, donde se puede subrayar el trato con un yo que no parece corresponder con lo que encierra. El místico es el que cierra sobre sí. Como en la habitación de Bousquet.

6. De memoria, inmóvil.

La historia, brevemente contada, es un compendio de existencialismo abstracto poético y vida varada de un poeta que sufre un accidente por culpa de una bala incrustada en su médula durante la Gran Guerra. Quiere la casualidad que en el día de ayer se cumplieran noventa años del suceso. Y, digamos para los amantes del azar, que en el otro bando alemán estaba otro insigne surrealista, Max Ernst, cuya obra estaba, junto a la de Bellver o Tanguy, en su cuarto. Esa inmovilidad, tendido en su cama, –como sugiere Albert Béguin- condena al escritor a una incursión profunda en su memoria cercada por el silencio y el destierro del opio, instrumentos para caer en el olvido. En este sentido, el aislamiento y asilo confinan al poeta a una suerte de vida estática e higiénica. Para no olvidar, el poeta decide arriesgar su memoria con la creación del mundo en una suerte de olvido monumental conducente a una escéptica ataraxia donde todo queda congelado. Escribe Joë Bousquet: “Me siento abierto porque la coherencia del mundo está aquí donde añado. Es un drama llegar al decir. Para la entrega sensible, te falta el mismo instante, crear un mundo y aniquilarlo. Este es el secreto del pensar. El pensar es la imperfecta negación de un mundo que tú no has terminado de crear” (Mystique, p. 136) Es precisamente esa luz que ilumina en esta habitación lo más extraño. Y su disposición, como vivir dentro de una biblioteca, un naufragio ordenado de palabras encerradas en libros y de imágenes y de retratos. Ese drama que significa la inmovilización de la memoria no debe reducirse a un encuentro de una luz salvadora. Lo más probable es que en esa memoria llegue el desconcierto de saber que, a pesar de la escritura, siempre acabamos por desaparecer en ella. Porque si pensar es pensar en algo, recordar es recordarse algo. No se trata de que la memoria sea sólo un lugar, sino que en ese espacio se dé algo. Y no sólo imágenes de cosas o palabras como sombras de las cosas. Intuimos que en ese olvido de la memoria que a veces es un monumental aviso del poder, se da cuenta de lo que resguarda. El problema es saber en su interior ya no habrá nada. Por eso, decir no me acuerdo. Como Mallarmé en Igitur, el poeta sabe que su construcción está vinculada a un monólogo interior, ciertamente cercano a un uso imaginario de la memoria y el teatro. Esta obra –como afirma Mallarmé- “se dirige a la inteligencia del lector, quien pone las cosas en escena”. Lo que se puede constatar es que señala hacia una prosa aparentemente lejana de la poesía como tal porque su estatuto nihilista no permite el barroquismo abstracto. Pensado como un drama, está abandonado a una escenografía simbólica donde, con la ayuda de una escalera, un espejo y un telón descubrimos a un extraño personaje –hipócrita lector- que trata de recostarse sobre las cenizas de sus antepasados. Lo formidable es que nunca fue escrita, ni ejecutada. Sólo nos queda el recuerdo imposible de unos fragmentos que Mallarmé debió querer olvidar acabar, a través de los años: como producir sombra apagando la luz. Entonces, Igitur o la propia locura como locus desdoblado, se sirve de una metáfora memorial, donde se leen los deberes a sus antepasados. Como Baudelaire quien escribiera llevar en sí siglos de recuerdos, Mallarmé clausura una idea de la memoria como simple depósito. La memoria deviene entonces ejercicio sobre lo destruido, mejor, sobre lo que nunca fue. Esta manera de acuerdo, donde ni siquiera estamos enclaustrados entre ciudades o teatros, en banquetes o palacios, confirma que la forma de la imposibilidad deviene en cada cifra, número o golpe de dados: es un término contrario al azar encontrado, la quimérica asunción histórica de lo que nos pasa. Es una memoria de la nada, la presencia de una destrucción no lineal, inesperada, olvidada. Ya no hay aparatos para hacer efectiva esa destrucción del recuerdo, ahí donde lo inmemorial permanece aún fuera del recuerdo.

7. No me acuerdo.
La idea del teatro o del propio escenario de la ciudad como memoria del vacío es la presencia del monumento como lugar donde se depositan sarcófagos. Avisan de la presencia de algo que tenemos que conmemorar en esa anámnesis platónica donde sólo queda esperar el recuerdo. Pero han quedado definitivamente clausurados, estamos ante la presencia de una imposibilidad. Lo que no recordamos deviene como aquello que no tiene disposición ni propiamente un lugar y nuestra memoria queda abandonada como una habitación donde ya ni hay sombras porque no hay cuerpos, objetos. Esta caracterización dramática del teatro del olvido, no deviene una enfermedad cualquiera. Es un encerramiento donde los personajes han abandonado su espacio, imagen vacía del vacío, a pesar de que –como recordara Hölderlin- lo que dura sea obra de los poetas. Esta identificación del recuerdo y lo poetizado no tiene más intención que dejar asentado un monumental olvido, en el sentido de ser algo que sirva para recordar, haciendo posible el resguardo de los muertos. Es el olvido de que quizá estemos de vuelta a una locura que ya no cabe identificar con la estancia en una habitación, teatro o jardín de lo imaginario, sino a su abandono premeditado y obligado. Si la memoria funcionaba como una escritura con moldes y sellos que posibilitaban una fijación, cuando estamos en el olvido ocurre una reiterada tachadura, desescribiendo. Cuando no hay recuerdo, no hay acuerdo. Cuando no hay olvido, nada hay visto. Esta obliterada escritura, con la forma de una marca que inutiliza el sello, es lo borrado, la cancelación de una posibilidad de encontrar lo que acordamos en lo que recordamos. El olvido es un espacio extraño dejado en el interior de nuestro cuerpo que impide que lo imaginario sea, si no ya real, sí posible.

Para ir concluyendo, decir no me acuerdo, es tratar de trazar palabras que tratan de alcanzarse a sí mismas en lo que no aparece sino como forma de lo negado. La destrucción es inevitable, el olvido necesario. Como en un espacio onírico sabemos que la monumental ausencia de memoria nos ha conducido a despertar de un sueño: “Ahora –escribe Salvador Elizondo- me parece un sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la inspiración, la tinta y el cuaderno” (Elsinore) Como desescribe Blanchot: “Recibir el olvido como el acuerdo con lo que se oculta, el don latente. No vamos hacia el olvido, tampoco el olvido viene hacia nosotros, pero súbitamente el olvido ya ha estado siempre ahí, y cuando olvidamos, ya siempre lo hemos olvidado todo: estamos, en el movimiento hacia el olvido, en relación con la presencia de la inmovilidad del olvido. El olvido es relación con lo que se olvida, relación que, volviendo secreto eso con lo que hay relación, detenta el poder y el sentido del secreto. Hay en el olvido, lo que se desvía y hay el rodeo que viene del olvido, que es el olvido” (La espera el olvido, Blanchot, p. 53)

En fin, repetir las palabras que hemos olvidado desde que empezamos a hablar al principio, aquellas de cuyo nombre no quiero acordarme, ahí donde la memoria pertenece a la ausencia de monumentos y de munición.