23 diciembre 2008

Para quedarse de piedra. De la muerte y la (es)cultura órfica.

Robert Smithson






Con la escultura ocurre como le pasaba a Guy de Maupassant con la Torre Eiffel, lugar vilipendiado en sus escritos en cuanto se le presentaba la ocasión. Todos los días acudía al restaurante allí emplazado. Un día un camarero le preguntó que porqué iba si realmente le resultaba horrorosa, a lo que respondió: -Porque desde aquí no la veo. La escultura veremos que es un arte complicada y huidiza y no es del todo cierto que sea un arte inmóvil. Si no que le pregunten a un escultor reconocible por todos, con ese nombre impronunciable Gutson Borglum, que no se le ocurrió otra cosa que tallar una montaña para crear unos bustos. Quizá se olvidó de que un edificio tiene unos cimientos y hemos de vestirnos por los pies. Los cimientos movedizos de la escultura actual hablan de esa radicalidad que habremos de buscar en el trato con lo vacío y lo mortal. La escultura deviene irónica y procaz, pero también muestra que sus límites son su propia muerte. Ese peligro que acecha es la caída, la medida para una configuración extrema de unos rostros que han ido envejeciendo como la política y la cultura. Al final, veremos cómo la escultura será una prueba del desfondamiento y la pérdida del equilibrio propios de las sociedades actuales. Esa radicalidad es precisamente el cuestionamiento de lo que sea escultura o no. Lo cierto es que un irónico, pero clasicista Salvador Dalí lo advirtió: lo mínimo que podemos pedir a una escultura es que esté quieta. Quizá Alexander Calder no se sintiera comprendido en esta confabulación contra su obra, pero hemos de decir que si atendemos a una radicalidad propia de la escultura, partiendo de las transformaciones que ha sufrido desde el siglo XX hasta llegar a la actualidad, muestra que se han producido cambios importantes, diluyendo los límites de las artes en una especie de sinestésica operación donde lo escultórico está relacionado con la pintura, la instalación, lo puramente teatral o hasta la música. Con todo, hay un objeto antiescultura situado encima de un pedestal que data de 1917.
Este devenir del objeto encontrado o no en el puro humo, traslada los intereses de la escultura por los materiales clásicos hacia los avances técnicos, minando los cimientos estables que identificados o no con la afirmación o pérdida del pedestal, van a consolidar posturas radicales que, bien mirado, van a rechazar la abstracción pura por un naturalismo asociado a lo clásico, sin olvidar un cierto expresionismo. Esta vuelta actual a la figuración humana escultórica va a provocar un cambio que, de alguna manera, va a transformar la escultura en una proyección de la sociedad y de la propia creación artística. Quiere decir que la escultura que busca su radicalidad y su enraizamiento corresponde a la historia de una inquietud propia del artista contemporáneo. Dedicarse a la escultura no significa ser escultor. En la actualidad –veremos- muchos artistas producen escultura, pero ligada a otras prácticas como la fotografía, la pintura, el teatro, la arquitectura, el cine, etc. Entonces, el escultor ha de tomar una actitud que conduce a tratar las artes de una manera peculiar. En definitiva, la escultura no es precisamente un arte fácil porque en ella se presentan problemas espaciales. También intuimos que la escultura es difícil para el teórico, como definir claramente qué hace que un objeto lo sea. Por ejemplo, podemos pensar en una falla valenciana o en esta extraña actualidad donde coexisten La guerra de las galaxias y una pieza minimal de Teresa Margolles que habla de la desaparición, la muerte y el desplazamiento de la civilización. ¿Qué hace que algo sea escultura? ¿Es una cuestión de materia y forma, de aquello que no corresponde a la pintura o a la poesía? ¿Es una cuestión puramente representativa de algo natural? ¿Es la historia de los materiales? ¿Qué hay de arquitectura y destrucción en ella? Porque etimológicamente la palabra escultura se encuentra vinculada a la acción de esculpir y de rascar, pero también hace referencia a una culpa. La escultura parece ser una exculpación o una inculpación y debemos ver si es inocente o culpable. Porque si consideramos que no toda escultura es una estatua, ni toda estatua escultura, hemos de avisar que lo que propiamente le caracteriza no es cuestión de estatismo, equilibrio, ubicación o distancia. En la palabra estático se concilia el alejamiento, el desvío y la subsistencia, pero también señala hacia el éxtasis, la composición y, en definitiva, lo que caracteriza a la escultura: un silencio cinematográfico, un dibujo erguido y en movimiento.

La escultura acaba por establecer una relación con el cine, el traje de Darth Vader encerrado en una vitrina acaba por superar al traje de Joseph Beuys. Es decir, más importante que la aparente tridimensionalidad, es la capacidad escultórica de poner algo en pie después de la demolición. Leído heideggerianamente, la estatua es un estar. La historia de la escultura es la historia del estar. A riesgo de ponernos estupendos con la etimología, diremos que el latino stare se refería literalmente a ese estar en pie, firme, esto es, inmóvil. Pero en esta imagen del Monumento al trabajador autónomo/autonómico donde se sitúa el artista contemporáneo, vemos lo que puede quedar de la escultura. Un simple pedestal situado frente a la escultura de Velázquez en el Paseo del Prado donde se ha inscrito un graffiti donde se lee: el enemigo está dentro, disparad contra nosotros. Quizá sea un aviso a paseantes. Como decimos, en el arte contemporáneo parece que la escultura no pueda quedarse quieta. Si ha llegado a convertirse en humo, también ha logrado devenir en peligrosas afirmaciones materiales. Es el caso de aquellas esculturas que devienen monumento funerario -nos acordamos ahora de Michael Heizer- o que directamente se consideran escultóricas por su tamaño extraordinario, es el caso de las obras de Claes Oldenburg. Lo que no tenemos claro es que una escultura radical sea realmente una escultura nueva. En realidad, hay diferencias, pero parece estar aún dependiendo de una tradición clasicista y realista. Figuración humana, preocupación en torno al pedestal, carácter conmemorativo o funerario. Una escultura es radical entonces porque va a encontrar que el suelo que pisa es aún movedizo. Si sigue estando vinculada a la representación, está siempre unida a la idea de pro statuarse, poniéndose frente al espectador avisado. En ese sentido original, prostituirse, recordaba Baudelaire, es simplemente ponerse en público. Señalaremos, dicho sea de paso, que el crítico tiene expresiones contra la escultura: no es como la pintura y debe aspirar a ser como la carne. Indicando cómo está muy cerca de lo natural debido a que trabaja con la materia, Baudelaire afirma que de ahí surge su realismo. Pero señala que lo más importante es que la escultura debe conducir a un rodeo, a una torsión que implica su carácter órfico. Estamos avisados que si la miramos demasiado acabaremos petrificados. Como crítico le planteaba problemas, no debía tener mucho interés en un arte que condujera simplemente a una materialización alegórica. Lo que sí señaló en un breve texto titulado Por qué es aburrida la escultura –me perdone Jorge Pineda- es que el origen de la escultura se perdía en la noche de los tiempos. Es un arte de caribeños. En ese sentido sarcástico, se refiere a aquellos que no añaden nada a la escultura ya que simplemente están dispuestos a redondear la materia, ignorando que el fin del escultor no es rivalizar con los vaciados.

En realidad, lo que parece afirmar es que la escultura es una mezcla prodigiosa de disimulos y de elecciones temáticas dispuestas para crear algo real. La escultura desvela entonces su verdadera apariencia fantasmal, como ocurre en el caso de la obra de Jorge Pineda: la fantasmagoría –escribe Baudelaire- se ha extraído de la propia naturaleza (El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud y niño). Entonces, para comprender que la escultura deviene radical hay que dar un rodeo, tomar distancia y cuidado. En el caso de propuestas escultóricas como las que traemos hoy aquí, veremos si esa radicalidad no es sino buscar las raíces o fundamentos donde la escultura ha sufrido tantos cambios y, precisamente, ese buscar en sus orígenes es la constatación de un naturalismo y expresionismo donde se quiere rechazar la abstracción. Porque si la escultura es una representación objetual peculiar que conduce a un extrañamiento más que al arrobamiento, hemos de decir que no se trata de representar. La escultura no es una imagen de nada, diría Adorno. Como vestirse por los pies, la obra de arte se organiza desde abajo. En ese sentido, siempre estará unida a una cierta presencia de la muerte y del vacío, considerando que la escultura es propiamente una reflexión en el vacío. Pero este carácter reflexivo y autónomo es como el propio rodeo de lo escrito. Y lleva ligada la reflexión sobre la situación actual del arte y de la sociedad. Nunca es vulgar o banal: hasta el graffiti tiene su historia. Y de alguna manera, forma parte de esa escritura particular de la escultura propia del arte. Escribir es en ese sentido, como muestran los trazos de Jorge Pineda, un arte escultórico donde se puede identificar la tachadura con el raspado. El escultor como una figura infantil, careciendo de un habla lineal, volviendo al borrón en la pared.
Extraña relación de la escultura y la escritura. Aquí no importa ya el valor de los materiales, su ductilidad, su aspecto carnoso y marmóreo. Se ha optado por un realismo pervertido. Esos procesos donde la técnica es más importante que el material, señala hacia esa capacidad de volverse contra sí misma propiamente escultórica. Repetimos que tampoco debemos pensar en una radicalización de la escultura descubriendo temas clásicos como la correspondencia entre la figura y la forma, el tratamiento del vacío como añadido o como falta, su relación con lo conmemorativo y lo monumental, su capacidad para ser objeto de consumo, sino comprobando sus argumentos para ser aún posible como arte. Una escultura radical es una escultura de lo actual, una escritura que corresponde a un proceso que no es simplemente el hecho de que un sujeto esté frente a un objeto. Hasta la escultura tratará de borrarse a sí misma. También la escultura actual se dice de muchas maneras, aún cuando un cierto estilo juanmuñozista sigue estando presente. El tratamiento del cuerpo conducirá como veremos a que una escultura radical sea capaz de utilizar cadáveres y muertos, artefactos y máquinas deseantes que contribuyen a que definitivamente la escultura ya no deba ser considerada como un objeto estético, inerte y frío. La escultura puede plantear otro sentido de lo formal, ya no trata de convertirse en piedra, sino en hiperrealismo. Cabe la posibilidad de que realmente ya no haya un cuerpo estatuario, sino la constatación de un vacío que transparenta su propia radicalidad. Seguimos pensando que en la escultura sobresale una cuestión pedestre porque tiene su base en los pies. En esa dirección, la escultura ha expandido el campo hasta una destrucción momentánea y monumental del espacio y del tiempo. En esa dirección, la escultura marca los límites entre la cultura y una civilización decididamente abocada a vivir en una crisis latente e inestable. Se habla de que la escultura ha perdido su pedestal y en parte es cierto. El desarrollo de las respuestas que se han dado durante el siglo XX a estos problemas lleva a la escultura a una peripecia, esto es, a marcar sus límites por medio de una expansión que será la vuelta a sí misma. Así, la escultura propone una vuelta, no es algo quieto, sino inquietante. Por esa razón, hay que tener cuidado en esa distancia que logra presentarse como extraña a la realidad cotidiana. Porque la escultura trata de dirigirse contra sí misma y deviene escultura porque es escritura. En ese movimiento es un arte del espacio, pero también pertenece al tiempo. En sus raíces, en el propio pedestal del pedestal, en esa zona de surgimiento y erección, en ese poner-ahí, el arte escultórico se convierte en una presencia extraña. ¿Dónde se sitúa la escultura? ¿No es acaso la sensación aparente de tranquilidad de su fundamento una sucesión infinita de niveles que acaban por conducir del autor a su obra? ¿Por qué en la escultura se borra el autor? Porque la escultura se presenta como una fantasmagoría. Una radicalidad que conduce finalmente a un uso escenográfico y teatral.
Por otro lado, como decíamos, en la palabra estático resuenan el desvío -el éxtasis- y el alejamiento -la apostasía-. Porque en este desvío elíptico alrededor de lo escultórico lo que caracteriza su estado radical es el retorno y su polimorfismo. Hubo tiempos en que sabíamos que una escultura era aquello con lo que tropezábamos al ver una pintura. Pero ese tropiezo era un aviso a paseantes. A pesar de todo es un deslizamiento, más en el caso de su importancia en el arte minimal, donde buena parte de sus postulados eran consecuencia de un aspecto escultórico y arquitectónico relacionado con un saber hacer a partir de las ruinas de una civilización crítica, como en el caso de Carl André. A pesar de las sarcásticas opiniones de Art & Language, cuando afirman que las esculturas de Donald Judd serían espléndidos alfileres de corbata, si fueran más pequeños, hay que señalar el desarrollo continuo que Robert Smithson dedicó a la escultura fascinado por el poder de lo artificial en el emplazamiento de lo natural.

Una escultura que fue la espiral Jetty o la rampa de arena, pero aquí hay otra cosa, una reflexión sobre la situación de un arte verdaderamente radical. A ras de suelo aparece un poco de tierra sobre un espejo. Robert Smithson entonces hace que la escultura hable consigo misma, reflejando todo lo que se ponga por delante. Un traje de Beuys, un móvil de Calder, las cajas Brillo de Warhol. De lo que se trata es de retener en una memoria fría y mercurial la escultura del presente. De lo que se trata es de intentar saber en dónde se enclava la obra de arte. Un espejo orientado hacia arriba, para que podamos mirar el abismo. Como decimos y volviendo a la cuestión escondida de los pies en los pies de la escultura, dejaremos caer, por ejemplo, el tratamiento que Luis Buñuel mostró por ellos. Los pies de la estatua son capaces de desatar el lascivo deseo de los protagonistas de La edad de oro, cuando se disponen a besarla cegados por la avidez. Posteriormente, Buñuel mostraría cómo esos pies heridos del anacoreta en el desierto se convierten en una escultura que se recorre de arriba hacia abajo. Pies que ya son la propia escultura que sostiene a un renegado Simón en el desierto. Entonces, se comprende que el apóstata sea el que se aparta.
Ahí el pie es otro objeto de deseo. Una escultura que es ya un pie descubierto, similar a ese cuerpo material narrado por Ovidio, donde tras una metamorfosis de Venus, la diosa se transforma en una estatua de marfil que, debido al ardor de su creador Pigmalión, llega a ser una mujer de carne y hueso. Digamos de paso que Didi-Huberman en ese extraordinario ensayo sobre el arte titulado La pintura encarnada ha incidido en esa transformación, señalando que Ovidio no quiere escribir la palabra statua porque es imposible. El caso es que la escultura se presenta como un problema órfico. No podemos mirar de frente ni a la escultura, ni al sol ni a la muerte. La escultura deviene como una presencia mortal, algo que pasa mientras va asentando sus pies. Podemos observar el pie de esta estatua, realmente un bajorrelieve. Es un pie de estatua que nos deja petrificados, como un órfico designio. Seguramente porque en esa transición de diosa a cuerpo su forma se aparece como un fantasma. Así, la escultura también se dirige hacia ese espacio liminar donde ya es fragmento. Al final, la escultura acaba por ser mármol, como señala Didi-Huberman, un auténtico fantasma metafórico. La escultura acaba por recobrar su cuerpo, un material destinado a las lápidas y a las conmemoraciones. Entonces, la escultura no puede estar quieta porque se apropia del desplazamiento propio de la muerte. Una trampa gradivosa, donde el espectador está ante el arte –en especial, la escultura-, como ante una mujer que pasa advirtiendo de la amenaza y el deseo. Llegar a la escultura es saber si debemos comprenderla, a pesar de que nos conduzca a quedarnos de piedra. En este sentido, vamos a ver estos argumentos, a favor de una escultura capaz de soportar aún la extrañeza, en la obra de algunos artistas cuya radicalidad es la prueba de una escultura que se vuelve contra sí misma en una suerte de poética iconoclasta, destructiva y deconstructiva. Así, representan en buena medida esta presencia órfica y estructural de la muerte, una capacidad por recobrar una transversalidad propia de un arte radicalizado en su propia destrucción.

La escultura en el caso de Jacobo Castellano tiene su origen en el dibujo. En sus inicios utilizó el punzamiento propio de esa escritura que relacionábamos con la escultura para realizar una obra cuyo eje era la memoria del castigo. Posteriormente, el descubrimiento de la tensión propia de los cuartos, las paredes de una casa familiar, se fueron convirtiendo en un tratamiento estructural del desastre que corresponde a ese desfondamiento de lo familiar. Una tensión que proviene de la utilización de materiales como el cuero, la fotografía, cuerdas o mantas a las que somete a un colgamiento amenazante que trata de buscar un orden en lo inhabitable. La escultura de Jacobo Castellano se dirige a una intimidad hermética. A pesar de su formalidad en la que se trata de reconstruir las posibilidades de una escultura donde se evita el uso de materiales clásicos, la correspondencia entre sus elementos trata de marcar unos límites que, en el caso de sus últimas obras, obligan al merodeo propio de la memoria. Sus esculturas precisan un movimiento pausado y distante que a veces se convierte en un movimiento pendular, circular y profundo. Estructuras que no son sino una deconstrucción donde sutilmente se afirma una inestabilidad. Ese vaivén de objetos relacionados con su vida personal, situados en los intersticios formados por el hierro, el cuero o la grasa, señalan hacia esa condición de la escultura que no encuentra ya su fundamento. La propia escultura es la demolición de lo que nos sostiene. La presencia del olvido, la ausencia del extraño que somos, el paso del tiempo y la tensión propia de una conciencia inevitablemente dañada, nos dirigen hacia una resistencia. Hacia donde se dirige propiamente su escultura es entonces un lugar difuso, tan cercano a la experiencia de la pared, como a la desaparición de los cimientos sólidos. Es entonces cuando lo Unheimlich es lo inhóspito, cuando deviene lo familiar, hogareño, doméstico, lo íntimo y, en contraposición, lo secreto, clandestino, misterioso y mágico de la escultura, la ocultación constante de un secreto. Por tanto, la escultura posee una apariencia real y otra fantasmal o metafísica. En este aspecto, las imágenes de Jacobo Castellano hacen presente una experiencia de lo inhóspito. No es sólo la suma de imágenes que se cuelgan desde una estructura de hierro, sino que plantean un sentido oculto, obligando al espectador a sentir esa amenaza como propia. Este movimiento giratorio que otorga la existencia de una vida ligada a lo muerte es donde podemos expresarnos a partir de una escultura órfica. Un giro que, como en un autómata siempre ficticio, sorprende el movimiento que le da vida. Un artista que, como ventrílocuo de sí mismo, habla desde diferentes lugares, sabiendo que es el propio movimiento el que conduce a Jacobo Castellano a dirigirse, no tanto a los soportes, sino a lo que sostiene: una poética de la ausencia donde lo inhóspito termina por destruir las imágenes.
La relación del arte con el capitalismo es uno de los principales temas tratados por Democracia. Si sus últimos trabajos han estado vinculados a los procesos de demolición, especialmente en su último trabajo donde el tema de la destrucción de chabolas se entendía como una escenificación del espectáculo de la gentrificación, dos piezas de carácter escultórico nos interesan ahora, mostrando la importancia del terror y la muerte desde la escultura. Bataille señaló cómo la prohibición de dar muerte tenía sus excepciones en el duelo, la venganza y la guerra. Hasta la prohibición tiene sus límites. En este caso vemos un homenaje al terrorista suicida. A pesar que se trate la escultura con todo su clasicismo, donde una figura se asienta sobre un pedestal, mostrando sus pies por delante, lo que nos interesa también es el sentido de su leyenda: todos sois culpables, salvo yo. Una escultura con vocación de monumento donde podemos identificar al terrorista con el propio artista. La escultura se convierte en una presencia incómoda. Es un objeto que se enfrenta al paseante, pero ¿por qué está encima de una silla vestido con una chaqueta a punto de hacerse explotar y con ello a la propia escultura y al escultor en una metafórica autodestrucción? Una metáfora –al final, eso sea la escultura- del estado de la democracia, pero también de problemas verdaderamente universales, globales y críticos del estado de lo político. Bien mirado, sin dejar de tener presente el tema de esta obra, identificado con el asesinato y con su presencia en los medios de comunicación, no deja de ser una presentación directa de una escultura que vuelve sobre sí misma. ¿Podríamos considerar que es una estatua yacente? Lo que sí que está presente es un hiperrealismo de la crudeza que quiere buscar la calidad de lo esculpido a través del uso del bronce, dirigiéndonos de una manera efectiva a la constatación de que también la escultura es un engaño y un trampantojo. E igualmente importante es el espacio donde está ubicada, entre la política y la captura fotográfica. Esta vuelta a las raíces de la escultura proviene de la escenificación de una muerte, pero sin mostrar el cuerpo. Si la tradición ha hecho de la escultura un arte cadavérico, mostrando barrocos cristos lacerados o esqueletos en danza, en este caso la apropiación tipo Christo nos ofrece una segunda lectura. La posibilidad de que esas marcas sólo sea la presencia del vaciado de la propia democracia, mostrando que sus límites son el cuestionamiento de su función política. En ese sentido la escultura nos conduce entonces hacia un clasicismo donde lo importante no es tanto la configuración, cuanto continuar ligada a un modelo imitativo. La realidad del terrorismo y la radicalidad de la escultura en el espacio de la ciudad.
Porque una sociedad de consumo, más en estos tiempos, es una sociedad que compra. Así, también la escultura se convierte en un bien de consumo. En la trayectoria de Chus García-Fraile ha sido constante el desplazamiento llevado a cabo en el discurso de la publicidad, en la afirmación del carácter consumista y en el traslado a centros comerciales, cruceros hedonistas y destrucciones implacables o en ese símbolo de la destrucción que fue el incendio de la Torre Windsor de Madrid que en su caso se anunciaba como un lema proclive a lo comercial: “Ya es primavera”. Este carácter apropiacionista que ha llevado a cabo en su trabajo responde a una intención mimética que habla de la deconstrucción de los ideales propios de la sociedad del bienestar. El lujo que corresponde a lo que brilla termina por disolverse en forma de obra de arte y esa representación queda duplicada en una metáfora que habla del detrito y sus depósitos. En el caso de este cubismo irónico y procaz de Chus García-Fraile, el contenedor es una metáfora de esa reproductibilidad técnica donde lo importante es, más que el aura individual, la repetición de una diferencia cualitativa (un contenedor de basura de distintos colores) y cuantitativa (son quince elementos) cuya presencia nos hace pensar en un sinestésico ordenamiento de los desechos del capital que brillan, como el lujo, por su ausencia. Porque, como señala Adorno, el fetichismo de la obra de arte muestra una paradoja entre lo que necesitamos y queremos, entre lo que no necesitamos y desechamos. Algo por hacer en esa labor de acercamiento al presente que significa hablar de lo nuevo. Siguiendo una tradición que desde la vanguardia permitió el uso de materiales alejados de lo lujoso, no era tanto continuar utilizando materiales propios de la escultura, sino encontrar en el propio diseño las bases estéticas y esteticistas, donde Chus García-Fraile alinea unos cubos de basura que indican la higiene y limpieza propias de un estado del bienestar. En este sentido, su trayectoria ha estado orientada al hallazgo de un espacio entre lo que está en el interior del capital y en el seno de las ciudades como espacios de construcción. Su reacción como artista le ha llevado a modificar el tamaño de los objetos, a descubrir los aspectos superficiales de una clase media dispuesta a disfrutar del confort del fin de semana que encontramos en el centro comercial, ya sea para pasar la tarde o para disfrutar de los productos de consumo cuya única solución parece ser la degradación del hedonismo de la sociedad del bienestar. En esa espera donde la limpieza y el cuidado pertenecen a lo plástico, ahí se muestra el espacio sin lugar del consumo y del reciclaje de lo escultórico.
Porque como podemos apreciar ese instinto por la iconoclastia también está presente en la escultura Teresa Margolles ha vinculado la presencia de la muerte en sus acciones, ligadas a los asesinatos causados por el narcotráfico. Pero en el cuerpo de su escultura se encuentran trabajos como el vaciado de cuerpos de fetos o en esa inversión de lo escultórico que significa componer una estructura mediante la atadura de los hilos que cierran las heridas tras las autopsias realizados a asesinados. También ha realizado una escultura literal, raspando las paredes, escribiendo algunos de los mandamientos propios de los cárteles en la zona mejicana de Sinaloa, donde se calcula que en los últimos años han muerto unas 4500 personas, a razón de una docena diaria. En uno de ellos se lee una dura advertencia: ver, oír y callar. Porque Teresa Margolles, a pesar de su poética abstracción, siempre muestra como material la realidad del arte como un cadáver. Sus materiales han sido la grasa proveniente de clínicas estéticas, el agua utilizada para limpiar los cadáveres con las que se hacían pompas pertenecía a la morgue, señalando hacia la conciencia de que no estamos hablando de nada imaginario, sino de una constatación real de lo muerto, comprendiendo la escultura en el límite donde el cuerpo se destruye en cada individuo, en el fin de la sociedad. Esto es, en su propia abyección. En la actualidad ha presentado una obra que parece una subversión de la escultura. Reconstruyendo una joyería cuyos artículos están compuestos por cadenas, brazaletes, pendientes o pulseras, a los que se han añadido cristales provenientes de los destrozos efectuados en 21 cadáveres al ser asaltados en sus coches. Una obra plenamente funeraria como corresponde a la escultura más clásica. Un cadáver de escultura que se muestra realmente como una orfebrería del asesinato, uniendo ese brillo aurático propio del arte a su destino mortal. Esa consideración de la escultura como instalación, le ha conducido a la conmemoración del vacío que señalamos como propia de una escultura radical. Entre la orfebrería y los pedestales en donde, dicho sea de paso, resuena el carácter sacrificial de los aztecas, Teresa Margolles recoge ese vacío de los muertos y de sus cuerpos. Una recogida de materiales que le ha conducido hasta China para realizar una escultura de la desaparición, la muerte y el desplazamiento. Si el campo de la escultura se ha expandido, en una obra mínima ha sugerido la idea de desequilibrio, sosteniendo una pequeña astilla con una pequeña pirámide dorada. En el siguiente caso radical, tampoco podemos obviar que la escultura actual igualmente muestra su antigua relación con la pintura.
En el caso de Enrique Marty, su acercamiento a la escultura proviene -cómo no nos habíamos dado cuenta antes- de la taxidermia. Una disecación de personas que llevan ropa usada, creando una vivencia de lo siniestro. La violencia contra uno mismo y las caras enfermas son una muestra del teatro de la sociedad. Un expresionismo realista de la crudeza propia de las artes críticas. Su trabajo, esencialmente dedicado a la pintura, ha conducido a Enrique Marty a reunir en grandes instalaciones ambos espacios. Esta escultura ruinosa muestra de modo similar el proceso de nihilización de lo actual, cuando en la realidad vivimos la convivencia de la tortura y la muerte, junto a anuncios que prometen una vida mejor. Esos espacios de lo doméstico donde la extrañeza es la norma, muestran en estas figuraciones a personajes desnudos como un guiñapo. Cuerpos de escultura con heridas y cicatrices, secreciones sospechosas, calcetines para cuidar los pies de una cultura que parece estar desorientada tras el naufragio. La escenografía de la escultura de Enrique Marty se propone realizar un hiperrealista retrato de la vida fragmentada y dañada. Este espacio tétrico que ha servido para crear escenografías teatrales como en la obra de Angélica Lidell titulada Perro muerto en la tintorería: los muertos, también alberga una destrucción lenta de la vida cotidiana. Las vicisitudes familiares devienen en su caso en una descripción precisa del aquel estado capitalista de la esquizofrenia descrito por Gilles Deleuze. Un cuerpo donde las manos ennegrecidas y los rostros inexpresivos enseñan el decaimiento y el sangrado, una recuperación del individuo cuyos únicos argumentos son la erección ridícula de sus pobres atributos, entre una tristeza enfermiza y la ironía que Enrique Marty provoca sin impostación. Esta presencia de lo humano como escultura reclama la atención a su inestable conciencia. Como ser escultura y quedar definitivamente muertos, la aceptación de una condición humana clausurada por el mal de este siglo conduce a que esa ternura no sea sino una perversión de los valores. Suicidios, desaparecidos, hombres en pijama que parecen haber entrado en un mal sueño, la coincidencia de la vida cotidiana con la pesadilla lleva a Enrique Marty ha disecar al hombre mostrando cuál es su verdadera condición como ser errado, abandonado y definitivamente débil ante lo que ha provocado en la pérdida de un fundamento donde asentarnos. Esta capacidad de reunir lo trágico y lo cómico por medio de una parodia, es uno de los argumentos que nos hace pensar en que la escultura no sea al final sino una prueba del desfondamiento de la cultura, el propio disecado de los cuerpos casi convertidos en fantasma.

También Eugenio Merino ha conseguido reunir la ironía con la política, partiendo de una imaginería sarcástica que invierte los valores tradicionales asociados al disfrute del ocio mediante una radicalización de los presupuestos de un realismo vinculado a la caricatura y a un humor tragicómico. A pesar de que su obra sea escultórica, al igual que en el caso estos artistas volvemos a advertir que están realizadas por artistas que no son exclusivamente escultores. En este caso, ha de subrayarse que lo importante no es tanto la importancia de los materiales, sino su vinculación con el cine, la publicidad y los efectos especiales. Así en Eugenio Merino se concilia su pasión por las imágenes de los medios de comunicación y la construcción de metáforas escultóricas que, más que esculpidas han sido modeladas exactamente igual que si se tratara de dar forma a una idea. El propio artista ha señalado la importancia de construir a partir de un concepto que busca tanto en los periódicos, revistas o películas, como en Internet. Si ha sido capaz de disfrazar a un mono como darvinista capaz de hacer reventar todos los ideales de la evolución, también ha mostrado por medio de la exageración cómo las dictaduras son producto de una mentalidad medio muerta, medio viva.
Un naturalismo basado en la fascinación por una ironía negra que juega con algunos arquetipos provenientes de la imaginería propia del estado del ocio, pero revertidos en una denuncia, ya desde el arte y la escultura, de la hipocresía propia de las compañías encargadas de sacarnos del aburrimiento para entretenernos. En ese sentido, el sarcasmo crítico ha hecho que Eugenio Merino haya sido capaz de convertir a Bambi en un trofeo de caza perfectamente acondicionado para alegrar nuestras casas. Mediante un naturalismo extremo, continúa realizando un apropiacionismo de la industria del ocio, devolviendo a la sociedad sus productos con una buena dosis de mala leche y humor negro. Una escultura que viene a caricaturizar ciertos aspectos de la infancia por medio de una provocación para adultos. Se trata de llegar a pervertir la espectacularidad del arte contemporáneo por obras capaces de asumir su condición artística como bienes de consumo. Parafraseando a Jean-Luc Godard, Eugenio Merino no trataría de hacer arte político, sino políticamente. Con una malicia exquisita, su ironía trasluce un interés por desmitificar a aquellos iconos que, a pesar de formar parte de nuestra vida desde la infancia, han sido modelos a seguir. Cuando el artista nos presenta un tercermundista Burt Simpson ofreciéndonos la mano, estamos ante un procedimiento que da la vuelta a esos personajes, llevándoles hacia el mundo del arte contemporáneo. Su planteamiento -que quiere situarse fuera del pop art como tal- está relacionado con un conceptualismo que, como decimos, trata de dirigirse hacia la escultura, la pintura o el dibujo. Esa animación es ya una animadversión hacia la hipocresía porque ahora sabemos que esos personajes también viven, padecen y mueren como nosotros. Esta comprensión del arte entendida como juego esconde también la voluntad de hacer visible las paradojas del mundo global.
Por ejemplo, Jorge Pineda busca estas raíces en la realidad de la República Dominicana. Pero más allá estas figuras acompañados de sus tachaduras sugieren una relación con la conformación del mundo. ¿Hacia dónde se dirigen estos niños? ¿Por qué han quedado parados y cabizbajos? El mundo de la infancia es un elemento importante en la escultura de Jorge Pineda, porque la escritura de la infancia identificada con el castigo y el muro continúan el silencio que conduce al in fans, es decir, a aquel que aún carece de habla, a estrechar contactos con la experiencia de la pared. En verdad, la escultura de Jorge Pineda aparece casi siempre obsesionada contra el muro, como si a su través se recibiera lo ensordecedor. El peligro que supone atravesar con la escultura a otro espacio es el cubrimiento de esa adivinación del vacío. Una vinculación de la escultura y su zona sombría configurada como una estancia con paredes surrealistas capaces de crear un lugar para el castigo y la inquietud. Esta recuperación de la acedía y la melancolía propia de los procesos de imaginación. También una representación de autómatas a los que parece que ha detenido el tiempo y el espacio. En las figuras de Jorge Pineda se puede apreciar esa misma fascinación baudelaireana por las muñecas y la relación fetichista que establecen los niños con los juguetes. Giorgio Agamben ha señalado en Estancias cómo Baudelaire describe a esos niños que tratan de ver el alma del juguete destruyéndolos bien contra la pared o el suelo, sabiendo que después seguirán preguntando dónde está ese alma inencontrable, esa sombra, es lo que está en la base de la creación artística: la relación del sujeto con el objeto, de los sujetos con los objetos, del objeto con los sujetos. Un fetichismo que lleva a Agamben ha relacionar con la lejanía de las propios muñecos. Ahí surge el aislamiento encontrado en la pared. Este fetichismo propio de la escultura es probablemente su relación con los objetos. El fetiche, como lo hecho, está vinculado a lo estatuario. Eran también objetos dejados en las tumbas, pero lo más importante es que etimológicamente el término no hace referencia para los griegos a una cosa sólida y material, sino a una alegría exultante. Por eso –afirma Agamben- la estatua, cuando es una figuración humana, nos lleva a la confusión inquietante, no sabemos si estamos realmente ante otro sujeto o su fantasma.
Carlos Rodríguez-Méndez es un artista que a través de la escultura ha organizado una reflexión que le ha dirigido a otros ámbitos como el video o un arte de acción, pero siempre bajo criterios vinculados a esta idea de una escultura órfica y semoviente. Su consideración de una escultura adaptable a la tensión propiciada por los espacios donde expone, le llevan -al contrario que a Brancusi- a que su escultura sea una torsión del espacio donde se impone su reflexión también irónica frente a la posibilidad de encontrar una columna infinita. En sus acciones parece buscar los cimientos del arte escultórico con presupuestos cuyo origen debemos situar en el minimalismo norteamericano. La escultura es realmente un proyecto y un proceso donde el artista trata de evitar la forma cubriendo el espacio.
Desde sus inicios Avelino Sala ha tramado una escultura del vacío por medio de dos medios escultóricos: la inversión del vaciado y una relectura del ready-made. A lo largo de su trayectoria ha ido vinculando su obra a la actualidad de la postperformance, yuxtaponiendo la escultura, la pintura y la videocreación en un espacio del vacío que determina la dirección poética de su labor. Un lugar neutro como el estado de angustia, la espera o el cansancio, le conducen a un tiempo como el que estamos viviendo. Utilizando la creación de marcas publicitarias como Drama, Avelino Sala presenta una reflexión acerca de la aparente escisión entre el arte y el diseño, para hablar del lugar donde podemos distinguirlos, entre los objetos que poseen una utilidad –en este caso, la práctica del surf o del fútbol- y los que son artificialmente inútiles –una tabla que se va a hundir con seguridad, un balón ardiendo-, pero que van a conducir a una experiencia del hundimiento del pensar. Es decir, se trata de marcar una diferencia entre los objetos, saber que lo que hace que algo sea arte está vinculado, más que a su apariencia engañosa, al uso que hagamos de ello. La autocrítica le lleva a dirigirse a lugares inhóspitos como una playa o a espacios de celebración como las fuentes. Una reflexión que inició con las figuras que transparentaban el vacío, concretándose ahora en el ejercicio de una espera dramática, el retorno de una realidad por venir, la muerte ajustada a una espera que concilia la rebeldía con la paciencia. Si aquí nos vamos a ceñir a tres obras que dan una idea clara de sus intereses como artista, sus preocupaciones están en torno al nomadismo del artista, la relectura de lo monumental y la apropiación en los medios de comunicación de masas. Estas esculturas simbólicas son un águila, una tabla de surf y un botellero duchampiano de plástico. En un principio su trabajo se orientaba hacia una escultura animal y simbólica cuyo material empleado sorprendía por su ligereza: papel cello. Realizando esculturas transformadas en perros guardianes o en figuras humanas, su obra soportaba la herencia de un nuevo siglo, oportunamente situadas en acantilados, bosques o vertederos. El caso es que en su atención a lo escultórico, Avelino Sala ha utilizado una estrategia que le ha llevado del vacío transparente a la constatación del desfondamiento de los ideales. Una tabla de surf a la que ha desposeído de su valor de uso mediante un peso que excede con mucho cualquier intento por hacerla flotar. Una metáfora del esfuerzo y de una lucha con momentos destructores, en esa apropiación del trabajo del mito, vía Hércules o Sísifo. Y es que es esta apropiación de la apropiación lo que le condujo paradójicamente a una escultura con vocación de impertinencia en un espacio como el artístico plenamente cegado por el falso lujo de lo único: un objeto artístico barato, autónomo y repetible hasta el infinito.
Para terminar decir que lo cierto es que la escultura tiene raíces que van hacia una estética en destrucción. La escultura no deja de ser memoria donde habita el enemigo. Si caen los ideales, no debemos extrañarnos entonces de que también lo haga el propio arte. Si no un reflejo de lo social y lo político, sí una manera de presentar lo grotesco como situación cotidiana. Quizá de la escultura sólo queden los escombros, pero en cualquier caso en la actualidad existen ciertos artistas que, si bien proceden de campos diversos como la instalación, la pintura, la acción política o lo teatral, entre sus intereses se encuentra la escultura, bien como memoria de los otros o como objeto meramente recordatorio, un hiperrealismo de la crueldad que es la busca de una estructura sencillamente devastada, decidida a encerrarse en sí misma. Como anunciaba Piero Manzoni, un pedestal con todo el peso de una preocupación mundana como zócalo del mundo. Terminar diciendo que ya sin soportes, ni fundamentos, comprobamos cómo el terreno donde la escultura da la vuelta a sus raíces –zócalo al final es una pantufla-, poniendo sus pies en el vacío propiciado por una realidad convulsa.

04 julio 2008

Orson San Pedro and the community of others


En español: http://www.sublimeart.net/?p=80

The artistic community
In his study about the relationship between the Christian and the anarchist, Nietzsche emphasizes how both share a paradoxical situation: their instinct tends toward destruction . This search for common ground between the believer and the atheist coincides with an attraction to nihilism that comes to serve as verification of one fact: the community belongs to others. Because to try and address realms that were always linked to the sacred and the profane such as art, in times when the future religious character of its products has been forecast, leads to the confusing situation in which the apparent imposition of the institutional has triumphed. In this sense, to encounter Orson San Pedro dressed like a priest in places devoted to art such as biennales, fairs and other events connected with globalized exhibitionism could be interpreted as sacrilege. In reality, on the contrary it is a response to the institution’s inspiration that rests on the pillars of appearance: “communication is the deconstruction of social, economic, technical, institutional work” .

So the destruction of things and its consummation becomes, as Nancy states, nothing. Without attempting to offer a simplistic identification between communion and community, one must get closer to art to know, if, as the institutionalist paradigm of Donald Kuspit suggests, community can be the space of consecration for artists, critics and other agents involved in its processes.

Appropriation of papers, documents and secrets
The point, therefore, is to come to understand what is the true realm of principal art on a stage where it is not always easy to understand what is offered. That relegating to the inscrutable granted to art is significant when it speaks to us of its complications, without considering that the realm of the arts has never been easy, not even for those with understanding that have been building a historical narration with aspirations of objectivity. Kuspit has underscored the value of the spectator in that intermediate minefield where the artist and the public behold each other through a work of art. If the Duchampian paradigm precisely practices an ironic conceptual action, showing everyday objects altered in meaning, in the actions of Orson San Pedro those everyday values of the art world can be aroused, but returned to their literality.

So that, in his work he has tried to be critical using the art world’s discursive practices, trying to use its permissiveness to benefit his status brought about by its validating platform. For example, with credentials from Sublime magazine he has been introduced at fairs and biennales for the purpose of validating his own discourse. Compiling all the documentation from those places, he has rebuilt the principles that sustain these types of events. He has also been able to borrow other artists’ works to place the idea of authorship in doubt. He has disguised himself as a gallery owner in Lisbon and as a Vatican purchasing agent in New York.

This appropriation by Orson San Pedro is also related to teaching and education, in trying to resolve convincingly the chore of studying in another institution. In that endorsement is where the world of the adequate, not always being the best that he promulgates. In those documents or works that Orson San Pedro shows it is possible to observe the objectual distance from the real, uncovering that apparent secret that is hidden in the institution of art .

Metaphysical uniformity of disguise
A theory of uniformity would lead us to the realm of disguise. The world understood from the stage and appearance is, in Orson San Pedro, the ironic presence of the sacred in the space of the profane. As it went, Spain is a nation of armed theologians. And even though it is not exactly an easy joke to pull off, Orson San Pedro is seen simply as such. One can enter a uniform store, where curiously there is a mix of waiters and mechanics, fisherman and fish mongers, priests and flight attendants, obtain one and continue with the celebrations of the banal that is draped in the pretentious merchandising of a superficial world of art. The important thing is not only to consider the disguise as a place to hide, but also a refuge. In this sense, one should consider the status of the artist who enjoys the privileges granted by the cultural media as part of its own self-enhancing labour there where habit, custom or the institutionalization makes the monk.

A theatralization that assumes the acceptance of the rules that determine if something should be considered, not just as art, but also whether it is good or bad. In the case of Orson San Pedro, he tries to pass as an artist, theologian, critic or architect (Orson San Pedro, 1972). That role is really the investment of values that are credited as valid. As he has stated, “I don’t like Art,” underscoring that overvalued belief in geniality or in the excessive valuation of the work of art. Orson San Pedro prefers authors over their products. It turns into a heteronomous space of his conceptual action, situating himself in that dematerialization of the work of art, objectively enclosing himself, leading to negation and the conceptual practice derived from melvillian assertion before whatever judgment: “I would prefer not to do it.”

Representations, iconoclasms
Gilles Deleuze shows how, in principle, denial is a choice related to the protagonist, Bartleby, working as a copyist. Therefore he tried to link the plot of the representation with an impossible action because that preference for refusing to copy something is, in the action of Orson San Pedro, the occasion to show that he is not trying to affirm or deny, but to demonstrate the uselessness or impossibility of action that which he does. Images from these are left, such as would be from anyone travelling to those types of events, on trains and planes, in taxis and subways, to clearly assert that he was there. They leave remains and real documents such as IDs, brochures, travel tickets, but the enduring work is in that denial that the art tends to enclose itself, for example, in a showcase at a contemporary art exhibition that is in a railroad museum in a train station (Barrio del Carmen, 2007.)

This tie to credentials does not necessarily imply a fixed repetition but a difference that is articulated around the disguise of the tourist spectator, as a youth running in front of the bull, dressed as a Catholic priest or as a wandering Jew for those biennials, expositions, and other fairs. Because, in some way, Orson San Pedro tries to pass unnoticed and, precisely because of this, is able to be any person he represents. But, does it have something to do with the transvestitism of Duchamp becoming Rrose Sélavy? Is his portrayal in reality a depersonalization of the work of art? Marcel Duchamp had thought in 1920 of the possibility of adopting a Jewish name, but decided to use the disguise of appearing as a flirtatious and mysterious woman. In reality, the various representations of Orson San Pedro are not directed toward changing his sex, or has he tried to make his clothing conform to the latest fashion. (Orson San Pedro flies to NY (Pulse Fair) like a priest and Jewish, 2008). Nothing is hidden in his clothing, despite being conscious of the immediacy of his uniform. A representation destined for the conversation and encounter with others (Dialog with…, 2007) through the creation of a small salon in the expositionary space where it is possible to converse, discuss or drink something.

This making the most of the space, connected with a representation of what art truly is, in this sense of conversation and conversion, is one more contribution to the apparent denial of Orson San Pedro to make art. Iconoclasts are attentive to image and to what they represent. This is the case with the aquiropitas paintings, not made by human hands and which, in addition to constituting an icon of institutional power, were also known for their magical power of turning anyone who gazed upon the face of Christ to stone. More relevant is the consideration of Pisides when he states that it has to do with the writing, not as written. (André Grabar). Denial is not understood as pure destruction, but as a choice linked to apparent disability and its postponement. That negativity, corresponding to an iconoclastic deal of emptiness, in reality is a proliferation of actions linked to an art that already does not believe either in what is said or in what is shown. In this sense, Orson San Pedro is not an author preoccupied with offering work with expensive materials or determined by its supposed aesthetic value. He simply appropriates the souvenir to preserve aspects of the artistic institution, defending his own denial. So it is not an impersonation of someone else, or even a true disguise. In his work, there is no proper work as such, but a cancellation of the happening. Orson San Pedro is not acting.


The real mean in off
The Duchampian conception of appropriation coincides with the literal fulfilment of the assault of the individuals on the queen. Orson San Pedro has connected the significance of art criticism to the enjoyment of ejaculation, underlining his markedly mental, conceptual and material character (The real meaning of art critic, 2008) Departing from the appropriation of a homemade video shot in a public park in Amsterdam in broad daylight, he shows the critic assaulted by bullies. Possibly, that consideration of the critic’s true work resides in the insufferable seminal proliferation that brings happiness to its spectators, the artists. But what is accented in that conception of art from the appropriation of the hotel television is that there are various meanings related to art, always appearing together, the illustrations of Picasso or pop art, the nude bodies of women (The real meaning of art, 2008). What does he do that we are able to access other art forms appropriating us simply from their discursive procedures? What makes this ejaculation a manifesto is the necessary actualization of community expression, but in a special sense. How do you say that in the search for the real meaning of art the disposition toward the means that lead to the negative is found, where the only support is the lack of a valid foundation. That closure of representation, the cancellation of the formative and the absence of a support because what is said is what is, leads Orson San Pedro to a negative impersonality, where the portrait of its author hardly appears.

That ability to delegate to others even one’s own name speaks of that rejection of appearing in that orgiastic and realistic scene where that theatre of cruelty along with the sacred. In that scene, Derrida states, “there is neither spectator nor spectator, it is a party” . Because it is precisely that stain or the clinician’s misdiagnosis that is relevant: “to become, in his word and his body, in a work, the delivered object, a role laid out, to the furtive diligence of commentary. The only, which by definition is not given to commentary, is the life of the body, the living body that the theatre maintains in its integrity against the bad and the dead. The sickness is the impossibility to be upright in the dance and in the theatre” . The critic, like the end of the party, becomes in that domain in which he functions like the post-artists in the banquet of opinion: “Artists,” said Allan Kaprow in 1971, “have become commentaries and announce the post-artistic era. They make commentaries about their respective histories in such a way that, for example the televised media comments on cinema, a sound that touches directly together with its recorded version making commentaries about which of them is real, an artist makes commentaries about the latest advance of another, some artists make commentaries about their health or about the world, others comment that they do not have to comment (meanwhile the critics comment about all the commentaries). This should be enough” .

In that community of others, Orson San Pedro is seen with the indifference provided by his disguise as Jew or priest, mechanic or gallery owner, artist or tourist, to try to stay in the limits of the arts. This neutral position of not wanting to be present, the ability not to make his work visible except through disguise, give an amplified conceptual sense of audiovisual creation, the poetry of action, through a manner of provoking surprise through the overturning of supports. That appropriation that paradigmatically fulfils the idea of the artist as witness of the art of his time.

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1 “There is a perfect likeness between the Christian and anarchist: their object, their instinct, points only toward destruction. […] The Christian and the anarchist: both are decadents; both are incapable of any act that is not disintegrating, poisonous, degenerating, blood-sucking; both have an instinct of mortal hatred of everything that stands up, and is great, and has durability, and promises life a future …”, NIETZSCHE, Friedrich, The Antichrist, trans. H.L. Mencken, 1920.
2 NANCY, Jean-Luc, La communauté désoeuvrée (The Inoperative Community), originally published in 1983.
3 The use of an apparently important secret is, in the case of Alfred Hitchcock, a rhetorical resource that arouses expectation. In the case of the appropriation of Orson San Pedro, it can be identified with that consideration of the artistic object as Mac Guffin: “is the name that is given to this class of actions: to rob…the papers –to rob…the documents-, to rob…a secret. In reality this is not important and the logicians are mistaken in seeking the truth of Mac Guffin. In my case, I have always believed that the papers, or the documents, or the secrets of construction of the fortress must be of great importance for the characters in the film, but not important for me, the narrator”, TRUFFAUT, François, El cine según Hitchcock, trad. Ramón G. Redondo, 2000, p. 127.
4 “Althea limits that plow through the classically theatrical (represented/representing meaning/signifier, author/director/actors/spectators, stage/salon, text/interpretation, etc.) were ethical-metaphysical prohibitions, wrinkles, grimaces, grins, symptoms of fear before the danger of the party. In the festive space opened by transgression, it would still not be possible to stretch the distance of representation.”, DERRIDA, Jacques, “The theatre of cruelty and the end of representation”, Writing and Difference, Anthropos, trad. Patricio Peñalver, 1989, p. 335.
5 “La palabra soplada”, ibidem, p. 252.
6 “Video and digital art. Virtual realities and digital inflections: the appropriation of the new media”, VAN PROYEN, Mark, Arte digital y videoarte. Transgrediendo los límites de la representación, (Digital art and video art. Transgressing the limits of representation. ed. Donald Kuspit, Círculo de Bellas Artes, 2006, p. 94.

28 junio 2008

Sobre la distinción y el estilo. Apuntes sobre el dandismo de PSJM.




El dinero es una categoría del pensamiento
SPENGLER

Como nos encontramos en el terreno de las cuestiones materiales, bástele saber que bueno o malo, todo se vende; es cuestión de constancia.
BAUDELAIRE

En El decorado del hogar, una de las primeras conferencias que Óscar Wilde pronunció en Estados Unidos, se afirmaba que lo que caracterizaba al arte era su condición de escenario y cómo habíamos de estar vestidos en él. La pérdida del traje había sido, curiosamente, la aniquilación de la escultura moderna y afirmaba que sólo había en ese país unos hombres bien vestidos, los mineros del oeste[1]: “Sus sombreros de alas anchas, que resguardaban sus caras del sol y las protegían de la lluvia, y la capa, que es con mucho la más magnífica prenda de paño jamás inventada, pueden contemplarse con admiración. Sus botas eran también sensatas y prácticas. No llevaban sino lo que era cómodo y, por eso mismo, bello”[2]. Dejando aparte la ironía del crítico artista, podemos llegar a una conclusión en relación al PROYECTO MARX® que PSJM presenta en LABoral: lo útil bien puede ser promesa de felicidad. Porque la construcción de una boutique a estas alturas en un museo no tiene porqué sorprender. Además, en el materialismo han ido siempre juntas utilidad y felicidad. Y el caso es que en esta tienda se venden prendas cool y su marca es Marx, con un hegeliano lema invitando a la individualidad propia de lo dialéctico: “Haz como nosotros, sé diferente”. Esta unión de los postulados del heredero de William Morris y sus incursiones utópicas en el socialismo, junto a la meditación sobre las consecuencias del pensamiento marxista en el espectáculo de la sociedad del capital, pueden caracterizar el trabajo sobre lo actual que PSJM desarrolla en sus últimos trabajos. Como decir: “consumo de arte al alcance de todos”.

La concepción de un estado que ha de controlar el poder como Leviatán, la adaptación de aquello que pueda debilitarlo o la ausencia de peligros reales en su seno, es la capacidad neutralizadora del poder ejercido como una máquina que se alimenta a sí misma. Entonces al rebelde no le queda más que una postura ligada a la creación de un simulacro, sin pretender provocar un cambio revolucionario. Este es el verdadero espacio de lo político en el arte, aparecer como un objeto más disponible y apetecible capaz de dar flujo al dinero, después de anular el sentido cabal de la economía: “Por el dinero la democracia se anula a sí misma, después que el dinero ha anulado el espíritu”[3]. La relación de otium y negotium convierte el tiempo de trabajo en lo opuesto al templo del ocio. Se trabaja para el buen funcionamiento de la economía, para luego considerar que el dispendio es cuestión de pecado y voluntad. El negotium niega ese tiempo de ocio porque es una actividad de adquisición, pero en estos tiempos se han identificado ambos: el tiempo en el centro comercial los reúne. Entonces, al negocio se le llamó commercium. Fueron los tiempos donde, como sugiere Spengler, apareció el crédito y lo que es peor, el débito, llegando al punto en que lo único viable es adaptarse a las necesidades de cada estamento. El lujo deviene privilegio de unos pocos ya que se trata de un lucimiento de esa clase correspondiente, más que de la personalidad individual. Y lo que revela el PROYECTO MARX® de PSJM es que sabemos que precisamente esa creencia en el socialismo es lo que conduce a la individualidad propia de un dandismo inevitablemente ligado a lo urbano: “la ventaja del socialismo es que nos libra de vivir para los demás”[4]. Como es una ingenuidad pensar en resolver los problemas de la pobreza con la buena disposición y dado el actual estado de las democracias donde parece no haber pobres, estamos destinados al individualismo. Si la propiedad está al alcance de todos, el cuidado de sí convertido en imagen es el destino de todos. Se trata de la tensión entre lo personalizado y lo que nos hace como los demás, cuestión a la que señalamos en el caso de PSJM con la recreación de ficciones. Es el devenir de lo real cuando esta marca habla de lo nuevo[5].

Al fondo lo que se encuentra es una diferenzia meridiana, donde más que demoler lo antiguo –no hay que olvidar que tras el empeño de esta marca está el dadaísmo, la comprensión del ready-made o una poética vinculada a un espíritu libertario y minimalista-, se reconstruye un simulacro que Jünger vio claramente al entender el lugar del arte en la configuración del trabajo[6]. Porque el trabajador, aquel que en este caso puede acceder a un producto burgués, ha construido su figura a partir de un mundo al que no pertenecía. Además, como recordaba un sevillano, “si trabajo, no gano dinero”. En este sentido, Jünger ha señalado tres importantes falseamientos en este acceso a un nivel económico universal, mejor que global: se ha comparado el trabajador con un cuarto estamento, se ha hecho de la seguridad y el confort categorías del estado de bienestar y, en último lugar, se ha identificado la dictadura de la economía como su motor inicial. En realidad, lo que pasa es que hay que vestirse por los pies y, como invita la publicidad de estos atavíos en su erótica particular, hemos aprendido a no descuidar el cuerpo mostrándolo. Así, PSJM propone una marca que hace referencia a un filósofo que quiso comprender la sociedad del capital, mediante una tienda que ofrece productos accesibles a cualquiera[7]. Pero aquí hay que reparar en un hecho que es crucial en la trayectoria de PSJM: esto no es simplemente publicidad, moda o diseño industriales, sino que vuelve a recuperar un ideal conceptual apropiado al ready-made y a la destrucción poética del confort artístico.

Adorno ya señaló en su crítica a Veblen, acerca del consumidor que dilapida, que una vida en sociedad supone también la lucha por la existencia. En esa adaptación selectiva es donde ha de suprimirse que la propiedad sea privativa, término que se refiere tanto al disfrute íntimo, como a su inclinación eudaimonista o feliz[8]. Adorno subraya que “Veblen ha visto en la baratija, en la chatarra artística, un aspecto que escapó a los críticos estéticos, pero que seguramente contribuye a explicar esa expresión de repentina catástrofe que tienen hoy tantas arquitecturas y tantos interiores del siglo XIX: expresan represión”. Adorno afirma que, para Veblen, la cultura no es más que propaganda, prohibición, exhibición de poder botín, y beneficio, es decir: propiedad privada y prohibida[9]. Como la crítica cultural que lleva a cabo PSJM, somos conscientes de que también es un bien de consumo: la cultura –afirma Adorno- surgió del mercado y la comunicación. Estos son los tres estratos que soportan la irónica visión que esta marca ha dedicado a filósofos, arquitectos y artistas. Como afirmó Walter Benjamin tras sus paseos por los comercios de París, donde parece que no compró realmente nada, “mientras haya mendigos habrá mito”. Es la inmediatez propia de un dandismo siempre urbano, su afanosa persecución de la sociedad revelando que la individualidad no se esconde en una vestimenta, sino en el modo de llevarla. En ese lugar de modernismo propuesto por PSJM aparece la manera de distinguir un estilo. Es la distinción y diferencia que nos hace ser absolutamente modernos, sin interrupción. La empresa nunca duerme: “A veces –escribe Ramón Gómez de la Serna- la estilización parece vencida, pero no lo está. Es lo único invencible. Es lo único que se sobrepone al mundo en el mundo. Las revoluciones políticas pueden detenerse, duermen a veces, se eclipsan; pero la revolución del arte es permanente, abre su oficina con cada nuevo sol”.

[1] Refiriéndose a la conferencia que le llevó hasta las Montañas Rocosas, Wilde escribe irónicamente: “Me habían dicho que si iba a ella me matarían o matarían a mi director de tournée. Escribí allí diciéndoles que nada de lo que pudieran hacer a mi director de tournée me intimidaría. La población está compuesta de mineros y de hombres que trabajan en las fundiciones; por eso les hablé de Ética del Arte. Les leí trozos escogidos de la autobiografía de Benvenuto Cellini y parecieron encantados. Me reprocharon que no le hubiese llevado allí conmigo. Les expliqué que había muerto hacía algún tiempo, lo cual hizo que me preguntasen: “¿Y quién le pegó el tiro?”. Lleváronme después a un salón de baile, donde ví el único sistema racional de crítica de arte. Encima del piano aparecía impreso el siguiente aviso: SE RUEGA AL PÚBLICO QUE NO TIRE SOBRE EL PIANISTA QUE LO HACE LO MEJOR QUE PUEDE”, WILDE, Óscar, “Impresiones de Yanquilandia”, Obras Completas, Aguilar, 1972, pp. 1.088-1.089.[2] WILDE, Óscar, “El decorado del hogar”, ibidem, p. 1.071.[3] No sorprende que Spengler dedique a su concepción del dinero el final de La decadencia de Occidente. En su análisis del capitalismo considera la relación entre el escepticismo de los cínicos en la ciudad y su máximo representante Pirrón con Marx. Un espacio que curiosamente encontró junto a Engels en Londres. Esa estancia inglesa pensaba William Morris que había posibilitado el socialismo marxista, más que la influencia francesa de Blanqui o Fourier.[4] WILDE, Óscar, “El alma del hombre bajo el socialismo”, Obras Completas, Aguilar, p. 1.287.[5] “No hay otra forma ni concepto de la distancia en Arte que el innovar. Así como el que camina, si ha de avanzar ha de recorrer espacios que no estaban detrás de él, sino delante, el artista está parado y da vuelta alrededor de su noria si no innova. Hay que haber devorado lo nuevo para tener derecho a la publicidad. Hay que haberlo devorado, porque así no volverá a reaparecer como nuevo, sino que dará lugar a otras calorías de novedad. Y en seguida a devorar lo nuevo sin piedad ninguna, y a otra novedad”, GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón, Ismos, IVAM, pp. 14-15.[6] “A principios de siglo la degradación del modo de vestir de las masas corre pareja con la degradación de la fisonomía individual. Acaso no exista ningún otro tiempo en que encontremos tan mal y tan absurdamente vestida a la masa como en ese período. El espectáculo suscita la impresión de que por las plazas y las calles se hubieran desparramado las muy variopintas y baratas existencias de unas ropavejerías enormes y de que la gente llevase puestas esas piezas de vestir con una dignidad grotesca. […] Y así ocurre que las masas aparecen especialmente mal vestidas los domingos”, JÜNGER, Ernst, El trabajador, Tusquets, 2003, pp. 119-121.[7] Por otra parte, lo que señala este escaparate, continuador de una mirada romántica y benjaminiana, es el descubrimiento de la tienda especializada. Como rezaba la publicidad de unos almacenes españoles, “somos especialistas en ti”, no tratando de ofrecer siquiera lo que no necesitamos, sino subrayando la importancia del para qué, bien sea relacionado con el mundo del hogar o con el fin de semana con la familia: “te aburres igual que en otro coche, pero cuesta la mitad” En este sentido la publicidad ya no es un medio, sino un fin: crea dependencias, cuartos, espacios donde no es fácil acudir. Y el arte comparece como un lugar elitista y separado del resto de la vida natural, cuando es precisamente lo contrario. Gracias al arte se accede a la naturaleza y se accede al trabajo. La cuestión de que el museo sea el lugar donde lo artístico aparece como un resto valorable en gran parte por una cuestión histórica, es precisamente lo que impide su utilidad. El PROYECTO MARX® de PSJM en el caso de Laboral muestra el entrecruzamiento de lo real y lo ficticio, donde el arte ha sido un engaño placentero real.[8] Lo privado hace referencia a un despojamiento y a una desposesión. Es una suspensión y una prohibición, nos priva lo que nos gusta y no priva lo que no gusta. Esa atención al gusto vinculado a lo negado es algo fundamental en este trabajo de PSJM para Laboral dada su labor ligada al arte y a la industria.[9] “Los slogans políticos, calculados para las manipulaciones de masas, estigmatizan unánimemente como lujo, esnobismo, highbrow, todo elemento cultural que desagrade a los comisarios. Sólo cuando el orden establecido se acepta como medida de todas las cosas se convierte en verdad su mera reproducción en la conciencia. La crítica cultural se indigna entonces y habla de superficialidad y de pérdida de sustancia. Pero como, a pesar de ello, se mantiene en la red en que se imbrican cultura y comercio, la misma crítica participa de esta superficialidad. La crítica procede, pues, como estos críticos sociales reaccionarios que contraponen al capital usurario el capital productivo. Pero, de hecho, toda cultura participa de la culpa total de la sociedad, pues, como el comercio, vive gracias a la injusticia cometida en la esfera de la producción”, ADORNO, Theodor W., “La crítica de la cultura y la sociedad”, Crítica cultural y sociedad, Ariel, 1969, pp. 216-217.

No me acuerdo. Notas sobre el olvido




1. Memoria y amnesia del mundo.Convenir en que la memoria suele entenderse como un lugar donde algo se deposita, afirmando la vinculación de lo monumental, lo sepulcral y el olvido. Quiere decir que corresponde tanto a lo que se contiene como a lo que da forma a lo contenido. Por ejemplo, un teatro, un jardín o una biblioteca. También un espacio como éste donde hemos iniciado el paso del umbral a través de una entrada, continuando por un patio, hasta llegar a esta sala que nos alberga esta tarde. Pueden ser además lugares que pueden a ayudarnos a la hora de llegar al recuerdo. Se trata de utilizar un espacio como refugio de lo presente, sabiendo que su contenido está a medio camino de la ruina y la reliquia. En cualquier caso, queremos subrayar su importancia simbólica, en el sentido de ser algo que conecta o desconecta, de una memoria que ya no puede comprenderse como depósito histórico del pasado o del futuro porque la memoria pertenece al olvido. Además, esa conciliación de lo monumental y la memoria sirve para recordar que en Roma el mundus era la cavidad en el centro del templum donde se enterraban tres elementos simbólicos que pertenecían a los tres niveles cósmicos. Al cielo correspondían unas alas de águila. Al hombre, una reliquia del fundador. A la tierra, un puñado de arena de otra ciudad hermana. Seguidamente, el mundus se cubría con una losa de piedra que sería, posteriormente, el altar donde el fuego acompañaría los buenos augurios y donde se confirma, siquiera sacrificial o poéticamente, en el origen de la ciudad, la capacidad por rememorar a través de lo religioso, lo monumental o lo mnemónico ciertos hechos legendarios o reales. En cualquier caso, la memoria se construye con sus amnesias y sus olvidos.

Aby Warburg situó como frontispicio de su biblioteca la palabra Mnemosyne, pero ¿a qué tipo de memoria se refiere? Un edificio donde proliferan volúmenes de libros, salas de consulta, pasillos con estanterías, libros por todas partes, pero ¿a qué tipo de historia especial se refiere Warburg? Para Edgar Wind, el uso de la palabra memoria de Warburg “debe entenderse con un doble sentido: por una parte, como recordatorio al estudioso de que, al interpretar las obras del pasado, es depositario de un acervo de experiencia humana, por otra, también como recordatorio de que esa experiencia es en sí misma un objeto de investigación y de que es preciso usar materiales históricos para estudiar el modo en que funciona la memoria social”. En este sentido, la memoria está ligada a una interpretación del pasado y, por otro, es autorreferencial, en el sentido de ser esa interpretación su motivo. La memoria no es exactamente un mirar al pasado como contribuir al futuro. Y ese pasado es una concepción de la muerte porque tenemos una muerte de la memoria convertida en memoria de la muerte. O el olvido.

En los Sonetos a Orfeo de Rilke se avisa de que en realidad esa colección de poemas constituye un monumento fúnebre. La memoria dañada corresponde a la arquitectura, a la filosofía y al arte: caracteriza cualquier tiempo poético. Aby Warburg afirma: “Toda época tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece”. La memoria precisa de un contexto, es definitivamente un documento, como la obra de arte. Pero la memoria distorsiona, puede convertirse en espacio de celebración. Como afirma Warburg, “con el hombre primitivo, la imagen de la memoria da como resultado la representación religiosa de las causas; con el hombre civilizado, el desapego mediante el hecho de nombrar”. En lo simbólico pervive la memoria: símbolo como moneda partida que nos convertía en anfitriones y en huéspedes. Además, ese distanciamiento con los objetos, ya sea el documento o la reliquia, es propio de la práctica del paseante de su memoria como Benjamin o comprobable en la artimaña duchampiana y dadaísta de separarse del sentido realista de los objetos. En realidad, la aportación warburgiana de considerar la historia como una memoria de la distancia ha de devolver su objeto como interpretación, conduce a la serie de paneles donde las imágenes y los textos se reúnen en torno a la valoración del arte y la sociedad. En este sentido, los monumentos actuales también comunican un estado de vida particular y del presente. Son monumentos que en lugar de recordar algún hecho, nos lanzan directamente al desconsuelo. En la actualidad pareciera que siempre estuviéramos presenciando un derrumbe, bien sea de la memoria, de la historia o del olvido.

2. Del olvido como destrucción de la memoria: un cadáver.El origen de la fábula que asocia los lugares y la memoria, relatada por Frances Yates en El arte de la memoria, se sitúa en la antigua Grecia, cuando se le encomienda al poeta Simónides de Ceos la tarea de entonar un canto en casa de Escopas, príncipe vencedor de una prueba de atletismo y quien ha organizado un banquete para celebrarlo. El poeta utilizó la figura de los Dioscuros (Cástor y Pólux) a quienes se les ha considerado siempre unidos al poder de la memoria: “a raíz de de lo cual –escribe Ignacio Gómez de Liaño en El círculo de la sabiduría, Siruela, p. 114)- el mezquino Escopas le dijo que sólo le pagaría la mitad de la cantidad acordada y que se fuese a pedir el resto a los dioses Gemelos. Dieron entonces a Simónides el recado de que dos jóvenes caballeros le aguardaban a la puerta de la casa. El poeta se levantó de la mesa y salió al exterior, pero no vio a nadie. Durante su ausencia se desplomó el techo de la sala del banquete aplastando a Escopas y a los demás comensales. De este modo –salvándolo de una muerte cierta-, los invisibles visitantes Cástor y Pólux pagaron espléndidamente a Simónides el homenaje que les había rendido, y auspiciaron, además, la invención del arte de la memoria. Pues tan desfigurados quedaron los cadáveres que, cuando llegaron los parientes a recogerlos, fueron incapaces de identificarlos. Pero Simónides, como recordaba los lugares en que cada invitado había estado sentado a la mesa, fue por ello capaz de decir a los parientes cuáles eran sus muertos. Reparando en que fue mediante el recuerdo de los lugares que habían ocupado los invitados como pudo identificar los cadáveres, consideró que una disposición ordenada de lugares era esencial para conseguir una buena memoria”. Por tanto, la memoria está vinculada no sólo a un himno a los dioses, sino que en ella se avisa de su poder devastador.

La memoria necesita de un desastre para entrar en acción y su poder consiste en ser capaz de establecer una vuelta hacia el pasado para reconocer a los muertos. También es importante el mito para considerar la vinculación de la memoria de la historia con la realidad, más en estos tiempos donde hay personas que precisan la inhumación de sus muertos. La memoria en este caso se convierte en una suerte de guardiana enigmática, pero sin saber muy bien qué es lo que en ella se resguarda. Una suerte de ciudad que, como veremos, está destinada a protegerse. Es el caso de la modificación del lugar que ha llevado a cabo Avelino Sala en el espacio de Laboral, donde lo monumental no quiere entrar en el olvido: se trata de mostrar la importancia de habitar en la memoria destruida. Como decía Tertuliano, “somos de ayer y ya hemos llenado la tierra y todo lo que os pertenece, no dejándoos más que vuestros templos”.

Porque Isidoro de Sevilla señala en las Etimologías una diferencia importante entre lo que constituye la urbe como fábrica material de la ciudad y lo que corresponde a la civitas, sus habitantes. También señala que la palabra sepulcro deriva de sepultus (enterrado).

En esa fundación mnemónica de la ciudad avisa de que la palabra monumentum deriva de moneo (pensar) –como el arquitecto- y significa todo lo que trae a la memoria un recuerdo, sobre todo de los muertos. El monumento tiene la función de hacer pervivir algo en la mente (mentem monere) Esta relación entre la memoria y los muertos es inevitable. La pirámide, por ejemplo, deriva de pira porque antes se enterraba debajo o encima de una montaña. Aunque no dejen de ser túmulos, es clara la intención simbólica de construir a partir de pirámides o columnas: donde hay memoria hay muertos. Pensamos en el tipo de enterramientos de la antigua Grecia, donde existía la prohibición de enterrar en la propia casa de los fallecidos. Un hecho que era habitual, pero pensemos en el hedor mezclado con el del cuerpo de los vivos. En realidad, el recuerdo sirve de advertencia a la memoria.

3. Memoria del cuarto.
Como decimos, desde Grecia y Roma hasta Europa, la memoria está asociada a un lugar (loci), es un arte que emplea la arquitectura (Yates, El arte de la memoria) Por eso, las partes de un edificio corresponden analógicamente a las partes del cuerpo, un texto o una obra que quiera servir como recordatorio. Isidoro de Sevilla considera que en los edificios hay tres partes: 1. Cimientos (configurando su base, fundamentum), donde la palabra caementum se vincula al hecho de cortar, 2. Paredes (pares) y 3. Techo (culmen, culmus, paja) Lo que se dice colmo.

Como repite Abel Gance en su concepción cinematográfica de Napoleón, se trata de crear un espacio al aire libre donde el espectador se encuentra en el interior de la película como alguien que sabe deambular entre los lugares propiciados por la memoria, la música y la noche, anunciando el mensaje de Napoleón cuando afirma que su fuerza se basa en tres elementos retóricos propios del luto y la conmemoración: orden, calma, silencio. Inventar un jardín o un cementerio proviene de esa cuestión retórica de vincular los lugares y las imágenes a la memoria, es el recuerdo de lo pasado. Pero hay otra vía que se encuentra regida por la inteligencia que confirma lo que sea algo y por la providencia que aparece cuando se sabe que algo va a ocurrir. Como Simónides de Ceos, somos precavidos si sabemos que el techo siempre está a punto de caer. En este sentido, la memoria se convierte en una reconstrucción monumental, arquitectónica y arcaica, precisando - decíamos con Cicerón y Warburg- la importancia de considerar la memoria como un documento visual y espacial de cada tiempo. En definitiva, la memoria puede conciliar a la poesía y la pintura, a los muertos y los vivos, teniendo presente el futuro de lo original, pero esa reunión de silencio, muerte y nostalgia no puede darse sino como escritura. Yates señala que este trato especial con la memoria, considerada como arte, está vinculado a la pintura donde se escribe, no en el sentido literal, sino en una concepción de lo escrito como algo que platónicamente se utiliza para no olvidar. En buena medida, es precisamente lo que escribimos lo que ha pasado a un espacio vacío en la memoria, como cuando Euxeno pregunta a Apolunio, “¿Por qué no has escrito?”, a lo que responde negativamente, añadiendo: “Porque hasta ahora no he practicado el silencio”. Yates sugiere que el arte de la memoria está presente en la pintura de Giotto, habiendo pasado desapercibida de algún modo. Es el caso de Vittore Carpaccio y su representación del cuarto de Agustín de Hipona.

Como decía Peggy Guggenheim, “tengo poca memoria y por ello suelo pedir a mis amigos que no me cuenten cosas que prefieren mantener en secreto, porque tarde o temprano acabo por olvidar mi promesa y lo cuento todo”. Una pintura extraña del veneciano, nacido en torno a 1460 y muerto alrededor de 1526, porque lo único que se sabe con certeza es que salió hacia Dalmacia y allí desapareció, como buscando su propia memoria. Este cuadro se encuentra en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni y señala hacia el carácter artificioso de Carpaccio. Una muestra más de este espacio mnemónico donde se mezcla lo sacro y lo profano, la ciencia y la poesía, la oscuridad de la sombra triangular y la iluminación del rayo, la capacidad para hablar de la memoria, en su sentido recordatorio y en su sentido onírico. Parece que Carpaccio lo cuenta todo, mostrando la figura de Agustín de Hipona en una forma aparentemente distanciada de las consideraciones campestres que mantuvo acerca de la memoria en sus confesiones: “Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escandido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido” (Confesiones, BAC, libro X, p. 309). Agustín considera que la memoria es distante, sus receptáculos son abstrusos y en esta imagen –como repiten historiadores y críticos- Carpaccio pone a resguardo la memoria del mundo antiguo. Hay un orden inmemorial, pero sólo se hace presente en un instante de esclarecimiento. El deseo de memorizar y de recordar conduce a una correspondencia. Como finge Carpaccio –en el cartel escribe que finge, no pinta-, hay puertas, ventanas y libros cerrados o abiertos. Porque no se trata de introducir la cosa –como pretendía el recientemente fallecido Rauschenberg-, sino la introducción de imágenes de las cosas, dice Agustín, sentidas. Así esta pintura, en sí misma, es memoria y habla, como el alma, sólo consigo misma. La memoria no siempre es un lugar, la pintura es como un lugar: “Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es un lugar, todas aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han olvidado” (Conf., p. 403) La clave del cuadro está en ese esclarecimiento que sorprende a Agustín mientras está escribiendo una carta a Gerolamo, consultando sobre su idea de la beatitud celeste. En ese instante, una voz le anuncia a lo lejos que el otro santo acaba de morir en su cueva. Ese rayo que entra acompañado de una voz es una especie de instante de comprensión, porque el filósofo se encuentra realmente en una situación bastante enojosa: “¿Por dónde, pues, y porqué parte han entrado en mi memoria? No lo sé” (Conf., p. 404).

Como decir no me acuerdo, necesitamos, como precisa Agustín, de otro para comprender, suscitando la salida de las cosas de sus casillas. En plan fenomenólogo, Agustín afirma que llegar a las cosas mismas es “un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente” (Conf., p. 405). La memoria procede por repetición: una atención que sea familiar ya, porque no tienen otra estancia. Por esto decimos que la memoria es cosa de distancia y estancia, como en esta pintura de Carpaccio donde Agustín aparece descentrado para permitir la visión del cuarto y lo que en él se alberga. Y que la estancia contiene aquellos elementos que el filósofo ha ligado a la memoria: deseo, alegría, tristeza y miedo: “¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro?” (Conf., p. 410). Porque estamos en espacios de umbral, necesitamos acceder al momento de nombrar con un monumental olvido, donde Agustín liga el recuerdo con un sepulcro: “Yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos” (Conf., p. 412) Como decíamos, Agustín encuentra la memoria en el afuera: “Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de cosas” (Conf., p. 414). Porque esas cosas que afectan a la memoria pertenecen al cuerpo, a las artes y al alma. Son enseres como sillas, mesas, soportes de un mundo ya sólo comprensible desde el recuerdo. Astrolabios y partituras encerrados en armarios y estantes, mostrando la apertura de los objetos mediante la iluminación de una zona del entendimiento. Como tener algo en la lengua, sin pertenecer a un solo idioma verdadero: “porque la cosa misma ni es griega ni latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas las lenguas” (Conf., p. 417). La memoria, como irse yendo por la sombra, deslumbrado por la luz, emerge desde un lugar intermedio. En esa distancia de la estancia donde los libros esperan, los objetos vigilan ante la extrañeza que nos coge en la escritura de una carta a un receptor que ya ha muerto.

4. Esta tumba no está muda.En la memoria, por tanto, se conmemora la posibilidad de estar como muertos, es la señal a la que vuelve el recuerdo, mediante sepulcros, antros como el de Agustín, bodegas en el corazón como decía Teresa de Jesús, yendo a parar estelas y epitafios. Estas estelas estaban escritas en verso o en prosa.

En un principio la finalidad del monumento sepulcral era impedir, con su peso, que el alma del difunto regresara a la tierra. Posteriormente, el monumento sepulcral era un lugar donde el alma del difunto podía asentarse (Epigramas funerarios griegos, Gredos) Después, el sepulcro sirve para honrar y conservar la memoria del difunto. Es decir, la memoria comparece cuando lo que se trata de recordar ya ha pasado. La estela es el último vínculo con la vida y el elemento central del epitafio es el nombre del difunto. El nombre es un vínculo del muerto con los vivos y tiene que pronunciarse en voz alta, por eso es una llamada al caminante para que se detenga y lea la inscripción. A veces se le desea buen viaje o buena suerte. Es significativo que existan tumbas de niños sin nombre porque al morir carecían de él. También, señalar que los muertos tienen sed y quieren beber del Leteo (olvido), acuden a la fuente de la Memoria. Este espíritu de las fuentes es otro de los espacios urbanos donde se muestra con claridad la vinculación del recuerdo, el acuerdo y lo monumental. Por ejemplo, dicho sea de paso, las celebraciones actuales encima de la diosa Cibeles.
En este caso, el memorioso se encuentra como sediento, deseoso de descansar y sentarse: como los muertos. Hay que avisar de una coincidencia. Hay epitafios que están en prosa con el propósito de advertir a los profanadores de tumbas, por eso a veces son maldiciones, como la que afirma: “Esta tumba no está muda” Coincide el estado de mutismo con una detención. En la memoria y sus monumentos ocurre que siempre hay algo que no quiere ser recordado, hay una imposibilidad activa para olvidar y no acordarse: de nada.

Esta preferencia por el sueño, donde de alguna manera esos recuerdos afloran, es la conexión con la muerte. Entre interpretaciones e ilusiones, no podemos olvidar que Hermes es hijo de Maya. Como se afirma en otra inscripción: “mas no he muerto vencido por una enfermedad, sino mientras dormía en mi lecho”. Porque en las inscripciones de estos monumentos que son inicialmente los sepulcros el muerto se hace presente. Relatan su propia muerte, como si estuvieran vivos. En otra inscripción en un sepulcro de alguien cuya muerte se debió a una pedrada en la cabeza a los catorce años, se escribe: “Contad también que mis padres me han erigido este sepulcro y que en el Hades aún llevo esta herida maligna” Y aquí conviene una sospecha. ¿No será esa memoria herida que trata de organizar el conocimiento como una metáfora de lo que es la cultura en general? ¿Qué valor tiene por ejemplo una cultura memoriosa?

5. Arquitectura del olvido.

El nihilismo desde su inicio ha sido el inicio de nuestra época y su misma enfermedad. Lo nihilista es un mal sueño porque a pesar de vivir el presente, su pertenencia a lo aún no dicho le confiere el sentido de instantaneidad propio del olvido y de la ausencia, pero también es la comprensión súbita de la propia caducidad: “El hoy –escribe Jean Paul- es la cesura, el episodio entre el largo ayer y el largo mañana” (Sermón fúnebre de Shakespeare, p. 21) Sabemos que aquí se sitúa el inicio del nihilismo, con un discurso inmemorial porque pertenece al espacio de lo fantasmal. Su título así lo anuncia: Discurso de Cristo muerto, el cual, desde lo alto del edificio del mundo, proclama que Dios no existe. Jean Paul mezcla lo visionario con una concepción del mundo que corresponde a la creencia en la inmovilidad: “y el incrédulo se aflige a sí en el tiempo, hasta que él mismo se desprende como una escama de ese cadáver. Frente a él está inmóvil el mundo entero, como la gran esfinge egipcia de piedra medio hundida en la arena; y el Todo es la fría máscara de hierro de la informe eternidad”. El olvido y la ausencia apropiada a una conciencia nihilista acompañan el crecimiento del desierto de Occidente. La memoria/olvido comprende el cadáver, la inmovilidad y la arena. Como restos de un jardín descuidado, un palacio devastado donde asociábamos la memoria con el cadáver del olvido, la apreciación poética de Jean Paul se dirige a la constatación de la ruina del monumento. Su final es su propia destrucción: “En ese momento –escribe Jean Paul-, las notas discordantes chirriaron más estridentemente – los temblorosos muros del templo se vinieron abajo - y el templo y los niños se hundieron – y toda la tierra y el sol los siguieron al abismo – y el entero edificio del mundo en toda su inmensidad, se hundió ante nosotros – y en lo alto, en la cúspide de la inmensa naturaleza, estaba Cristo y miraba el edificio del mundo taladrado por mil soles, como una mina excavada en la noche eterna, recorrida por galaxias como venas de plata” (p. 53) Estos rayos recuerdan a esa luz que penetra en la habitación de Agustín, pero su dominio arquitectónico, con Cristo mirando hacia las habitaciones y galerías clausuradas, señalan hacia la inversión que se produce al comprender un edificio como símbolo de la ausencia. Porque el origen de la arquitectura se ha situado en la choza o en la nave invertida. De hecho, como recuerda Gadamer, la gran cuestión de la arquitectura occidental religiosa es dar soluciones a la tensión provocada por la unión de la intersección y la nave. Al final, la iglesia debe su forma a una nave invertida: es el relato de un naufragio. En cualquier caso, la arquitectura siempre tiene algo de espacio destinado a resguardar el lugar del arte (Gadamer, Estética y hermenéutica, p. 303). Su finalidad es encontrar algo que despierte la memoria y le dé a uno que pensar. Sabemos que en alemán hay esa vinculación entre pensar el recuerdo y lo monumental. Hemos de repetir lo que se suele decir al nombrar a Mnemosyne. Esto es, que sea madre de las Musas y, en estas, que devenga poéticamente. La memoria corresponde a una idea de la poesía. Como su presencia inmóvil, dice Blanchot (El diálogo inconcluso, p. 489), la memoria y el olvido pertenecen a la distancia y al vacío de la estancia: “Es la lejanía. Es la memoria como abismo”. Porque -confirma Blanchot-, “el olvido es la vigilancia de la memoria”. Como decir: “no me acuerdo”, la memoria es confusa, nos instala en una duda íntima, llega a arruinarnos en una suerte de edificio demolido donde el peligro viene a hacerse presente. Ese edificio, como ciudadela de memoria e imaginación, precisa una suerte de correspondencia que, a veces, ha sido cancelada por la propia subjetividad. En este sentido subjetivo de la memoria, prestemos atención a la mirada poética propuesta por Joë Bousquet, sobre todo en Mystique, obra no traducida aún al español, donde se puede subrayar el trato con un yo que no parece corresponder con lo que encierra. El místico es el que cierra sobre sí. Como en la habitación de Bousquet.

6. De memoria, inmóvil.

La historia, brevemente contada, es un compendio de existencialismo abstracto poético y vida varada de un poeta que sufre un accidente por culpa de una bala incrustada en su médula durante la Gran Guerra. Quiere la casualidad que en el día de ayer se cumplieran noventa años del suceso. Y, digamos para los amantes del azar, que en el otro bando alemán estaba otro insigne surrealista, Max Ernst, cuya obra estaba, junto a la de Bellver o Tanguy, en su cuarto. Esa inmovilidad, tendido en su cama, –como sugiere Albert Béguin- condena al escritor a una incursión profunda en su memoria cercada por el silencio y el destierro del opio, instrumentos para caer en el olvido. En este sentido, el aislamiento y asilo confinan al poeta a una suerte de vida estática e higiénica. Para no olvidar, el poeta decide arriesgar su memoria con la creación del mundo en una suerte de olvido monumental conducente a una escéptica ataraxia donde todo queda congelado. Escribe Joë Bousquet: “Me siento abierto porque la coherencia del mundo está aquí donde añado. Es un drama llegar al decir. Para la entrega sensible, te falta el mismo instante, crear un mundo y aniquilarlo. Este es el secreto del pensar. El pensar es la imperfecta negación de un mundo que tú no has terminado de crear” (Mystique, p. 136) Es precisamente esa luz que ilumina en esta habitación lo más extraño. Y su disposición, como vivir dentro de una biblioteca, un naufragio ordenado de palabras encerradas en libros y de imágenes y de retratos. Ese drama que significa la inmovilización de la memoria no debe reducirse a un encuentro de una luz salvadora. Lo más probable es que en esa memoria llegue el desconcierto de saber que, a pesar de la escritura, siempre acabamos por desaparecer en ella. Porque si pensar es pensar en algo, recordar es recordarse algo. No se trata de que la memoria sea sólo un lugar, sino que en ese espacio se dé algo. Y no sólo imágenes de cosas o palabras como sombras de las cosas. Intuimos que en ese olvido de la memoria que a veces es un monumental aviso del poder, se da cuenta de lo que resguarda. El problema es saber en su interior ya no habrá nada. Por eso, decir no me acuerdo. Como Mallarmé en Igitur, el poeta sabe que su construcción está vinculada a un monólogo interior, ciertamente cercano a un uso imaginario de la memoria y el teatro. Esta obra –como afirma Mallarmé- “se dirige a la inteligencia del lector, quien pone las cosas en escena”. Lo que se puede constatar es que señala hacia una prosa aparentemente lejana de la poesía como tal porque su estatuto nihilista no permite el barroquismo abstracto. Pensado como un drama, está abandonado a una escenografía simbólica donde, con la ayuda de una escalera, un espejo y un telón descubrimos a un extraño personaje –hipócrita lector- que trata de recostarse sobre las cenizas de sus antepasados. Lo formidable es que nunca fue escrita, ni ejecutada. Sólo nos queda el recuerdo imposible de unos fragmentos que Mallarmé debió querer olvidar acabar, a través de los años: como producir sombra apagando la luz. Entonces, Igitur o la propia locura como locus desdoblado, se sirve de una metáfora memorial, donde se leen los deberes a sus antepasados. Como Baudelaire quien escribiera llevar en sí siglos de recuerdos, Mallarmé clausura una idea de la memoria como simple depósito. La memoria deviene entonces ejercicio sobre lo destruido, mejor, sobre lo que nunca fue. Esta manera de acuerdo, donde ni siquiera estamos enclaustrados entre ciudades o teatros, en banquetes o palacios, confirma que la forma de la imposibilidad deviene en cada cifra, número o golpe de dados: es un término contrario al azar encontrado, la quimérica asunción histórica de lo que nos pasa. Es una memoria de la nada, la presencia de una destrucción no lineal, inesperada, olvidada. Ya no hay aparatos para hacer efectiva esa destrucción del recuerdo, ahí donde lo inmemorial permanece aún fuera del recuerdo.

7. No me acuerdo.
La idea del teatro o del propio escenario de la ciudad como memoria del vacío es la presencia del monumento como lugar donde se depositan sarcófagos. Avisan de la presencia de algo que tenemos que conmemorar en esa anámnesis platónica donde sólo queda esperar el recuerdo. Pero han quedado definitivamente clausurados, estamos ante la presencia de una imposibilidad. Lo que no recordamos deviene como aquello que no tiene disposición ni propiamente un lugar y nuestra memoria queda abandonada como una habitación donde ya ni hay sombras porque no hay cuerpos, objetos. Esta caracterización dramática del teatro del olvido, no deviene una enfermedad cualquiera. Es un encerramiento donde los personajes han abandonado su espacio, imagen vacía del vacío, a pesar de que –como recordara Hölderlin- lo que dura sea obra de los poetas. Esta identificación del recuerdo y lo poetizado no tiene más intención que dejar asentado un monumental olvido, en el sentido de ser algo que sirva para recordar, haciendo posible el resguardo de los muertos. Es el olvido de que quizá estemos de vuelta a una locura que ya no cabe identificar con la estancia en una habitación, teatro o jardín de lo imaginario, sino a su abandono premeditado y obligado. Si la memoria funcionaba como una escritura con moldes y sellos que posibilitaban una fijación, cuando estamos en el olvido ocurre una reiterada tachadura, desescribiendo. Cuando no hay recuerdo, no hay acuerdo. Cuando no hay olvido, nada hay visto. Esta obliterada escritura, con la forma de una marca que inutiliza el sello, es lo borrado, la cancelación de una posibilidad de encontrar lo que acordamos en lo que recordamos. El olvido es un espacio extraño dejado en el interior de nuestro cuerpo que impide que lo imaginario sea, si no ya real, sí posible.

Para ir concluyendo, decir no me acuerdo, es tratar de trazar palabras que tratan de alcanzarse a sí mismas en lo que no aparece sino como forma de lo negado. La destrucción es inevitable, el olvido necesario. Como en un espacio onírico sabemos que la monumental ausencia de memoria nos ha conducido a despertar de un sueño: “Ahora –escribe Salvador Elizondo- me parece un sueño agotado, igual que la memoria, la escritura, la inspiración, la tinta y el cuaderno” (Elsinore) Como desescribe Blanchot: “Recibir el olvido como el acuerdo con lo que se oculta, el don latente. No vamos hacia el olvido, tampoco el olvido viene hacia nosotros, pero súbitamente el olvido ya ha estado siempre ahí, y cuando olvidamos, ya siempre lo hemos olvidado todo: estamos, en el movimiento hacia el olvido, en relación con la presencia de la inmovilidad del olvido. El olvido es relación con lo que se olvida, relación que, volviendo secreto eso con lo que hay relación, detenta el poder y el sentido del secreto. Hay en el olvido, lo que se desvía y hay el rodeo que viene del olvido, que es el olvido” (La espera el olvido, Blanchot, p. 53)

En fin, repetir las palabras que hemos olvidado desde que empezamos a hablar al principio, aquellas de cuyo nombre no quiero acordarme, ahí donde la memoria pertenece a la ausencia de monumentos y de munición.